– Capitán Caldwell.
Su mano era firme y decidida.
– Detective Vivien Light. Éste es Russell Wade.
Los dos hombres se saludaron con un movimiento de la cabeza. De algún modo, la urgencia que habían transmitido, había contagiado al jefe de policía de Hornell.
Señaló el vehículo.
– ¿Vamos?
Subieron al coche, que se puso en marcha cuando no habían terminado de ajustarse los cinturones de seguridad. Salieron del aeropuerto y poco a poco dejaron atrás las luces de la pista, mientras se incorporaban a la carretera 36.
– Fulton Street no está lejos. Está en la parte norte de Hornell. Llegaremos en pocos minutos.
A esa hora no había mucho tráfico, pero el capitán encendió la luz giratoria. Vivien le dijo:
– Por favor, apáguela cuando estemos en los alrededores. Prefiero llegar sin anuncios previos.
– De acuerdo.
Aun cuando se moría de curiosidad, el capitán Caldwell no lo demostró. Siguió conduciendo en silencio, con la cara iluminada por las luces del salpicadero. Vivien sentía la presencia de Russell en el asiento trasero; iba en silencio y con aire ausente. De todos modos, y por lo que recordaba haber leído en el ordenador portátil, detrás de aquel aspecto distraído vibraba la capacidad de captar detalles y referirse a estados de ánimo con aguda penetración. Después de participar en algo, lograba transmitirle a quien leía la sensación de haber estado allí con él. Era una manera muy diferente de tratar un argumento, muy distinto del de los artículos de prensa.
Y sólo Dios sabía cuánta necesidad de verdades había. El papel impreso, después de haber relatado y documentado las consecuencias de los atentados, después de haberse lanzado tras la pista de posibles reivindicaciones, se volcaría en una violenta campaña contra el trabajo de la policía y los otros organismos que investigaban, y lo haría muy pronto, acusándolos de no estar capacitados para garantizar la seguridad de los ciudadanos. Unos actos criminales como los que estaban devastando la ciudad, dentro de poco tendrían repercusiones políticas y ofrecerían argumentos válidos a quienes quisieran atacar al jefe Willard, al alcalde o a sus colaboradores. Cada persona con un mínimo de autoridad y responsabilidad en el caso, incluida ella misma, sería arrollada por una tormenta que desde lo alto descargaría su furia hacia abajo, y lo haría sin posibilidad de control.
Le sonó el móvil en el bolsillo. Era el teléfono personal de Bellew.
Respondió con la absurda esperanza de que todo hubiese terminado.
– Alan, dime.
– ¿Dónde estáis?
– Hemos aterrizado hace poco. Nos dirigimos al domicilio del sujeto.
A esas alturas, los nombres y apellidos se habían perdido. Había desaparecido todo rastro de identidad, sustituido por palabras frías e impersonales que permitían que en el punto de mira no hubiese un ser humano, sino sólo un «sujeto» o una «persona sospechosa».
– Bien. Aquí hemos descubierto una cosa rara, algo que no sé cómo interpretar.
– ¿Qué es?
– Hemos llegado al domicilio de Wendell Johnson. Como es natural, no había nadie. Pero ese tipo, aun sabiendo que estaba en una situación terminal, antes de que lo internaran en el hospital, pagó el alquiler de un año entero.
– Qué raro…
– Ya.
El capitán Caldwell desconectó la luz giratoria. Vivien comprendió que estaban llegando a destino.
– Alan, hemos llegado. Te llamaré apenas sepa algo.
– De acuerdo.
El coche giró a la izquierda y después de pasar frente a una serie de casas todas iguales, se detuvo al fondo de esa corta calle que era Fulton Street. Estaban frente al número 88, una casita a la que, por lo que se veía, le habría venido bien una mano de pintura y una reparación en el tejado. Había luz en las ventanas y Vivien agradeció el no verse obligada a sacar a nadie de la cama. Sabía que, en ese caso, sería necesario mucho tiempo antes de poder hablar con personas completamente despiertas.
– Es aquí. -Bajaron del coche y se dirigieron en fila india hacia la casa, por el caminito de entrada. Vivien dejó que el policía local los precediera, para no menoscabar su sentido de autoridad.
Caldwell llamó al timbre. Poco después se filtró una luz entre las franjas de cristal esmerilado de la puerta. Pasos ligeros y rápido de pies descalzos que se acercaban, y la puerta se abrió. Un niño rubio y pecoso de unos cinco años miró con perplejidad pero sin miedo al policía que lo miraba desde la altura de una torre.
Caldwell se agachó un poco y le habló amistosamente.
– Hola, campeón, ¿cómo te llamas?
El niño acogió con desconfianza ese acercamiento.
– Yo soy Billy. ¿Qué queréis?
– Hablar con Lester Jonson. ¿Está en casa?
El niño corrió hacia el interior, dejando la puerta abierta.
– Abuelo, la policía pregunta por ti.
Se veía un pasillo que terminaba en unas escaleras que llevaban a la planta alta. A la derecha un pequeño vestíbulo, y a la izquierda una puerta por la que el niño entró corriendo. Poco después salió un hombre de más de sesenta años, de aire enérgico, vestido con una camisa azul celeste y unos vaqueros descoloridos. Vivien pensó que ésa era la vestimenta de los reclusos en algunas prisiones. El hombre todavía tenía la melena espesa y sus ojos vivaces se desplazaron sobre las tres personas que esperaban fuera.
Vivien dejó que el capitán condujese las operaciones a su manera. Era su territorio y ella lo respetaba. Esperaba que en el momento justo tuviera la lucidez de apartarse.
– ¿Lester Johnson?
– Sí, soy yo. ¿Qué queréis?
La frase parecía formar parte del patrimonio dialéctico de la familia, porque era la misma que había pronunciado el niño.
– Soy el capitán Caldwell. Yo…
– Sí. Sé quién es usted. Más bien me pregunto quiénes son ellos.
Vivien decidió que era el momento de presentarse.
– Soy la detective Vivien Light, de la policía de Nueva York. Quisiera hablar con usted.
Lester Johnson la evaluó un instante, en un rápido y aprobador repaso de su aspecto físico.
– De acuerdo, síganme.
Los condujo hasta la puerta por la que había aparecido. Era una amplia sala de estar, con un sofá y butacas, en una de las cuales estaba sentado Billy, mirando dibujos animados en un televisor con pantalla de plasma. No obstante su aspecto exterior, el interior de la casa estaba muy bien, con tejidos y tapicerías de colores naturales. Vivien pensó que en todo ello se percibía la mano de una mujer.