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Martes, 6 de noviembre

Es una niña muy interesante. En algunos aspectos es más pequeña que sus coetáneos y en otros mucho mayor; no tiene dificultades para hablar con los adultos, pero con otros niños se muestra torpe, como si pusiese a prueba su nivel de competencia. Conmigo se mostró comunicativa, divertida, locuaz, soñadora y voluntariosa, aunque con una cautela instintiva en cuanto abordé, muy por encima, el tema de su excepcionalidad.

Es evidente que nadie quiere que lo consideren diferente. Por su parte, la reserva de Annie va más lejos. Da la sensación de que oculta algo al mundo, una cualidad extraña que, si se conociera, podría resultar peligrosa.

Es posible que otros no la vean, pero yo no soy otros y me siento atraída por ella de una forma irresistible. Me pregunto si sabe lo que es, si lo comprende, si tiene la más remota idea del potencial que contiene esa cabecita arisca.

Hoy volví a verla cuando regresaba del liceo. No se mostró…, no se mostró fría sino, ciertamente, menos confiada que ayer, como si fuese consciente de que ha superado un límite. Como ya he dicho, se trata de una niña interesante, más si cabe por el desafío que plantea. Presiento que no es insensible a la seducción, pero va con cuidado, con mucho cuidado y tendré que trabajar despacio para no atemorizarla.

Así fue como nos limitamos a hablar un rato, durante el cual no mencioné su otreidad, el lugar que llama Lansquenet ni la chocolatería. Luego cada una siguió su camino, aunque antes de separarnos le conté dónde vivo y dónde trabajo actualmente.

¿He dicho trabajo? Todo el mundo necesita trabajo. A mí me sirve de excusa para jugar, para estar con las personas, para observarlas y descubrir sus secretos recónditos. Es evidente que no necesito dinero, lo que me permite aceptar el primer trabajo conveniente que me ofrecen, el único que cualquier mujer puede conseguir sin problemas en un sitio como Montmartre.

No, no me refería a ese trabajo, sino al de camarera.

Hacía muchísimo que no trabajaba en una cafetería. En realidad, no lo necesito, ya que el salario es miserable y el horario todavía peor, pero tengo la sensación de que ser camarera se adecúa a Zozie de l'Alba y, por añadidura, me proporciona una buena posición desde la que observar las idas y venidas del barrio.

Encajada en la esquina de la rue des Faux-Monnayeurs, Le P'tit Pinson es una cafetería a la vieja usanza, de la época sórdida de Montmartre; un antro oscuro, cargado de humo y revestido con paneles de grasa y nicotina. El dueño se llama Laurent Pinson y es un parisino autóctono, de sesenta y cinco años, con bigote agresivo y deficiente higiene personal. Al igual que el propio Laurent, el atractivo del café suele reservarse para la generación más entrada en años, que agradece sus precios modestos y el plato del día, y para personas caprichosas como yo, que disfrutan de la impresionante descortesía del propietario y del extremismo político de los parroquianos más viejos.

Los turistas prefieren la place du Tertre, con sus bonitas y pequeñas cafeterías y las mesas con manteles de guinga. También se decantan por la pastelería art déco de la parte baja de la colina, con la enjoyada exposición de tartas y confitados, o por el salón de té de la rue Ramey. Los turistas no me interesan. Lo que sí me atrae es la chocolatería, que veo claramente al otro lado de la plaza. Desde aquí diviso quién entra y sale, cuento los clientes, superviso los repartos y, en un sentido amplio, conozco el ritmo de su modesta existencia.

En términos prácticos, las cartas que robé el primer día no han resultado útiles. Birlé una factura matasellada el veinte de octubre, que decía «Pagada en efectivo», y enviada por Sogar Fils, proveedor de dulces. ¿Quién paga en efectivo en esta época? Se trata de una forma de pago poco práctica y sin sentido, parece impensable que la mujer no tuviese una cuenta bancaria, y continúo tan desinformada como antes.

