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– Sé que nunca he hecho nada para merecerlo, pero necesito que confíes en mí.

Después de un instante, la voz refinada de Margareth Taylor Wade le comunicó su rendición a través del teléfono.

tilín

– Tu padre estará en las oficinas de Nueva York durante un par de días. Ahora le hablo y te llamo.

Russell sintió que la euforia lo invadía con un efecto más eficaz que cualquier bebida alcohólica. Aquél era un inesperado golpe de suerte.

– Tengo el móvil descargado. Sólo dile que iré al despacho y que espero que me reciba. No me iré hasta que lo haga, aunque tenga que esperar todo el día. -Hizo una pausa y después dijo algo que no había dicho en años-: Gracias, mamá.

tilín

No tuvo tiempo de oír la respuesta porque con la última moneda se cortó la comunicación.

Salió a la calle e invirtió sus últimos dólares en un taxi que lo llevó hasta la calle Cincuenta. Y ahora estaba allí desde hacía dos horas, bajo la mirada de personas como el señor Klee, a la espera de que su padre le concediese audiencia. Sabía que no lo haría enseguida, que no dejaría escapar la ocasión de infligirle una nueva humillación, en la modalidad de espera. Pero él no se sentía humillado, sólo impaciente.

Y esperó.

Una secretaria alta y elegante apareció ante él. La moqueta había amortiguado el ruido de sus tacones en el pasillo. Era guapa, muy adecuada al lugar. Y si la habían elegido para ese trabajo, seguramente también era eficaz.

– Señor Russell, sígame, por favor. El señor Wade lo está esperando.

Mientras su padre viviera habría un solo y único «señor Wade», pero él tenía la posibilidad de cambiar eso. Y lo deseaba con todas sus fuerzas.

Se levantó de la butaca y siguió a la secretaria por un largo corredor. Mientras miraba cómo el trasero de la muchacha se movía con gracia bajo la falda, le salió una sonrisa. Pocos días antes, con seguridad, se habría exhibido con un comentario de mal gusto, cosa de poner en dificultades a la joven y así mortificar a su padre. Pero a continuación recordó que hasta pocos días antes ni siquiera habría soñado con entrar en ese despacho para encontrarse con Jenson Wade.

La secretaria se detuvo ante la puerta de noble madera oscura. Llamó con suavidad y, sin esperar respuesta, abrió y le indicó a Russell que entrara. Él lo hizo y oyó a sus espaldas el suave sonido de la puerta al cerrarse.

El monarca de ese imperio económico estaba sentado detrás de un gran escritorio puesto en diagonal; a sus espaldas, dos ventanales esquineros mostraban un panorama de la ciudad como para quitar el aliento. El contraluz se compensaba con lámparas estratégicamente distribuidas en aquel puesto de mando supremo. Hacía mucho tiempo que no se veían. Su padre estaba en forma, aunque había envejecido un poco. Russell lo observó mientras seguía leyendo unos documentos, ignorando su presencia. Jenson Wade era el vivo retrato de su hijo menor. Mejor dicho, era Russell quien guardaba un parecido con su progenitor que en el pasado se había revelado como algo que incomodaba a los dos.

Quien era el único señor Wade levantó la cabeza y lo miró con ojos sin concesiones.

– ¿Qué quieres?

A su padre no le gustaban los preámbulos. Y Russell no usó ninguno.

– Necesito ayuda. Y tú eres la única persona que conozco que me la puede dar.

– De mí no obtendrás ni un céntimo.

Russell sacudió la cabeza. Nadie lo había invitado a sentarse, pero él eligió un sillón y lo hizo, con calma.

– No necesito ni siquiera uno de esos céntimos.

Aquel hombre sin afecto lo miró a los ojos. Sin duda se estaba preguntado qué había pergeñado su hijo esta vez. Pero se encontró con algo inesperado. En ocasiones anteriores, su hijo nunca había tenido fuerza para sostenerle la mirada.

– Entonces ¿qué quieres?

– Estoy siguiendo una pista para un reportaje periodístico. Algo realmente grande.

– ¿Tú?

En ese monosílabo de incredulidad había años de fotos en la prensa amarilla, honorarios de abogados, confianza traicionada, dinero tirado a la basura. Años pasados llorando a dos hijos: a uno porque había muerto, a otro porque se empeñaba en que se lo considerase difunto. Y, al fin, había logrado superar el duelo.

– Sí. Puedo agregar que morirán muchas personas si no obtengo tu ayuda.

– ¿En qué problemas te has metido esta vez?

– No estoy metido en ningún lío. Pero hay mucha gente que sí lo está y no lo sabe.

La curiosidad había comenzado a aflorar en los ojos recelosos de Jenson Wade. Su tono se ablandó un poco. Quizás intuía que aquel Russell poseía una firmeza diferente de la de aquel que él conocía. En cualquier caso, las muchas desilusiones del pasado lo obligaban a moverse con extrema cautela.

– ¿De qué se trata?

– No te lo puedo decir. Éste es un punto de desventaja. Temo que tendrás que fiarte de mí.

Su padre se reclinó en el respaldo y sonrió como ante un chiste.

– Contigo la palabra fiarse me parece como mínimo exagerada. ¿Por qué debería fiarme?

– Porque te pagaré.

La sonrisa se transformó en una mueca. Cuando se hablaba de dinero, el señor Wade entraba en su coto de caza favorito. Y Russell sabía que en ese territorio había pocos que estuvieran a su altura.

– ¿Con qué dinero, propinas?

Russell le devolvió la sonrisa.

– Tengo algo que te gustará más que el dinero.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un papel doblado en tres. Lo extendió, se levantó del sillón y lo dejó sobre el escritorio. Jenson Wade cogió las gafas que había posado en la mesa, se las puso y leyó el papel.

Por la presente, el abajo firmante se compromete, desde el primer día del próximo mes de junio, a trabajar en las dependencias de Wade Enterprise durante tres años por la cifra de un dólar mensual.

Russell Wade

Russell vio la sorpresa recorrer la cara de su padre. La idea de tenerlo en su poder y de poder humillarlo a placer debía de ser una perspectiva alentadora. La imagen de Russell con un mono de trabajo limpiando los suelos y los baños, le habría dado una buena alegría.

– Supongamos que acepte. ¿Qué debería hacer?

– Tú tienes muchas relaciones en Washington. O, mejor aún, hay muchas personas en tu… lista de deudores, tanto en la política como en el ejército.

Tomó el silencio de su padre como una satisfecha admisión de su poder.