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Cuando se le acercó, comprobó que sus suposiciones no parecían muy lejos de la realidad. El hombre que tenía frente a sí la miraba con ojos apagados y huidizos. McKean no mostraba ni sombra de la vitalidad y la benevolencia que lo caracterizaban.

– Por fortuna has venido.

– Michael, ¿qué ocurre tan urgente? ¿Qué te pasa?

El padre miró alrededor. Un par de muchachos estaban reparando la alambrada del cercado al fondo del jardín. Un tercer chico, de pie junto a ellos, les alcanzaba las herramientas que necesitaban.

– Aquí no. Sígueme.

Se dirigió hacia la casa. Fueron a la habitación que había junto a la oficina, y que servía de dispensario. El cura abrió la puerta y entró.

– Ven, por favor. Aquí no nos molestará nadie.

Vivien lo siguió. La habitación estaba pintada de blanco. A la derecha, una camilla blanca adosada a la pared, cubierta con una sábana también blanca. Un poco más allá, en un rincón había un viejo biombo de hospital, restaurado y forrado con otra tela blanca. En la parte opuesta, un pequeño armario con medicinas, del mismo color. La sotana de Michael McKean destacaba como una mancha de tinta en la nieve.

El sacerdote sólo tuvo fuerzas para mirarla a los ojos un par de segundos.

– Vivien, ¿crees en Dios?

Ella reflexionó. Era imposible que McKean la hubiese citado con tanta premura sólo para una comprobación de su fe. Así pues, si le había formulado esa pregunta debía de ser por otro motivo.

– A pesar del trabajo que hago, soy una soñadora, Michael. Es lo máximo que puedo permitirme.

– Ésa es la diferencia entre nosotros. Un soñador alberga la esperanza de que sus sueños se hagan realidad.

McKean hizo una pausa y buscó la mirada de Vivien. En ese momento, por un instante fue el mismo de siempre.

– Un creyente tiene la certeza.

Se dio la vuelta y se acercó al armario de las medicinas. Apoyó la mano sobre la puerta y durante unos segundos se quedó mirando los envases y frascos.

Habló sin mirarla.

– Y lo que estoy por decirte es algo contrario a la certeza. Contrario a las enseñanzas que durante años me han impartido. Pero hay situaciones en las cuales los dogmas de la Iglesia se vuelven incomprensibles ante el sufrimiento humano. Ante muchos, demasiados sufrimientos humanos.

Otra vez se volvió hacia ella. Tenía el rostro lívido.

– Vivien, el hombre que puso las bombas en el Lower East Side y el Hudson ha venido a confesarse conmigo.

La detective se zambulló en las heladas aguas del Ártico. Quedó mucho tiempo bajo la superficie hasta que emergió para recuperar el aire.

– ¿Estás seguro?

Fue una pregunta instintiva que arrastraba muchos sobrentendidos. La respuesta que obtuvo fue, en cambio, prudente y calma, la de alguien que sabe explicar una cosa difícil de creer.

– Vivien, soy licenciado en psicología. Sé que el mundo está lleno de locos mitómanos capaces de confesar todas las culpas de la tierra con tal de obtener un poco de notoriedad. Sé que en algunas investigaciones la policía ha de concentrarse tanto en la búsqueda de los culpables como en quitarse de encima a los que se confiesan como tales. Pero este caso es diferente.

– ¿Por qué lo crees?

El cura se encogió de hombros.

– Por todo y por nada. Detalles, palabras, una entonación. Pero después del segundo atentado ya no tengo dudas. Es él.

Tras el asombro inicial, Vivien había vuelto a ser ella misma, vivificada por una descarga de adrenalina. Comprendía la trascendencia de lo que el sacerdote le confiaba. Y también qué batalla consigo mismo había librado y perdido antes de decidirse a hacerlo.

– ¿Puedes empezar desde el principio?

El padre McKean afirmó con la cabeza, en actitud de espera. Ahora que había abierto la caja de Pandora sabía, por experiencia, que Vivien cogería las riendas con eficiencia.

– ¿Cuántas veces lo has visto?

– Una.

– ¿Cuándo?

– El domingo por la mañana, el día después del primer atentado.

– ¿Qué te dijo?

– Me confesó lo que había hecho. Y me dijo que tenía intenciones de repetirlo.

– ¿Cómo te lo dijo? ¿Recuerdas las palabras que usó?

– Como si pudiera olvidarlas, Vivien… Me dijo que la primera vez había reunido la luz y la oscuridad. Y que la próxima vez uniría el agua y la tierra. -Hizo una pausa para reflexionar un momento-. Y así ha sido. La primera explosión se produjo al terminar el día, cuando la luz y la oscuridad se reúnen. La segunda ocurrió a orillas del río, de modo que la tierra y el agua volvieron a ser una sola cosa. ¿Sabes qué significa?

– Significa que está recorriendo el Génesis, con propósitos destructivos en vez de creativos -dijo Vivien.

– Exacto.

– ¿Te dijo por qué lo hace?

McKean se sentó en un taburete, como si las fuerzas lo estuvieran abandonando.

– Le formulé la pregunta casi con tus mismas palabras.

– Y él… ¿qué respondió?

– Respondió: «Soy Dios.»

Esa sentencia, pronunciada a media voz fuera del ámbito del confesionario, los hizo pensar en la demencia. En la huida sin retorno hacia la locura homicida, la que borra cualquier esperanza de indulgencia y sólo deja espacio al mal, hasta que el mal se manifiesta en toda su barbarie.

El clérigo volvió a apelar a sus estudios de psicología.

– Este hombre, sea quien sea, es mucho más que un asesino en serie, es un homicida de masas, un genocida. Dentro de sí reúne ambas patologías. Y de las dos muestra la furia y una sanguinaria carencia de discernimiento.

Vivien pensó que si hubiesen atrapado a ese hombre, se habrían presentado psiquiatras dispuestos a pagar por poder estudiarlo. Y muchas personas estarían dispuestas a pagar por poder matarlo con sus propias manos.