El segundo sobre contenía una tarjeta de pésame por la muerte de madame Poussin y estaba firmada por Thierry, que enviaba un beso. El matasellos era de Londres y, como quien no quiere la cosa, había añadido: «Nos veremos pronto. Haz el favor de no preocuparte».

La guardé para usarla más adelante.

El tercer correo era una descolorida postal del Ródano que resultó incluso menos informativa: «Voy hacia el norte. Pasaré si puedo». La firmaba «R» y solo iba dirigida a «Y y A», aunque la letra era tan torpe que la i griega parecía una uve.

El cuarto correspondía a correo basura que ofrecía servicios financieros.

Sigo diciéndome que todavía hay tiempo.

– ¡Hola, pero si eres tú!

Otra vez el artista. Ya lo conozco; se llama Jean-Louis y su amigo de la boina es Paupaul. Los veo a menudo en Le P'tit Pinson; beben cerveza y ligan con las señoras. Cobran cincuenta euros por un dibujo a lápiz; digamos que diez por el retrato y cuarenta por los halagos. Han convertido su montaje en un bello arte. Jean-Louis es una persona encantadora, las mujeres sencillas son particularmente sensibles a sus atenciones y, más que su talento, es su insistencia la clave de su éxito.

– No pierdas el tiempo, no te lo compraré -puntualicé cuando abrió el bloc de dibujo.

– En ese caso se lo venderé a Laurent -replicó y guiñó el ojo-. Aunque también es posible que me lo quede.

Paupaul simula indiferencia. Es mayor que su amigo y posee un estilo menos exuberante. A decir verdad, casi nunca habla; suele permanecer de pie ante el caballete en la esquina de la plaza, mira el papel con el ceño fruncido y de vez en cuando lo araña con aterradora intensidad. Posee un bigote intimidador y hace que los clientes pasen largos ratos sentados mientras pone cara de contrariedad, rasca el papel y masculla enérgicamente para sus adentros hasta obtener una obra de proporciones tan disparatadas que los retratados quedan anonadados y sueltan la pasta.

Jean-Louis no había terminado de dibujarme cuando me abrí paso entre las mesas.

– Te advierto que cobro -anuncié.

– Piensa en los lirios -replicó Jean-Louis alegremente-. Ni trabajan ni reclaman honorarios como modelos.

– Los lirios no tienen que pagar facturas a fin de mes.

Esa misma mañana me presenté en el banco. Esta semana he ido cada día. Retirar veinticinco mil euros en efectivo llamaría excesivamente la atención, mientras que sacar varias veces cantidades modestas, mil por aquí y dos mil por allá, apenas se recuerdan de un día para otro.

Siempre digo que de nada sirve creerte la sal de la tierra.

No me presenté en el banco como Zozie, sino como la compañera de trabajo a cuyo nombre abrí la cuenta: Barbara Beauchamp, secretaria con un historial de fiabilidad hasta entonces impoluto. Vestí con discreción; aunque la verdadera invisibilidad es imposible, además de llamar demasiado la atención, la discreción está al alcance de todos y una mujer anodina, con gorro y guantes de lana, pasa desapercibida casi en cualquier parte.

Por eso lo percibí en el acto. Cuando me detuve en el mostrador experimenté una peculiar sensación de escrutinio, una alerta sin precedentes en sus colores, la petición de que esperase mientras preparaban el dinero que había solicitado, el aroma y el sonido de que algo no estaba del todo bien.

No me quedé para confirmarlo. Abandoné el banco en cuanto el cajero desapareció de mi vista, metí el talonario de cheques y la tarjeta en un sobre y lo introduje en el buzón más próximo. La dirección era falsa; los objetos incriminatorios se pasean tres meses de una oficina de correos a otra, terminan en el depósito de envíos sin destinatario conocido y nunca más se sabe. Si alguna vez tengo que deshacerme de un cadáver haré lo mismo: enviaré paquetes con manos, pies y fragmentos de torso a confusas direcciones de toda Europa mientras la policía busca inútilmente una tumba recién cavada.