Thierry ha mencionado el tema únicamente una vez. Ha aludido de forma indirecta a su piso como una mansión en la rue de la Croix, al que hemos sido invitadas muchísimas veces y que, según dice, necesita un toque femenino.
«Un toque femenino…» ¡Vaya frase anticuada! También hay que reconocer que Thierry está chapado a la antigua. Pese a su interés por los chismes, el móvil y el equipo surround, se mantiene fiel a los ideales de siempre y a una época más simple.
Eso es: simple. La vida con Thierry sería muy simple. Siempre habría dinero para lo necesario. El alquiler de la chocolatería siempre estaría pagado. Anouk y Rosette estarían atendidas y seguras. ¿No es suficiente con que nos quiera a mis hijas y a mí?
«Vianne, ¿es suficiente?» Es lo que dice la voz de mi madre, que últimamente se parece mucho a la de Roux. «Recuerdo una época en la que querías más.» «¿Cómo tú, madre?», replico en silencio. Arrastraste a tu hija de un sitio a otro, siempre a la fuga, viviendo…, viviendo eternamente al día, robando, mintiendo y conjurando; seis semanas, tres semanas, cuatro días en un sitio y a seguir el camino sin hogar ni escuela, a pregonar sueños, a echar las cartas para trazar el mapa de nuestros viajes, a vestir ropa de quinta mano con las costuras dadas, como sastres demasiado atareados para reparar nuestras prendas.
«Vianne, al menos sabíamos lo que éramos.» Fue una réplica fácil, la que cabía esperar de mi madre. Además, yo sé lo que soy. ¿O no?
Pedimos espaguetis para Rosette y el plato del día para los demás. Había pocos clientes, incluso tratándose de un laborable, y el ambiente estaba impregnado de olor a cerveza y a Gitanes. Laurent Pinson es el mejor cliente de su propio local; francamente, de no ser así, supongo que hace años que habría cerrado. Con papada, sin afeitar y malhumorado, considera a los clientes intrusos de su tiempo libre y no disimula el desdén que siente hacia todo el mundo, salvo el puñado de parroquianos que, además, son sus amigos.
Soporta a Thierry, que en esta ocasión interpreta a un parisino insolente, ya que hace acto de presencia en la cafetería con un «Hé, Laurent, ça va, mon pote!» y golpea la barra con un billete de alto valor. Laurent sabe que entiende de propiedades, incluso le ha preguntado cuánto podrían pagarle por la cafetería una vez restaurada, por lo que ahora lo llama «monsieur Thierry» y lo trata con una deferencia que podría ser respeto o tal vez la expectativa de un futuro acuerdo.
Reparé en que hoy estaba más presentable: traje impecable, aroma a colonia, el cuello de la camisa abotonado y una corbata que había visto por primera vez la luz del día a finales de los años setenta. Supuse que se trataba de la influencia de Thierry, pero posteriormente cambié de parecer.
Los dejé y me senté; pedí café para mí y Coca-Cola para Anouk. Antes habríamos tomado chocolate caliente con nata y nubes de algodón que habríamos pescado con la cucharilla, pero ahora Anouk solo bebe Coca-Cola. Actualmente no bebe chocolate; al principio pensé que tenía que ver con la dieta y sé que es absurdo sentirse dolida por eso, como que te afecte la primera vez que se negó a que le contase un cuento antes de dormirse. Es una cría muy risueña… en la que cada vez más percibo esas sombras, esos rincones a los que no estoy invitada. Los conozco bien porque yo fui igual y… ¿no forma parte de mi temor la certeza de que, a su edad, yo también ansiaba largarme, escapar de mi madre de todas las maneras posibles?
Había una camarera nueva que me resultó lejanamente conocida: piernas largas, falda de tubo y el pelo recogido con una coleta. Al final la reconocí por el calzado.
– Es Zoé, ¿no? -pregunté.
