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– Rosette, di «bote».

– Bam -responde la niña y clava en Thierry su mirada felina.

– No, Rosette, se dice «bote». Venga ya, estoy seguro de que puedes decir «bote».

– Bam -repite Rosette y con los dedos hace el signo que representa al mono.

– Ya está bien -intervengo y sonrío a la cría, aunque interiormente mi corazón late demasiado rápido.

Hoy Rosette se ha portado muy bien; con el anorak de color verde lima y el gorro rojo ha corrido como un adorno navideño desaforadamente animado, de vez en cuando ha gritado «¡Bam, Bam, Bam!» como si abatiese enemigos invisibles, no ha reído porque casi nunca lo hace y se ha concentrado con impetuosa atención, el labio inferior hacia fuera y las cejas fruncidas, como si incluso correr fuese un desafío que no hay que tomarse a la ligera.

El peligro ha cargado la atmósfera. El viento ha cambiado, con el rabillo del ojo percibo un destello dorado y pienso que ha llegado el momento de…

– Nada más que un helado -propone Thierry.

El bote da un salto en el agua, gira noventa grados a estribor y se dirige hacia el centro del lago. Rosette me mira con expresión traviesa.

– Rosette, no. -El bote vuelve a dar un salto y apunta hacia el quiosco de helados-. Está bien, pero solo uno.

Nos besamos mientras Rosette toma el helado a orillas del lago. Thierry me resultó cálido, olía ligeramente a tabaco, como los padres, y sus brazos cubiertos por el abrigo de cachemira rodearon como un oso mi vestido rojo demasiado fino y el abrigo otoñal.

Fue un buen beso, que comenzó por mis dedos ateridos, con gran habilidad ascendió hacia mi cuello y por fin llegó a mi boca; poco a poco descongeló lo que el viento había helado, lo derritió cual un fuego cálido, sin dejar de repetir «te quiero, te quiero», algo que dice a menudo, pero en voz baja, como los Ave María que reza deprisa un niño demasiado impaciente como para alcanzar la redención.

Thierry debió de detectar algo en mi expresión porque se puso serio y preguntó:

– ¿Cuál es el problema?

¿Cómo se lo cuento? ¿Cómo se lo explico? Me observó con súbito ardor y con los ojos azules llenos de lágrimas a causa del frío. Me pareció tan cándido, tan corriente…, tan incapaz, pese a su habilidad para los negocios, de entender nuestro tipo de engaño.

¿Qué ve en Yanne Charbonneau? He hecho mil esfuerzos por desentrañarlo. ¿Qué vería en Vianne Rocher? ¿Recelaría de sus costumbres poco convencionales? ¿Se burlaría de sus convicciones? ¿Condenaría sus opciones? ¿Tal vez se horrorizaría por la forma en la que ha mentido?

Besó lentamente las yemas de mis dedos, que introdujo de uno en uno en su boca. Sonrió y comentó:

– Sabes a chocolate.

El viento aún soplaba en mis oídos y el sonido de los árboles que nos rodeaban lo volvió inmenso, como un océano, como un monzón; barrió el cielo con confeti de hojas secas y el aroma de aquel río, aquel invierno, aquel viento.

De repente una extraña idea pasó por mi cabeza…

¿Y si le contara la verdad? ¿Y si le explicase todo?

Ser conocida, amada y comprendida. Se me cortó la respiración…

Ay si me atreviese…

El viento influye de forma curiosa en las personas: les da la vuelta y las lleva a bailar. En ese instante convirtió nuevamente a Thierry en un chiquillo con el pelo revuelto, los ojos brillantes y sueños desaforados. En todo momento fui consciente de la advertencia y creo que incluso entonces supe que, pese a su calidez y su afecto, Thierry le Tresset no estaría a la altura del viento.

– No me gustaría perder la chocolatería -expliqué, aunque tal vez se lo dije al viento-. Necesito conservarla. Quiero que sea mía.

Thierry rió.

