– Yo estoy siguiendo una pista, pero me he bloqueado ante un muro que no puedo derribar solo. Quizá gracias a ti pueda sortearlo.
– Sigue.
Russell se acercó al escritorio. Sacó del bolsillo las dos fotos, la del chico con el blindado y la que estaba con el gato. Antes de darle los originales a Vivien, las había escaneado y había impreso una copia de seguridad. Entonces se había sentido bastante culpable, pero ahora estaba contento de haberlo hecho.
– Es algo que tiene que ver con la guerra de Vietnam, a partir de 1970. Tengo el nombre de un soldado, Wendell Johnson, y estas fotografías de un hombre desconocido, pero que prestaba servicio junto a Johnson. Creo que los dos estuvieron metidos en algo extraño, algo que todavía hoy está bajo secreto militar. Tengo necesidad de saber una cosa. Y de saberlo en el menor tiempo posible.
El magnate se tomó su tiempo para reflexionar, fingiendo que estudiaba las fotos. Russell ignoraba que no serían sus palabras las que convencerían al padre, sino el tono con que las había dicho. Era ese acento apasionado que sólo la verdad puede tener.
Su padre le señalaba el sillón frente al escritorio.
– Siéntate.
Cuando lo hubo hecho, Jenson Wade apretó un botón del teléfono.
– Señorita Atwood, póngame con el general Hetch, enseguida.
Mientras esperaba, pulsó otro botón para activar el altavoz. Russell pensó que ese gesto se sustentaba en dos razones. La menos relevante era permitirle escuchar la conversación que se produciría. La segunda, y fundamental, que estaba por ofrecerle al hijo una nueva demostración de lo que significaba su apellido.
Poco después, una voz ruda y ligeramente ronca invadió la habitación.
– Hola, Jenson.
– Hola, Geoffry, ¿cómo estás?
– Acabo de terminar mi partida de golf.
– ¿Golf? No sabía que jugaras al golf. Debemos jugar una partida tú y yo.
– Estaría muy bien.
– Apúntalo en la agenda, amigo.
Hasta ahí llegaron los prolegómenos sociales. Russell sabía que cada año su padre gastaba fortunas para resguardarse de escuchas inconvenientes, por lo que también sabía que la conversación se desarrollaría sin ambages.
– Bien, ¿qué puedo hacer por ti?
– Necesito un gran favor. Un favor que sólo tú puedes hacerme.
– Veamos si puedo.
– Es algo de vital importancia. ¿Tienes papel y pluma a mano?
– Un momento.
Se oyó al general pedirle a alguien papel y lápiz. Enseguida volvió al teléfono, y al despacho de Wade.
– Dime.
– Apunta este nombre: Wendell Johnson. Guerra de Vietnam, desde 1970.
El silencio indicó que el general estaba escribiendo.
– ¿Has dicho Johnson?
– Sí.
Jenson Wade esperó un momento antes de continuar.
– Estuvo metido, junto con un camarada de armas, en algo que está bajo secreto militar. Quiero saber de qué se trata.
Russell advirtió que su padre usaba casi las mismas palabras que las usadas por él cuando le formuló el pedido.
Fue un pequeño detalle que lo puso de buen humor.
En cambio, del otro lado del teléfono lo que llegó fue una enérgica protesta.
– Jenson, no pensarás que puedo meter las narices en…
Fue cortada de raíz por la voz dura del amo de la Wade Enterprise.
– Sí que puedes. Si lo piensas bien, verás cómo puedes.
Esa frase estaba repleta de referencias y sobrentendidos, algo que sólo a ellos dos pertenecía. El tono del general cambió de golpe.
– Está bien. Veré qué puedo hacer, Jenson. Dame veinticuatro horas.
– Te doy sólo una.
– Pero Jenson…
– Apenas sepas algo, me llamas. Estoy en Nueva York.
Jenson Wade colgó antes de que el general pudiese replicar. Se levantó de su sillón y echó una mirada fuera de la ventana.
– No nos queda más que esperar. ¿Has comido?
Russell tenía hambre.
– No.
– Le diré a mi asistente que ordene algo para ti. Ahora tengo una reunión en la sala de juntas. Estaré de vuelta para cuando llame Hetch.
Salió por la puerta sin agregar nada y dejó a Russell respirando el aire del despacho, impregnado de un aroma a puros caros, madera noble y pasadizos secretos. Se acercó a la ventana y contempló el infinito horizonte de techos dividido al medio por la cinta de East River, como una brillante carretera de agua bajo el sol.
Poco después entró la secretaria de antes con una bandeja. Una campana de plata protegía el plato, y a su lado había una pequeña botella de vino, una copa, pan y cubiertos. Puso la bandeja sobre la mesita de cristal frente al sillón.
– Aquí tiene, señor Russell. Me he tomado la libertad de ordenar un entrecot poco hecho. ¿Está bien?
– Perfecto.
Russell se acercó a la muchacha, que se había quedado de pie y lo observaba con curiosidad. De algún modo, su actitud era sugerente. Con una sonrisa y la cabeza levemente ladeada, con el cabello largo se tocó la barbilla.
– Eres una persona muy famosa, Russell. Y muy atractivo.
– ¿Tú crees?
La mujer se acercó un paso y le metió una tarjeta en el bolsillo con una sonrisa.
– Me llamo Lorna. Éste es mi número. Si quieres, puedes llamarme.
La siguió con la mirada mientras se dirigía a la puerta. Antes de salir, ella se volvió otra vez. En su mirada persistía la invitación.
Russell se quedó solo. Se sentó y empezó a comer el entrecot, pero no tocó el vino. Se dirigió a una pequeña nevera empotrada en un mueble frente al sofá y cogió una botella de agua. En su mente reapareció un momento de sol, mar, viento y cercanía.
Con otra mujer.
«Pero dado que estás conmigo podemos decir que los dos estamos de servicio. Por lo tanto: nada de alcohol…»
Mientras comía, recordaba dos pésimas actividades para ser hechas al mismo tiempo, especialmente con los pensamientos que le cruzaban la mente. Se obligó a terminar la comida evocando el consejo de Vivien. No sabía cuándo tendría la posibilidad de volver a comer.