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Bellew no la dejó terminar:

– Lo sé. Pero olvidas dos cosas, Light. La primera es que no podemos revelar los detalles del caso que nos ocupa. La segunda es que si lo hiciéramos sería un argumento demasiado endeble como para derribar la muralla que nos ponen delante. El jefe, en confianza, pidió la intervención del alcalde, quien como sabes tiene la potestad de consultar al presidente. De todos modos, estas cosas requieren cierto tiempo, incluso aunque intervenga el hombre más poderoso de Estados Unidos. Y si Wade ha dado en el blanco… precisamente es tiempo lo que nos falta.

– Es una locura, con todas esas personas muertas… -Y las que aún podrían morir, sugirió la frase inacabada.

– Sí, sí. Pero no podemos hacer nada. Ahora bien…

– ¿Más novedades?

– Una pequeña cosa, y ésta es para tu satisfacción personal. El análisis de ADN ha demostrado que el hombre emparedado es Mitch Sparrow. Lo viste con claridad, Vivien.

En otro momento, eso hubiera sido un éxito. Una víctima identificada, aunque no se hubiese dado con el asesino. Ahora fue sólo un pequeño orgullo sin alivio.

Vivien trató de ahuyentar el desagrado que le producía todo eso. Pero había algo que podía hacer durante la espera.

– Quiero echar un vistazo en la vivienda de ese hombre. -Estuvo en un tris de decir «Wendell Johnson», pero ese nombre ya no tenía sentido. Ahora para ellos había vuelto a ser el «fantasma de las obras».

– Les he dicho a los chicos que no toquen nada; sabía que me lo pedirías. Enviaré a un hombre a que te espere con las llaves.

– Muy bien. Voy ya mismo.

– Hay una cosa curiosa: en todo el apartamento casi no hay huellas dactilares. Y entre las pocas que se encontraron, ninguna se corresponde con las de Wendell Johnson que me envió el capitán Caldwell.

– ¿Significa eso que las ha limpiado?

– Tal vez. O quizá que el hombre no tenía huellas dactilares, que probablemente se le borraron a raíz de las quemaduras.

Un fantasma.

Sin nombre, sin cara, sin huellas dactilares.

Una persona que ni siquiera después de muerta aceptaba tener una identidad. Vivien se preguntó qué clase de experiencias había tenido que vivir ese desgraciado, y qué sufrimientos habría padecido para transformarse en lo que se había transformado, en cuerpo y alma. También se preguntó cuánto tiempo habría maldecido a la sociedad, aquella sociedad que le había arrebatado la vida sin pagarle nada. No tenía dudas sobre de qué modo se había vengado; decenas de muertos eran una prueba concluyente.

– Bueno, voy para allá.

– Mantente en contacto.

Vivien colgó y metió el teléfono en el bolsillo del albornoz. Enjuagó la taza en el fregadero y la puso en el secador. Fue al cuarto de baño y abrió la ducha. Poco después, mientras disfrutaba del tibio repiqueteo sobre la piel, pensó que toda esa historia, en su dramatismo, incluía algo grotesco. No porque su conclusión resultara huidiza, sino por el modo en que la suerte siempre le ofrecía vías de escape, por los sorprendentes escondites que la verdad se buscaba y finalmente encontraba.

Salió de la ducha, se secó y se vistió. Cuando tiró en el cesto de la ropa sucia lo que llevaba puesto desde el día anterior, le pareció sentir el olor del desengaño, algo que en su imaginación equivalía al de las flores muertas.

Cuando estuvo lista, cogió el teléfono y llamó a Russell.

Una voz impersonal le dijo que el abonado no estaba disponible o estaba fuera de cobertura.

Raro.

Le pareció muy extraño que Russell, con su ansiedad por participar, la oportunidad que se le ofrecía y la agudeza que había demostrado durante la pesquisa, hubiese descuidado tener operativo su teléfono. A lo mejor se había quedado dormido. Las personas habituadas a la vida disipada desarrollaban la capacidad de dormir cuando y donde querían, del mismo modo que lograban permanecer despiertos más horas de lo normal.

«Peor para él…»

Iría sola a hacer el reconocimiento de la vivienda. Era el modo en que solía trabajar y siempre le había parecido el mejor. Bajó las escaleras y salió a la calle. Se encontró con el sol y un cielo azul que en aquellos días seguían suavizando la tierra.

Cuando llegó al aparcamiento, Russell estaba junto al coche.

Estaba de pie y de espaldas. Vio que también él se había cambiado, aunque su ropa mostraba las señales de haber estado mucho tiempo en un bolso. Contemplaba el río, donde una gabarra arenera arrastrada por un remolcador navegaba contracorriente. Aquella imagen era un símbolo de victoria contra la adversidad, pero en ese momento era difícil compartirlo.

Russell se dio la vuelta apenas oyó pasos que se le acercaban.

– Hola.

– Hola. ¿Hace mucho que esperas?

– Un poco…

Vivien señaló el portal de su casa.

– Podías haber subido.

– No quería molestarte.

Vivien se dijo que quizá no quería encontrarse a solas con ella, pero saberlo con certeza no habría cambiado el sentido de las cosas.

– Te he llamado y tenías el teléfono apagado. Pensé que habías tirado la toalla.

– Por una serie de motivos, es algo que no puedo permitirme.

Vivien no consideró oportuno preguntarle por dichos motivos. Apretó el botón de apertura electrónica del Volvo y abrió la puerta. Russell lo rodeó y se sentó en el asiento del acompañante. Mientras Vivien arrancaba preguntó:

– ¿Adónde vamos?

– Al 140 de Broadway, en Brooklyn. A la casa del «fantasma de las obras».

Enfilaron la West Street para proseguir hacia el sur. Poco después dejaron atrás la boca del Brooklyn Battery Tunnel y siguieron en dirección a la F. D. Roosevelt Drive. Durante el viaje, Vivien le contó que el expediente de Wendell Johnson estaba protegido por el secreto militar y le explicó por qué no era posible acceder a él en un tiempo breve. Russell escuchó en silencio, con su habitual expresión ensimismada, como si estuviese elaborando una idea que no consideraba oportuno formular aún. Entretanto habían llegado al puente de Williamsburg y el agua del East River resplandecía allí abajo, apenas un poco encrespada por una brisa ligera. Al final del puente, doblaron a la derecha por Broadway y poco después se encontraron frente al número que buscaban.

Era un gran edificio de apartamentos con aspecto desgastado, como las otras centenares de colmenas anónimas que hospedaban en esa ciudad a personas igualmente anónimas. En lugares como ése la gente vivía durante años sin dejar señales de su presencia. A veces morían sin que nadie preguntase por ellos durante días.