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– Tenemos un nombre, nos lo han dado en el Samaritan Faith Hospital de Brooklyn. Dos enfermeras de turno se acuerdan perfectamente de un tipo como ése. Dicen que era un verdadero monstruo, desfigurado de pies a cabeza. Murió hace poco más de seis meses.

Vivien dirigió los ojos al papel que sostenía y leyó, escrito con la letra rápida e inclinada del capitán:

Wendell Johnson – Hornell NY 7 de junio de 1948

140 Broadway, Brooklyn

Le pareció increíble que una sombra a la cual habían dado caza sin resultado, de golpe resultara ser una persona, un ser humano con nombre, dirección y fecha de nacimiento. Pero era igualmente increíble el número de víctimas relacionadas con ese nombre, y la posibilidad de que otras se agregaran para que el número aumentara.

Mientras ella leía, Bellew ya había entrado en acción. Su mente, como la de todos, en aquel momento era alimentada por las prisas y la angustia. Ya estaba hablando con la centralita.

– Ponme con la policía de Hornell, en el estado de Nueva York.

Mientras esperaba, activó el altavoz, para que todos pudieran oír.

Una voz oficinesca brotó del pequeño altavoz del aparato.

– Comisaría de policía de Hornell, ¿en qué puedo servirle?

– Soy el capitán Alan Bellew, de la comisaría del Distrito Trece de Manhattan. ¿Con quién hablo?

– Soy el agente Drew, señor.

– Quiero hablar con su jefe. Lo más rápido posible.

– Un momento, señor.

La comunicación se puso en espera, con el fondo de una cancioncilla. Poco después, una voz profunda y con un tono mucho más maduro que la anterior, dijo:

– Capitán Caldwell

– Soy el capitán Alan Bellew de la policía de Nueva York.

Del otro lado hubo un breve silencio. Nombrar a la Gran Manzana en aquellos días traía de inmediato a la mente unas imágenes de edificios en llamas y cadáveres cubiertos con plásticos.

– Buenas tardes, capitán, ¿qué puedo hacer por usted?

– Necesito información sobre un tal Wendell Johnson. Según los datos de que dispongo nació en Hornell el siete de junio de 1948. ¿Tiene algo en sus archivos?

– Un momento.

Sólo se oía el sonido de dedos que trabajaban con velocidad sobre el teclado. Poco después regresó la voz del capitán Caldwell.

– Aquí lo tengo. Wendell Bruce Johnson. El único antecedente que consta es un arresto por conducir en estado de ebriedad en mayo de 1968. No hay nada más sobre él.

– ¿Sólo eso?

– Deme otro segundo, por favor.

Otra vez los dedos sobre el teclado y después la voz.

Vivien se imaginó a un hombre corpulento sometido a una tecnología demasiado difícil para él, cuyo único objetivo era el de recaudar la mayor cantidad posible de multas para justificar su sueldo ante el Consejo Municipal.

– Junto a él, fue detenido por resistencia cierto Lester Johnson.

– ¿Padre o hijo?

– Por la fecha de nacimiento yo diría que era su hermano. Entre los dos hay un año de diferencia.

– ¿Sabe si este Lester todavía vive en Hornell?

– No soy de aquí y hace poco que estoy en este puesto. Todavía no conozco mucha gente. Si me concede un segundo más lo busco.

– Me sería muy útil.

Vivien leyó en el rostro de Bellew la tentación de explicarle a Caldwell que de segundos se componen los días y hasta los meses. Y que para ellos el tiempo era oro. No obstante, había respondido con calma.

– No tengo ningún Wendell Johnson en el listín telefónico, pero tengo un Lester Johnson en el ochenta y ocho de Fulton Street.

– Muy bien. Le enviaré un par de personas en un helicóptero. ¿Hay algún sitio donde puedan aterrizar?

– Está el aeropuerto Hornell.

– Perfecto, llegarán lo más rápido que se pueda. Además necesitaré su ayuda.

– Por supuesto.

– Sería importante que fuese usted en persona a recibirlos. Por otra parte, es de vital importancia que esta conversación quede entre nosotros. Absoluta reserva, ¿me explico?

– Perfectamente.

– Gracias.

El capitán cortó la comunicación y miró a Vivien y Russell.

– Bien, os espera un viajecito. Mientras tanto yo enviaré hombres a Brooklyn, a la dirección de este Johnson, para que haga un reconocimiento. No creo que vayamos a encontrar nada, pero en un caso como éste no podemos descartar ningún detalle.

En un cuarto de hora, Bellew consiguió un helicóptero equipado para vuelos nocturnos. Vivien y Russell fueron transportados a toda velocidad a un campo de fútbol en la calle Quince, a orillas del East River. El helicóptero llegó poco después, un feo insecto que se movía en el cielo con agilidad. Sólo el tiempo de subir y la tierra ya nos les pertenecía y la ciudad se transformó en una secuencia de casas y agujas de iglesias, allá abajo, hasta que desapareció del todo. La inmersión en la oscuridad se produjo a cámara lenta, con una línea de luz cada vez más fina en el horizonte, para recordarles que el sol existía.

El piloto aterrizó sin sacudidas, junto a un edificio largo y estrecho iluminado por una hilera de fanales. En un espacio a la derecha había varios pequeños aviones de turismo aparcados. Cessna, Piper, Socata y otros modelos que Vivien no conocía. Cuando abrió el portillo, vio que desde el edificio venía hacia ellos un coche de policía.

El coche se detuvo y un agente uniformado se apeó. Era alto, de unos cuarenta años, con bigote y pelo entrecano. Se acercó con los movimientos flemáticos y descoyuntados de un jugador de baloncesto. Mientras le estrechaba la mano y lo miraba a los ojos, Vivien confirmó la idea que se había hecho cuando oyó su voz en el teléfono del capitán. Pero el hombre inspiraba confianza y daba la impresión de no detentar su cargo porque sí.