– ¿Eso es todo? Yanne, cásate conmigo. -Sonrió de oreja a oreja-. Así tendrás todas las chocolaterías y los bombones que quieras. Siempre sabrás a chocolate e incluso olerás a chocolate… y yo también…

Me resultó imposible no reír. Thierry me cogió de las manos y me hizo girar sobre la grava, por lo que a Rosette le entró hipo a causa de la risa.

Tal vez por eso dije lo que dije; fue un instante de temerosa impulsividad, con el viento en los oídos, el pelo sobre la cara y Thierry que me abrazó con todas sus fuerzas y susurró «Yanne, te quiero» con un tono de voz que parecía asustado.

Súbitamente pensé que a Thierry le daba miedo perderme y fue entonces cuando lo dije, sabedora que a partir de ese punto no había vuelta atrás, con los ojos llenos de lágrimas y la nariz sonrosada y moqueante por el frío invernal.

– De acuerdo -repliqué-. Pero lo haremos discretamente…

Thierry abrió desmesuradamente los ojos porque mi respuesta lo cogió por sorpresa.

– ¿Estás segura? -preguntó casi sin aliento-. Pensaba que querías…, ya me entiendes. -Volvió a esbozar una sonrisa-. Pensaba que querías el vestido, la iglesia, el coro, las damas de honor, las campanas…, toda la pesca.

Negué con la cabeza y precisé:

– Sin aspavientos.

Thierry me besó nuevamente.

– Como quieras, siempre y cuando digas que sí.

Durante unos segundos todo fue magnífico y tuve el pequeño y dulce sueño en mis manos. Me dije que Thierry es un buen hombre, un hombre con raíces y principios.

Y con dinero, Vianne, no lo olvides, declaró una vocecilla malévola en mi cabeza, pero su tono sonó débil y se desvaneció cuando me entregué al pequeño y dulce sueño. Maldije esa voz y también el viento. Esta vez no nos arrastraría.

7

Viernes, 9 de noviembre

Hoy volví a pelearme con Suze. No sé por qué ocurre tan a menudo; me gustaría que fuéramos amigas pero, cuanto más lo intento, más difícil resulta. Esta vez fue por mi pelo. ¡Ay, tío! Suze cree que debería alisármelo.

Le pregunté por qué.

Suzanne se encogió de hombros. Durante el recreo nos quedamos solas en la biblioteca; las demás habían ido a comprar golosinas y yo intentaba copiar unos apuntes de geografía, pero Suze quería hablar y, cuando se lo propone, no hay quien la detenga.

– Porque así queda raro -replicó-. Parece pelo afro.

A mí me da igual y se lo dije.

Suze puso expresión de boca de pez, la que siempre adopta cuando alguien la contradice.

– Dime…, ¿tu padre era negro?

Negué con la cabeza y me sentí como una mentirosa. Suzanne cree que mi padre está muerto pero, por lo que yo sé, podría haber sido negro; bueno, por lo que sé, también podría haber sido pirata, asesino en serie o rey.

– Ya sabes que la gente podría pensar…

– Supongo que al decir gente te refieres a Chantal…

– No -me interrumpió contrariada, pero su cara sonrosada adquirió un tinte más intenso y no me miró a los ojos mientras hablaba. Me rodeó los hombros con el brazo y acotó-: Escucha, eres nueva en el liceo, eres nueva para nosotras. Las demás fuimos juntas a la escuela primaria y aprendimos a acoplarnos.

Aprendimos a acoplamos… En la época de Lansquenet tuve una profesora, madame Drou, que decía exactamente lo mismo.

– Lo que ocurre es que eres distinta -añadió Suze-. He intentado ayudarte…

– ¿A qué? -espeté y pensé en los apuntes de geografía.

Me di cuenta de que nunca, jamás logro hacer lo que me apetece cuando Suzanne está cerca. Siempre se trata de sus juegos, sus problemas y la frase «Annie, haz el favor de dejar de seguirme» cuando aparece alguien que le interesa más. Aunque sabía que no pretendía ser brusca, Suze se mostró dolida, se apartó de la cara el pelo alisado con una actitud que considera muy adulta y declaró: