El hombre siguió a la caza de cigarrillos con su voz ronca.
– Venga… ¿tienes o no tienes un cigarrillo?
Russell se puso de pie. Instintivamente, el hombre retrocedió un poco.
– Aquí no se puede fumar.
– Joder, ya estoy en la cárcel. ¿Qué quieres que hagan, que me arresten? -Su compañero de infortunio subrayó la ocurrencia con una risotada llena de flemas.
Russell no tenía cigarrillos, tampoco humor para seguir hablando con aquel distinguido fumador.
– Déjame en paz.
El hombre vio que no conseguiría nada y, farfullando un incomprensible anatema, se tendió en el catre adosado a la pared. Se dio la vuelta y puso una chaqueta enrollada bajo la cabeza a modo de almohada.
Después de un instante ya roncaba.
Russell se acercó a los barrotes. Al frente, la pared de un pasillo que se extendía a la izquierda. A la derecha adivinaba otra celda, de la cual no llegaba ningún ruido. Quizá los virtuosos habitantes de Chillicothe no daban motivos a las autoridades para ser invitados a visitas frecuentes. Hizo lo mismo que el otro y se echó en el catre. Miró un techo que parecía recién pintado. Pensó en cómo había logrado una vez más pasar la noche en una celda.
Su padre había cumplido.
A los cinco minutos de llegar a la terraza del edificio, un helicóptero se había posado con gracia sobre la plataforma del tejado. Seguramente el piloto había sido advertido de la urgencia, porque no apagó los motores. Un hombre bajó del lado del copiloto y se acercó a Russell, caminando agachado para protegerse del desplazamiento del aire producido por las palas. Lo cogió del brazo e, indicándole que caminara agachado, lo acompañó hasta el aparato.
Sólo el tiempo de cerrar la portilla y colocarse el cinturón de seguridad, y ya estaban en vuelo. Bajo ellos, la ciudad pasó a toda velocidad transformándose casi enseguida en la pista de vuelos privados del aeropuerto Fiorello La Guardia. El piloto posó el aparato junto a un pequeño y esbelto Cessna CJ1 con los emblemas de la Wade Enterprise.
Ya tenía las turbinas encendidas y una asistente de vuelo lo recibió junto a la pequeña escalera. Era una chica rubia con uniforme beige y una camiseta clara que recordaban los tonos del logotipo de la corporación. Russell se acercó sintiendo a sus espaldas el helicóptero que levantaba vuelo y se alejaba.
– Buenas tardes, señor Wade. Me llamo Sheila Lavender. Seré su asistente durante todo el vuelo.
Le señaló el interior del avión.
– Pase, por favor.
Russell lo hizo y se encontró en una elegante cabina con cuatro cómodos asientos para los pasajeros. En la cabina de mando, dos pilotos estaban en sus puestos. Delante de ellos tenían una miríada de instrumentos que, para un profano, hablaban un lenguaje incomprensible.
Sheila le indicó las butacas.
– Póngase cómodo, señor Wade. ¿Puedo servirle alguna bebida?
Russell se sentó en un asiento, percibiendo que lo acogía con suavidad. Había decidido no beber, pero quizá se mereciera una copa. Con una pizca de cinismo pensó que su reglamento de servicio era mucho menos estricto que el de Vivien.
– ¿Tiene whisky de la reserva personal de mi padre?
La azafata sonrió.
– Sí, estamos provistos.
– Bien, entonces beberé un sorbo. Con un poco de hielo, por favor.
La chica se atareó en un mueble bar. Por el interfono llegó la voz del piloto.
– Señor Wade, soy el comandante Marcus Hattie. Buenas tardes y bienvenido a bordo.
Russell hizo un gesto hacia la cabina para devolver el saludo.
– Hemos escogido este avión porque sus dimensiones permiten aterrizar y despegar en la pista del Ross County Airport. Lamentablemente, en este momento tenemos un problema de tráfico aéreo. Estamos en lista de espera y me temo que tengamos que aguardar unos minutos antes de despegar.
Russell mostró contrariedad. Si la prisa hubiese sido velocidad, a pie habría llegado a su destino antes que aquel avión. La llegada de Sheila con un vaso le calmó un poco la ansiedad. Miró por la ventanilla con toda la calma que le proporcionó el whisky. Al cabo de un interminable cuarto de hora, el avión se movió y llegó a la pista. Un potente empuje de las turbinas, una sensación de vacío y ya estaban en el aire, describiendo un giro para poner rumbo a Chillicothe, Ohio.
Russell miró el reloj y después el sol en el horizonte, tratando de hacer una previsión de la duración del viaje. Entonces se oyó la voz del piloto.
– Hemos despegado. Estimamos que la llegada a destino se producirá en poco menos de dos horas.
Durante el viaje, intentó llamar a Vivien un par de veces, pero su móvil estaba siempre ocupado. Russell supuso que, tal como estaban las cosas, estaría recibiendo y haciendo muchas llamadas. Y con lo que había ocurrido, no estaba seguro de que Vivien quisiera hablar con él.
«Tienes la palabra del capitán, no la mía.»
El recuerdo de esas palabras hizo que el whisky se volviera amargo de repente. Para mejorarlo le agregó el sabor de la revancha, cuando le revelara que había encontrado él solo lo que habían estado buscando juntos.
Después de dos siglos y otro par de vasos, el piloto informó que estaban iniciando el descenso. Otra vez, como en el viaje de unos días antes, la oscuridad lo sorprendió en pleno vuelo. Pero esta vez las luces de abajo le parecieron una promesa más fácil de cumplir. Sin olvidar que las promesas también las cumplían los locos asesinos.
El aterrizaje fue perfecto y el aparato llegó sin novedad hasta el edificio de la terminal. Cuando por fin se abrió la portilla y puso los pies en tierra, se encontró con un panorama prácticamente igual que el del pequeño aeropuerto de Hornell.
A un lado del edificio bajo y largo había una persona que lo esperaba junto a un coche. Un Mercedes negro de cuatro puertas, brillante bajo los focos de la terminal. Su padre no había ahorrado costes. Pero recordó que debería pagar esos lujos con el sudor de su frente. Dejó de sentirse culpable.