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– Eres un soldado.

La expresión del cabo fue una respuesta más que evidente. La palabra Vietnam no se había pronunciado pero gravitaba en él aire.

– ¿Sorteo?

Había negado con la cabeza.

– Voluntario.

Por instinto había bajado la mirada al pronunciar esa palabra, como si conllevara una culpa. Y se había arrepentido. Levantó otra vez la cabeza y clavó la mirada en aquel hombre de pie frente a él.

– ¿Cómo te llamas, muchacho?

Esa pregunta lo tomó por sorpresa. El hombre se percató de su titubeo y se encogió de hombros.

– Un nombre vale lo que otro. Es sólo para saber cómo dirigirme a ti. Yo soy Lukas Terrance.

Se levantó y estrechó la mano que Terrance le ofrecía.

– Wendell Johnson.

A Lukas Terrance no lo habían sorprendido los guantes de algodón. Con un gesto de la cabeza indicó una gran camioneta negra y roja que tenía pintadas a los lados los mismos distintivos que el mono. Estaba junto a uno de los surtidores y un empleado negro le ponía gasolina. En el remolque llevaba un monoplaza para competiciones en circuitos de tierra. Era un artefacto raro, con ruedas al aire y una cabina donde costaba imaginar que pudiera caber un hombre. Una vez había visto un coche así en la portada de Hot Rod, una publicación de motores.

Terrance había aclarado la situación.

– Estoy viajando hacia el norte, hacia Cleveland, al MidOhio Speedway. Chillicothe no me queda exactamente de camino pero podré desviarme un poco. Si estás de acuerdo en viajar sin prisas ni aire acondicionado puedo llevarte hasta allí.

Había respondido con una pregunta.

– ¿Es usted piloto, señor Terrance?

El hombre rio. En la cara bronceada, al lado de los ojos, se le formaban arrugas como una telaraña.

– Oh, soy una especie de hombre para todo. Mecánico, chófer, asistente de parrilla… parrilla de salida y de barbacoa si fuera necesario.

Hizo un gesto con la mano, un gesto con el que resumía los hechos de la vida.

– En este momento Jason Bridges, o sea mi piloto, está viajando en avión, muy cómodo él. A los currantes nos esperan las fatigas, a los pilotos, la gloria. Pero, si te soy honesto, mucha gloria no llega. Como piloto es un fracaso. Sin embargo, sigue corriendo; es algo que ocurre cuando tu padre tiene la cartera llena. Los coches pueden comprarse, las pelotas no.

El muchacho negro había terminado de llenar el depósito y buscaba con la mirada al dueño de la camioneta. Cuando lo encontró hizo un ademán elocuente dando a entender que detrás había una fila de coches esperando. Terrance hizo un gesto que pretendía borrar todas las palabras dichas.

– Bien, ¿vamos? Si aceptas, desde este momento puedes llamarme Lukas.

Recogió el morral y siguió a Lukas Terrance.

La cabina de la camioneta era un revoltijo de mapas de carretera mezclados con números de Mad y Playboy. Terrance le había hecho sitio en el asiento del copiloto, apartando un paquete de galletas Oreo y una lata vacía de Wink.

– Lo siento. No es que tenga muchos pasajeros en este carromato.

Habían dejado atrás la gasolinera, con parsimonia, y después Florence y también Kentucky. Dentro de poco, esos instantes y esos lugares se convertirían en recuerdos. Ni siquiera malos recuerdos. Los bonitos, los verdaderos, los que había ansiado toda la vida, aún tenía que creárselos. Para eso iba allí.

Había sido un viaje agradable.

Había escuchado con atención las anécdotas sobre el mundo de las carreras que atesoraba su chófer. Y sobre todo las que concernían al piloto para quien trabajaba. Terrance era un buen hombre, soltero, sin domicilio fijo. Había vivido siempre en el ambiente de las carreras, pero no había logrado hacerse un sitio en aquellas realmente importantes, como la NASCAR o la Indy. Citaba nombres de pilotos famosos, como Richard Petty, Parnelli Jones o A. J. Foyt como si los hubiese conocido personalmente. Quizá los había conocido, ¿por qué no? En cualquier caso parecía darle placer el pensarlo y para los dos había sido una buena charla.

Ni una sola vez surgió el tema de la guerra.

Una vez cruzada la frontera del estado, la camioneta, con su cáscara de carreras a las espaldas, había enfilado la carretera 50, sin prisas y sin aire acondicionado. Era la carretera que llevaba a Chillicothe. En su asiento, con la ventanilla abierta y mientras escuchaba las historias de Terrance, poco a poco había visto cómo el atardecer se preparaba para volverse noche, con esa típica y persistente luminosidad propia de las tardes estivales. Poco a poco los lugares se le iban haciendo familiares, hasta que por fin apareció el cartel de «Bienvenidos a Ross County».

Estaba en casa.

O, mejor, estaba donde quería llegar.

Unos tres kilómetros después de Slate Mills le había pedido a su sorprendido compañero que parara. Lo había dejado solo y perplejo, para que continuara su viaje. Ahora caminaba en campo abierto como un fantasma. Lejos sólo se veían las luces de unas casas que en el mapa de carreteras figuraban con el nombre de North Folk Village, unas luces que le indicaban el camino. Y cada paso le parecía más agotador que todos los que había dado en el légamo del Vietnam.

Por fin, alcanzó la que había sido su meta desde que partiera de Luisiana. Menos de una milla antes de llegar al pueblo torció por un sendero a la izquierda, y después de un centenar de metros llegó a una construcción de cemento rodeada por una valla metálica. En la parte de atrás había un espacio iluminado por tres focos, donde había aparcados una grúa de ocho ruedas, Una furgoneta Volkswagen y un camión Mountaineer Dump con su correspondiente pala quitanieves.

Ésa había sido su casa en Chillicothe. Y sería su soporte en la última noche que pasara allí.

En el interior de la construcción no se veían luces que revelaran presencias.

Antes de seguir, se aseguró de que no había nadie en los alrededores. Finalmente siguió caminando, con la valla a la derecha hasta la parte más protegida por la oscuridad. Llegó a un matorral que lo resguardaba de ser visto. Puso el morral en el suelo y extrajo un par de pinzas que había comprado en una gasolinera durante el viaje. Cortó los alambres sólo lo suficiente para poder entrar. Imaginó la figura robusta de Ben Shepard allí, ante la abertura, y oyó la voz sibilante que gruñiría contra esos «malditos hijos de puta que no respetan la propiedad privada».

Ya dentro, se dirigió a una pequeña puerta metálica junto al portón corredero azul que se usaba como entrada de vehículos a la nave. Sobre el portón había un gran cartel blanco con letras azules. Indicaba, a quien estuviera interesado, que aquel lugar era la sede de la «Ben Shepard – Demoliciones, Reestructuraciones y Construcciones». No había conservado la llave, pero conocía el sitio donde su antiguo patrón dejaba una copia, si es que conservaba el hábito de hacerlo.