– Zozie -me corrigió y sonrió-. Vaya establecimiento, ¿eh? -Hizo un ademán cómico, como si nos invitara a pasar. Bajó la voz para añadir con tono susurrante-: Por si eso fuera poco, creo que le gusto al dueño.
Thierry se desternilló de risa y Anouk esbozó una ligera sonrisa.
– Solo es un trabajo transitorio, hasta que encuentre algo mejor -apostilló Zozie.
El plato del día consistía en choucroute garnie, alimento que relaciono con la época que pasamos en Berlín. Estaba sorprendentemente bien elaborado para Le P'tit Pinson, hecho que atribuí a Zozie más que al renovado interés culinario de Laurent.
– Dado que se acercan las navidades, ¿no necesita ayuda en la chocolatería? -preguntó Zozie mientras retiraba las salchichas de la parrilla-. En caso afirmativo, me ofrezco como voluntaria. -Miró por encima del hombro a Laurent, que desde su rincón simuló desinterés-. Está claro que no me gustaría nada tener que dejar todo esto… -Laurent emitió un sonido de percusión, a medio camino entre un estornudo y una llamada de atención, una especie de «miu», y Zozie enarcó las cejas con expresión cómica-. Piénselo -acotó sonriente, se volvió, cogió cuatro cervezas con una habilidad surgida de años de trabajar en bares y las llevó a una mesa sin perder la sonrisa.
Después apenas habló con nosotros. El bar se llenó y, como de costumbre, tuve que ocuparme de Rosette. No se trata de que sea una niña tan difícil, ya que ahora come mucho mejor, aunque se babea más que los niños normales y todavía prefiere usar las manos, sino de que, en ocasiones, se comporta de forma extraña, clava la mirada en cosas que no están, se sobresalta a causa de sonidos imaginarios o de repente ríe sin motivo. Espero que no tarde en superarlo; han pasado varias semanas desde su último Accidente y, pese a que todavía se despierta tres o cuatro veces por la noche, me apaño con unas pocas horas de reposo. Espero que supere el insomnio.
Thierry cree que la mimo demasiado y últimamente ha hablado de llevarla al médico.
– No es necesario, ya hablará cuando madure -repliqué y miré a Rosette mientras comía.
Coge el tenedor con la mano izquierda, aunque no hay más indicios de que sea zurda. A decir verdad, es muy hábil con las manos y lo que más le gusta es dibujar: pequeños hombres y mujeres como palotes; monos, que son sus animales favoritos; casas, caballos y mariposas…, un tanto torpes, pero reconocibles y de todos los colores imaginables…
Thierry le pidió que comiera bien y usase la cuchara.
Rosette continuó como si no lo hubiera oído. Hubo una temporada en la que temí que fuese sorda; ahora sé que, lisa y llanamente, no hace caso de lo que considera baladí. Es una pena que no preste más atención a Thierry, casi nunca ríe o sonríe en su presencia, no suele mostrar su faceta más encantadora y solo expresa lo imprescindible mediante signos.
En casa, con Anouk, Rosette ríe, juega, pasa horas con su libro, escucha la radio y baila como un derviche por todo el apartamento. Si exceptuamos los Accidentes, en casa se porta bien y a la hora de la siesta nos tumbamos juntas, como antes hice con Anouk. Le canto y le leo cuentos; su mirada es despierta y alerta y tiene los ojos más claros que Anouk, tan verdes y atentos como los de un gato. A su manera, Rosette tararea la nana que cantaba mi madre. Es capaz de repetir la melodía, pero depende de mí para la letra:
Thierry dice que es «un poco lenta» o «de desarrollo tardío» y me aconseja que «la someta a una revisión». Todavía no ha mencionado el autismo, pero todo se andará; como tantos hombres de su edad, lee Le Point y está convencido de que es experto en casi todo. Opina que, además de ser madre, solo soy una mujer, lo que ha fastidiado mi objetividad.