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Se acercó al coche, donde lo recibió un hombre alto y delgado, con pinta de quien está más acostumbrado a alquilar coches fúnebres que automóviles de pasajeros.

– ¿El señor Russell Wade?

– Yo mismo.

– Richard Balling, de la Ross Rental Service.

Ninguno de los dos tendió la mano a modo de saludo afable. Russell tuvo la impresión de que Balling albergaba cierto desprecio hacia los que bajaban de un jet privado y se encontraban con un Mercedes esperándolos. Aun cuando él cobrara por ello.

– Este es el coche reservado para usted. ¿Necesita un chófer?

– ¿El coche tiene GPS?

El hombre lo miró escandalizado.

– Naturalmente, señor.

– Entonces conduciré yo.

– Como prefiera.

Esperó a que el hombre rellenase los formularios con sus datos, los firmó y subió al vehículo.

– Por favor, ¿puede indicarme la dirección del sheriff?

– El veintiocho de North Paint Street. Naturalmente, en Chillicothe. ¿Puede llevarme hasta la ciudad?

Mientras ponía en marcha el motor, Russell le dedicó una sonrisa cómplice.

– Naturalmente que no.

Arrancó haciendo chirriar las ruedas sobre el balasto sin cuidarse de las legítimas preocupaciones de Balling por su criatura. Mientras conducía, programó el navegador. En la pantalla apareció la carretera y un punto de llegada a una distancia de catorce kilómetros y medio, con un tiempo de viaje de veintiún minutos. Dejó que la persuasiva voz de la señorita electrónica lo guiara hasta aconsejarle que tomara a la derecha la carretera 104. Mientras se acercaba a la ciudad pensó en sus próximos movimientos. No había confeccionado un programa preciso. Disponía de un nombre y unas fotos. Lo primero sería pedirle informaciones al sheriff, después actuaría en consecuencia. Había llegado allí dejándose guiar por la improvisación. Y continuaría en esa línea. Sin darse cuenta, la larga recta lo llevó a pisar el acelerador, hasta que una luz giratoria y un sonido agudo a sus espaldas llegaron para pedirle explicaciones.

Aparcó a la derecha y esperó la inevitable aparición del agente. Bajó la ventanilla para ver que un uniformado se tocaba el sombrero a modo de saludo.

– Buenas noches, señor.

– Buenas noches, oficial.

– Por favor, carnet de conducir y papeles del coche.

Russell le dio los documentos del Mercedes, el certificado de alquiler y el carnet. El agente, que llevaba la insignia del Ross County, los examinó. Era un tipo corpulento, de nariz ancha y picado de viruelas.

– ¿De dónde viene, señor Wade?

– De Nueva York. Acabo de aterrizar en el aeropuerto Ross County.

La mueca del policía le hizo comprender su error. Quizás aquel agente perteneciera a la misma escuela de pensamiento que el señor Balling.

– Señor Wade, me temo que hay un problema.

– ¿Qué problema?

– Usted circulaba como una bala. Y por su aliento deduzco que la bala estaba un poco colocada.

– Agente, no estoy borracho.

– Eso lo comprobaremos. Bastará con que sople en un globo, como cuando era niño.

Bajó del Mercedes y siguió al agente hasta su coche. Hizo lo que se le pedía pero lamentablemente el resultado no fue el mismo que en su infancia. La reserva personal del whisky de Jenson Wade no permitió que su soplo fuera el de un niño.

El agente lo miró con aire satisfecho.

– Tendrá que acompañarme. ¿Lo hará por las buenas o debo esposarlo? Le recuerdo que la resistencia al arresto es un agravante.

Russell lo sabía demasiado bien. Era un detalle que había aprendido pagándolo muy caro.

– No hacen falta esposas.

Para tranquilidad de Balling dejó el Mercedes en una plazuela y luego subió al coche patrulla. Mientras bajaba del vehículo en el número 28 de North Paint Street, un pensamiento lo animó un poco. Estaba buscando la oficina del sheriff y la había encontrado.

El sonido de pasos en el pasillo hizo que se acercara a los barrotes. Poco después, un hombre de uniforme se detuvo ante la puerta de la celda.

– ¿Russell Wade?

– Soy yo.

El agente le hizo un gesto con su cabeza medio calva. Parecía el hermano bienhechor del tipo que dormía y roncaba en el catre.

A lo mejor lo era.

– Ven. Estás de suerte.

Después del ruido de la cerradura que se abría y del chirrido de las rejas, se encontró siguiendo al hombre por el pasillo. Se detuvieron ante una puerta con una placa donde se leía que Thomas Blein era el sheriff del Ross County. El agente llamó y abrió sin esperar respuesta. Le indicó que entrara y cerró la puerta a sus espaldas. El día antes, Russell había vivido una situación casi idéntica. Le hubiera gustado decirle al agente que se sentía feliz de no haber recibido las mismas atenciones de la secretaria de su padre, pero no le pareció oportuno hacerlo.

En la oficina había dos hombres y un vago aroma a cigarro. Uno estaba sentado a un escritorio lleno de papeles, sin duda era el Thomas Blein anunciado en la puerta. Alto, de abundante cabellera blanca, rostro sereno pero decidido. Su cuerpo delgado cobraba presencia con el uniforme, que a la vez le otorgaba la justa importancia.

El otro, sentado en una silla frente al escritorio del sheriff, era un abogado. No lo parecía por el aspecto, pero el hecho de que estuviese allí y las palabras del policía lo hacían suponer. La confirmación llegó cuando el de aire bonachón pero mirada firme se levantó y le tendió la mano.

– Buenos días, señor Wade. Soy Jim Woodstone, su abogado.

La noche anterior había usado la única llamada permitida y lo había hecho al avión, a un número que le había facilitado la azafata. Después de explicarle la situación en que se encontraba, le pidió que informara a su padre. Le pareció que a Sheila Lavender no le sorprendía su aprieto.