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El cambio se produjo con gran presteza. Entré en una tienda como Françoise Lavery, con un conjunto de jersey y chaqueta de punto de color gris y una vuelta de perlas cultivadas, y diez minutos después salí convertida en otra persona.

El problema de fondo sigue en pie: ¿adónde voy? Aunque tentadora, la Rive Gauche me está vedada, pese a que estoy convencida de que Amélie Deauxville podría proporcionarme unos cuantos miles más antes de deshacerme de ella. Resulta evidente que dispongo de otras fuentes, entre las que no se incluye la más reciente: madame Beauchamp, la secretaria encargada de los fondos departamentales de mi antiguo lugar de trabajo.

Es tan sencillo abrir una cuenta de crédito… Basta con un par de facturas de servicios que ya se han abonado e incluso con un permiso de conducir caducado. Gracias al auge de las compras por internet, las posibilidades se amplían día tras día.

Mis necesidades abarcan más, mucho más que una mera fuente de ingresos. El hastío me espanta. Necesito más, hace falta espacio para mis aptitudes, aventuras, un reto, un cambio.

Necesito una vida.

Es lo que el destino me deparó cuando, como por casualidad, esa ventosa mañana de finales de octubre miré el escaparate de un local de Montmartre y vi el pequeño letrero pegado con celo en la puerta:

FERMÉ POUR CAUSE DE DÉCÈS

Ha transcurrido bastante tiempo desde la última vez que estuve aquí. Había olvidado lo mucho que me gusta. Dicen que Montmartre es el último pueblo de París y este sector de la colina semeja casi una parodia de la Francia rural en virtud de las cafeterías y las pequeñas creperías, las casas pintadas de rosa o de verde pistacho, las ventanas con postigos falsos y los geranios en los alféizares; todo resulta conscientemente pintoresco, una miniatura cinematográfica de encanto simulado que apenas encubre su corazón de piedra.

Tal vez ese es el motivo por el que me gusta tanto. Se trata del decorado perfecto para Zozie de l'Alba. Terminé allí casi por casualidad; me detuve en una plaza que hay detrás del Sacré-Coeur, pedí un café y un cruasán en el bar Le P'tit Pinson y me instalé en una mesa de la terraza.

La placa de metal azul colocada en la esquina indicaba que se trataba de la place des Faux-Monnayeurs. Es pequeña, como una cama bien hecha. Albergaba una cafetería, una crepería, un par de tiendas y nada más, ni siquiera un árbol que suavizase las aristas. Por algún motivo, un negocio llamó mi atención; era una especie de confitería cursi, si bien el letrero colocado sobre la puerta estaba en blanco. La persiana estaba casi bajada, pero desde donde estaba vi lo que exponían en el escaparate y una puerta de color azul brillante, como si fuera un trozo de cielo. Un sonido suave y repetitivo atravesaba la plaza: el conjunto de campanillas que colgaba sobre la puerta emitía tenues notas azarosas, como si fueran señales.

Soy incapaz de decir por qué me llamó la atención. Existen infinidad de tiendas pequeñas como esa en el laberinto de calles que suben por la colina de Montmartre y que, cual penitentes fatigados, se agazapan en las esquinas adoquinadas. De fachada estrecha y con la espalda encorvada, a menudo son húmedas a la altura de la calle, el alquiler asciende a una fortuna y prácticamente basan su continuidad en la estupidez de los turistas.

Las habitaciones de la parte alta no suelen ser mejores: pequeñas, con escasos muebles e incómodas; ruidosas por la noche, cuando la ciudad cobra vida a sus pies; frías en invierno y probablemente insoportables en verano, cuando el sol abrasa las gruesas tejas de piedra y la única ventana, un tragaluz que no supera los veinte centímetros de lado, solo permite el paso del calor asfixiante.

Hubo algo que despertó mi interés. Tal vez fue la correspondencia que, como una lengua furtiva, asomaba a través de las fauces metálicas del buzón. Quizá se debió al esquivo olor a nuez moscada y a vainilla (¿o simplemente a humedad?) que se filtró por debajo de la puerta de color azul cielo. Acaso fue el viento que coqueteó con el dobladillo de mi falda e hizo cosquillas a las campanillas colgadas sobre la puerta. Tal vez fue el letrero, correctamente escrito a mano, con su potencial tácito y seductor:

CERRADO POR DEFUNCIÓN

Para entonces ya había terminado el café y el cruasán. Pagué, abandoné la mesa y me acerqué a mirar el local. Era una chocolatería y el diminuto escaparate estaba abarrotado de cajas y latas; tras ellas, en la penumbra, vislumbré bandejas y pirámides de bombones, cada una de las cuales se encontraba bajo una campana de cristal, tomo los ramos de novia de hace un siglo.

A mis espaldas, en la barra de Le P'tit Pinson, dos viejos comían huevos duros y grandes rebanadas de pan con mantequilla mientras el dueño, que llevaba puesto el delantal, despotricaba contra alguien que se llamaba Paupaul y que le debía dinero.

Más allá la plaza estaba casi vacía si exceptuamos la mujer que barría la acera y el par de artistas que, con los caballetes bajo el brazo, se dirigían a la place du Tertre.

Uno de los jóvenes pintores llamó mi atención:

– ¡Vaya, hola! ¡Pero si eres tú!

Es el grito de caza de los retratistas. Lo conozco perfectamente porque he estado en la misma situación, como también conozco la mirada de satisfecho reconocimiento que da a entender que por fin han encontrado a su musa, que la búsqueda ha llevado muchos años y que, por muy exorbitante que sea la cifra que cobre, el precio en modo alguno hace justicia a la perfección de la obra.

– No, no lo soy -repliqué secamente-. Búscate otra a la que inmortalizar.

El retratista se encogió de hombros, puso cara de contrariedad y, arrastrando los pies, se reunió con su compañero. La chocolatería era toda mía.

Eché un vistazo a las cartas que todavía asomaban descaradamente a través del buzón. No tenía motivos para correr riesgos, pero la realidad indicaba que la tiendita me atraía como algo que brilla entre los adoquines y que puede ser una moneda, un anillo o un trozo de papel de aluminio que refleja la luz. El aire anunciaba promesas y, por si eso fuera poco, era la víspera de Todos los Santos, que para mí siempre ha sido una fecha propicia, un día de finales y principios, de vientos malignos, discretos favores y fuegos que arden de noche. Era una fecha de secretos, de prodigios… y, obviamente, de muertos.

Paseé rápidamente la mirada a mi alrededor. Nadie me veía. Estoy convencida de que nadie me vio cuando, con presteza, me guardé las cartas en el bolsillo.

El viento otoñal era racheado y hacía bailar el polvo de la plaza. Olía a humo, no precisamente al humo de París, sino al de mi niñez, que no suelo evocar a menudo, esa fragancia a incienso, pastel de almendras y hojas secas. En la butte o colina de Montmartre no hay árboles; se trata de una roca y el glaseado de esa tarta nupcial apenas disimula su falta de sabor. El cielo había adquirido el tono de la frágil cáscara de huevo y estaba atravesado por un complicado laberinto de caminitos de vapor que parecían símbolos místicos surgidos de la nada.

Entre esos símbolos divisé la Mazorca de Maíz, la señal del Desollado…, una ofrenda, un regalo.

Sonreí. ¿Se trataba acaso de una coincidencia?

La muerte… y un regalo…, ¿todo en el mismo día?

En la más tierna infancia, mi madre me llevó a México a visitar las ruinas aztecas y a celebrar el Día de los Muertos. Me encantó el carácter dramático de la celebración: las flores, el pan de muerto, los cantos y las calaveras de azúcar. Mi elemento preferido fue la piñata: una figura animal de cartón piedra, pintada, colgada y llena de petardos, golosinas, monedas y regalitos envueltos.

El objetivo del juego consiste en colgar la piñata del marco de una puerta y lanzarle palos y piedras hasta que se rompe y libera los regalos que contiene.