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– Vivien, es un asunto de vida o muerte. No de mi vida, sino de la de muchas personas.

Un momento de indecisión. Un instante que, por el modo en que siguió hablando, al religioso debió de parecerle eterno.

– Es algo relacionado con las explosiones. Que Dios me perdone.

– ¿Las explosiones? ¿Qué tienes que ver tú con las explosiones?

– Ven enseguida, te lo ruego.

McKean colgó y Vivien se quedó inmóvil, de pie en medio de la habitación, sobre el recuadro de sol dibujado en el suelo por los caprichos de la ventana. Mientras hablaba por teléfono, como siempre le sucedía cuando estaba absorta, se había movido de un cuarto a otro. Ahora se encontraba en la sala de estar.

Russell la había seguido y se había quedado en el umbral de la puerta.

Lo miró, indecisa sobre qué decirle, pero también sobre qué decirse. Michael le había pedido hablar a solas. Si llevaba a Russell contrariaría al cura y tal vez lo cohibiría. Además, Russell podría enterarse de que su sobrina estaba en una comunidad de toxicómanos. No tenía ganas de soportar eso.

Habló deprisa. Dejaría para más tarde el descubrir si había hecho una buena elección.

– Debo ir a un lugar.

– ¿El singular significa que debes ir sola? ¿He entendido bien?

Durante la conversación telefónica a Vivien se le había escapado la palabra «explosiones», algo que había llamado la atención de Russell.

– Sí, he de ver a una persona y debo verla sola.

– Creía que teníamos un acuerdo.

Vivien le dio la espalda, pero se arrepintió.

– El acuerdo no es válido en esto.

– El capitán me dio su palabra de que podría seguir de cerca las investigaciones.

Vivien sintió una ráfaga de furia. Por lo que era él, por lo que era ella, por lo que estaba viviendo sin posibilidad de intervenir ni cambiar nada. Sólo la de padecerlo.

Se volvió de golpe, la voz seca, la expresión dura.

– Has tenido la palabra del capitán, no la mía.

El instante siguiente duró un siglo.

«No puedo creer que yo haya dicho esto…»

Russell palideció. Después se quedó mirándola, como se mira a una persona que se está yendo y no volverá nunca. La miró con una tristeza esencial, una mirada que parecía ser el reflejo de la añoranza.

Por fin, se dirigió a la salida sin que ella tuviera la fuerza de decir o hacer nada. La abrió y salió al pasillo. La última señal que tuvo de él fue la puerta que se cerraba con delicadeza.

Vivien se sintió más sola que nunca. Su impulso fue salir al pasillo y alcanzarlo, pero se dijo que no podía hacerlo. No en ese momento. No sin antes saber qué tenía que decirle el padre McKean. Estaba en juego la vida de muchas personas. Su propia vida y la de Russell pasaban a un segundo plano. De ahora en adelante apelaría a toda su fuerza de voluntad y a todo su coraje. Demasiado como para ocupar su mente en admitir que se había enamorado de un hombre que no la quería.

Esperó un momento, para darle tiempo a que saliera del edificio y se alejara. Mientras tanto, le retornaron como una acusación las palabras que le había dicho a Russell cuando estaban entrando.

Le había dicho que eran un equipo.

Él había confiado en ella y ella lo había traicionado.

30

Vivien abrió la puerta y vio el pasillo desierto y mal iluminado. La penumbra y la idea de que aquel hombre terrible lo hubiese recorrido durante años, que caminara cada día por aquella misma moqueta desvaída, le dieron la sensación de estar en un lugar hostil y malvado.

Una negra vieja y arrugada, con las piernas increíblemente torcidas, salió desde la esquina del rellano y caminó en su dirección apoyándose en un bastón. Con la mano libre sostenía una bolsa de la compra. Cuando vio a Vivien no pudo evitar hacer un comentario.

– Ah, por fin se lo han alquilado a un ser humano.

– ¿Señora?…

La vieja no se molestó en dar explicaciones y se paró ante la puerta de su casa, frente a la que Vivien acababa de cerrar. Sin explicación le tendió la bolsa. Quizá su edad y sus condiciones físicas le habían enseñado a imponerse antes que pedir. O quizá pensara que su edad y sus condiciones le daban en sí mismas el derecho a ciertas cosas.

– Tenga esto. Y recuerde que no doy propinas.

Vivien se encontró con una bolsa que olía a pan y cebollas. Sin dejar de apoyarse en el bastón, la mujer buscó en el bolsillo del abrigo, sacó una llave y la metió en la cerradura. Luego respondió a una pregunta no formulada:

– Ayer vino la policía. Ya sabía yo que ese tipo era un mal bicho.

– ¿La policía?

– Ya. Otras buenas piezas. Tocaron el timbre pero no abrí.

Después de esa declaración de desconfianza, Vivien decidió no identificarse. Esperó a que la vieja abriese la puerta. Inmediatamente apareció un gran gato negro. Cuando vio que su ama estaba en compañía de otra persona, emprendió una resuelta retirada. Impulsada por un reflejo, Vivien comprobó que tuviera las cuatro patas.

– ¿Quién vivía aquí antes de que yo…?

– Un tipo con la cara toda marcada. Un diablo. Tanto en el aspecto como en los modales. Un día llegó una ambulancia y se lo llevaron. Espero que hayan sido los del manicomio.

En su sentencia lapidaria, la mujer había dado en el blanco. El manicomio hubiera sido el lugar adecuado para que aquel hombre, fuera quien fuese, pasara todos los días de su vida. La vieja entró en su casa e indicó la mesa con un movimiento de la cabeza.

– Póngala allí.

Vivien entró tras ella y vio que el apartamento era el reverso idéntico del que acababa de inspeccionar. En la habitación había dos gatos más. Uno estaba durmiendo sobre una silla sin preocuparse por nada, era blanco y naranja. El otro, gris atigrado, saltó sobre la mesa. Vivien dejó la bolsa y el minino corrió a olfatearla.

La vieja le dio un cachete en el culo.

– Vete. Se come más tarde.

El gato bajó al suelo y corrió a esconderse bajo la silla donde dormía su camarada.

Vivien echó un vistazo rápido a la habitación. Era el triunfo de lo desparejo. No había una silla igual a otra. En un estante sobre el fregadero había una serie de vasos todos diferentes. Un pequeño caos de colores y cosas viejas. El tufo a orines de gato era más intenso que el que se olía en el vestíbulo.