– No puedo decírselo, pero sí hay algo que puedo afirmar con total seguridad. -Hizo una pausa para dar importancia a lo que iba a decirle-. Si su hermano no volvió no fue porque no quisiera. Su hermano murió en Vietnam, como tantos otros muchachos como él.
El hombre inspiró profundamente. Acababa de perder a su hermano por segunda vez.
– Gracias.
– Gracias a usted, señor Johnson. Salude a Billy de mi parte. Es un niño muy guapo.
Cuando la puerta se cerró, Vivien se sintió bien por haber ayudado a ese hombre a que resolviera sus dudas. Y por dejarlo solo para que se permitiera algunas lágrimas en memoria de su hermano. Mientras se acercaba al coche pensaba que para ellos, por el contrario, la certeza era todavía una meta lejana. Había viajado a Hornell convencida de que encontraría un punto de llegada, en cambio había encontrado un nuevo y precario punto de partida.
«Las guerras terminan. El odio dura para siempre.»
La frase de Russell le volvió a la cabeza cuando abría la puerta del coche. Un odio incubado durante años había llevado a un hombre a sembrar de bombas la ciudad. Un odio que había llevado a que otro las hiciera explotar» La esperanza de volver a Nueva York con otro estado de ánimo se había derrumbado ante la realidad. Sabía que durante todo el viaje de vuelta pensaría en las consecuencias de ese juego insensato que era la guerra, y en cómo era capaz de seguir cosechando víctimas aun después de muchos años.
29
Vivien no abrió los ojos enseguida cuando sonó el despertador.
Se quedó en la cama, disfrutando del contacto con las sábanas, con la pereza resultado de una noche de sueño entrecortado y sin descanso. Cuando se movió, se dio cuenta de que estaba atravesada en la cama, en diagonal. Era una señal del nerviosismo que la había hecho cambiar de posición durante el duermevela, y que había seguido después de haberse dormido. Estiró la mano para apagar el despertador. Eran las nueve. Se desperezó. La otra almohada aún tenía rastros del olor de Russell.
O ella imaginaba que era así, lo cual era peor.
En la penumbra echó una mirada a ese paisaje familiar que era su dormitorio. La continuidad de la investigación ya no estaba en sus manos, y Bellew le había aconsejado una noche de tregua. Ella había sonreído. Como si una tregua fuera posible con el móvil en la mesilla de noche, amenazando con sonar por momentos, portador de noticias como para esconder la cabeza bajo las mantas y desear despertarse cien años más tarde y a mil kilómetros de allí.
Se levantó, se puso un albornoz, cogió el teléfono y se dirigió descalza a la cocina para hacerse un café. Esa mañana, al contrario que de costumbre, no tenía ganas de desayunar. La sola idea de tener que comer algo le cerraba el estómago. La última vez que había comido fue con Russell en el quiosco del Madison Square Park.
Russell…
Mientras ponía el filtro en la cafetera, tuvo una sensación de despecho. Con todo lo que estaba pasándole, con un loco suelto que amenazaba con hacer que media ciudad volara por los aires, con Greta en la cama de una clínica en condiciones desesperadas, no le parecía justo ni posible que en su cerebro todavía hubiese sitio para pensar en Russell.
La noche anterior, a la vuelta de Hornell, había ido a casa con ella a recoger sus pertenencias y se había marchado. Él no le había pedido quedarse, y ella sabía que si se lo hubiese propuesto, él habría dicho que no.
De pie en el umbral de la puerta, antes de irse se había dado la vuelta para mirarla. Con esos ojos oscuros donde a la tristeza se había sumado la firmeza.
– Te llamo mañana por la mañana.
– Está bien.
Ella se había quedado inmóvil unos segundos frente a la puerta cerrada. Una puerta más de las muchas que en ese momento encontraba ante sí.
Vertió en la taza un café que, por más azúcar que le echara, le sabría siempre amargo.
Se dijo que había ocurrido lo que pasaba tantas veces en la vida. Quizá demasiadas veces. Había pasado una noche llena de la única forma de amor que el tiempo no cubría de escarcha, ese amor que se encendía por la noche para apagarse con la salida del sol y la mañana. Para él había sido así y ella debía sentirlo de la misma manera.
«Pero si son el precio que hay que pagar para tenerte, las acepto sin reticencias…»
– Vete a tomar por culo, Russell Wade.
Profirió a viva voz su exorcismo barriobajero y se quedó de pie, apoyada contra la encimera, tomando el café sin ganas. Se obligó a pensar en otra cosa.
En el Hornell Municipal Airport, un momento antes de que el helicóptero se elevara para llevarlos de regreso a Nueva York, había llamado al capitán Bellew para ponerlo al corriente de las malas noticias. Después de exponerle los hechos, el breve silencio le dijo que Bellew estaba tratando de sofocar una palabrota.
– Entonces, hay que empezar de cero.
Pero Vivien no se había dado por vencida.
– Todavía nos queda un camino por recorrer, Alan.
– Cuéntame.
Una leve nota de desconfianza en la voz del capitán.
– Hay que remontarse a la época de la guerra de Vietnam. A toda costa tenemos que averiguar qué les pasó al verdadero Wendell Johnson y al otro muchacho, el llamado Little Boss. Es la única agarradera que nos queda.
– Llamaré al jefe. A esta hora no creo que sea posible hacer nada, pero verás cómo por la mañana se pondrá en marcha de inmediato.
– Bien. Mantenme informada.
La conversación se había interrumpido por el rotor que comenzaba a dividir el aire. Ella y Russell habían subido al helicóptero y durante el viaje no hubo ruido capaz de interrumpir su silencio.
Sonó el teléfono. Como conjurado por su pensamiento, en la pantalla apareció el nombre de Bellew.
Vivien contestó.
– Aquí estoy.
– ¿Cómo estás?
– Estoy. ¿Tienes novedades?
– Sí. Y no son buenas.
Esperó en silencio el jarro de agua fría anunciado por Bellew.
– A primera hora de esta mañana Willard se puso en contacto con el ejército. El nombre de Wendell Johnson está clasificado como secreto militar. No es posible el acceso a su expediente de servicio.
Vivien sintió un torbellino de furia en el estómago.
– Pero ¿es que están locos? En un caso como éste…