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– Bueno, si ni siquiera estás dispuesta a oírme…

– Está bien -accedí-. ¿Cuál es mi problema?

Suze me estudió unos segundos. En ese momento sonó el timbre, por lo que me dirigió una sonrisa repentina y estupenda y me entregó un papel.

– He hecho una lista.

Leí la lista en la clase de geografía. Monsieur Gestin habló de Budapest, donde vivimos una temporada, aunque la verdad no me acuerdo muy bien. Solo recuerdo el río, la nieve y el casco antiguo, para mí tan parecido a Montmartre por las calles serpenteantes, las escalinatas empinadas y el castillo en lo alto de la colina. Con su letra regular y redondeada, Suze había escrito la lista en la mitad de la hoja de un libro de ejercicios. Había consejos sobre cómo arreglarse (el pelo liso, las uñas limadas, las piernas afeitadas y usar siempre desodorante), vestirse (nada de calcetines con faldas; rosa sí, pero naranja nunca), sobre la cultura (la literatura romántica moderna estaba bien y los libros de chicos, mal), cine y música (única y exclusivamente los últimos éxitos), sobre programas de televisión, sitios web (en el caso de que tuviese ordenador), sobre cómo pasar el tiempo libre y la ciase de móvil que debía tener.

Al principio supuse que era otra de sus bromas pero, al terminar las clases, cuando nos encontramos en la cola del autobús, me di cuenta de que Suzanne hablaba en serio.

– Tienes que hacer un esfuerzo -insistió-. De lo contrario, la gente dirá que eres rara…

– Yo no soy rara sino, simplemente…

– Simplemente diferente.

– ¿Qué tiene de malo?

– Verás, Annie, si quieres tener amigos…

– Los amigos de verdad no se preocupan de esas cosas.

Suze se sonrojó. Suele ocurrirle cuando se siente contrariada y entonces su melena y su cara se dan de patadas.

– Pues a mí sí que me preocupan -puntualizó y dirigió la mirada hacia el principio de la cola.

Hay que decir que existe un código en la cola del autobús, del mismo modo que lo hay cuando entras en clase o eliges a los compañeros de un equipo. Suze y yo estamos más o menos en la mitad. Delante se colocan los de primera categoría: las chicas que pertenecen al equipo de baloncesto y las mayores, que se pintan los labios, se enrollan la falda a la altura de la cintura y fuman Gitanes en cuanto franquean la puerta del liceo. A continuación se sitúan los chicos: los más guapos, los integrantes de los equipos deportivos, los que llevan los cuellos levantados y el pelo engominado.

También está Jean-Loup Rimbault, el nuevo. Suzanne bebe los vientos por él. A Chantal también le gusta, aunque Jean-Loup no les hace mucho caso y nunca participa en sus juegos. De pronto me di cuenta de lo que Suze tramaba.

Bichos raros y perdedores son los últimos de la cola. En primer lugar, los chicos negros del otro lado de la colina, que forman su propio grupo y no hablan con los demás. A continuación Claude Meunier, que tartamudea; Mathilde Chagrin, la gorda, y las musulmanas, aproximadamente doce, que se apiñan y que a principio de curso la montaron por llevar velo. Cuando miré hacia el final de la cola vi que lo llevaban puesto; se lo colocan en cuanto salen, ya que no están autorizadas a ponérselo en el recinto del liceo. Suze opina que el velo es una estupidez y que, si viven en nuestro país, deben ser como nosotras, pero se limita a repetir lo que dice Chantal. No veo la diferencia entre el velo, la camiseta y el tejano. Estoy convencida de que lo que se ponen es asunto suyo.

Suze seguía observando a Jean-Loup. Es bastante alto y, en mi opinión, apuesto; tiene el pelo negro y el flequillo le tapa casi toda la cara. Tiene doce años, uno más que los demás. Debería estar en el curso superior. Según Suze, el año pasado repitió, pero es realmente espabilado y el primero de la clase. Un montón de chicas se pirran por él; apoyado en la marquesina de la parada del autobús, hoy solo intentaba mostrarse indiferente y miraba por el visor de la pequeña cámara digital de la que jamás prescinde.

– ¡Ay, Dios mío! -susurró Suze. -Oye, ¿por qué, para variar, no le hablas?

Furiosa, Suze me hizo callar. Jean-Loup nos miró fugazmente y volvió a concentrarse en la cámara. El rubor de Suze subió de tono.

– ¡Me ha mirado! -chilló, se escondió bajo la capucha del anorak, se volvió hacia mí y puso los ojos en blanco-. Me haré reflejos en la misma peluquería a la que va Chantal. -Me apretó el brazo con tanta fuerza que me hizo daño-. ¡Ya lo tengo! ¡Podemos ir juntas! Mientras me hacen los reflejos te alisas el pelo…

– Deja de meterte con mi pelo -advertí.

– ¡Venga ya, Annie! Será genial y, además…

– ¡He dicho que lo dejes estar! -Empecé a cabrearme-. ¿Por qué sigues metiéndote conmigo?

– Contigo no hay nada que hacer -declaró Suze y se le acabó la paciencia-. ¿Pareces un bicho raro y ni siquiera te importa?

Esa es otra de las características de Suzanne: se las apaña para que una frase parezca una pregunta cuando, en realidad, no lo es.

– ¿Por qué tendría que importarme?

Mi rabia se había convertido en algo parecido a un estornudo y noté que crecía, iba en aumento y se disponía a estallar me gustase o no. Entonces recordé lo que Zozie había dicho en el salón de té y pensé que me habría gustado hacer algo para borrar esa expresión presuntuosa de la cara de Suzanne. No me refiero a algo malo, jamás se me ocurriría, sino a algo con lo que darle una lección.

Hice cuernos a mi espalda y le hablé con mi voz espectral…

Veamos si, cuando te toca, te gusta.

Durante un instante creí ver algo, un chispazo que recorrió su rostro, algo que desapareció antes de que yo lo viera realmente.

– Prefiero ser bicho raro en lugar de clon -declaré.

Di media vuelta y caminé hasta el final de la cola, mientras todos me miraban y Suze permanecía con los ojos desmesuradamente abiertos y fea, muy fea con el pelo y la cara rojos y la boca abierta de incredulidad durante el rato que permanecí en el fondo y esperé la llegada del autobús.

No estoy segura de si esperaba que Suze me siguiera o no. Pensé que lo haría, pero no fue así. Cuando por fin llegó el autobús, se sentó junto a Sandrine y no me miró ni una sola vez.

Al llegar a casa intenté contárselo a mamá, que simultáneamente intentaba hablar con Nico, envolver una caja de trufas al ron y preparar la merienda a Rosette, por lo que no di con las palabras para explicarle cómo me sentía.

– No les hagas caso -aconsejó finalmente mamá y vertió leche en un cazo de cobre-. Nanou, haz el favor de vigilar la leche y remuévela lentamente mientras termino de envolver la caja…

Guarda los ingredientes del chocolate caliente en un armario del fondo del obrador. En la parte delantera tiene varios cazos de cobre, moldes brillantes para preparar figuras de chocolate y la plancha de granito para templarlo. La verdad es que ya no los usa; la mayoría de sus cosas están abajo, en el sótano, e incluso antes de la muerte de madame Poussin apenas disponía de tiempo de preparar nuestras especialidades.

Claro que siempre hay tiempo para preparar chocolate caliente con leche, ralladura de nuez moscada, vainilla, guindilla, azúcar morena, cardamomo y chocolate cobertura al setenta por ciento. Mamá dice que es el único que vale la pena comprar y tiene un sabor denso y ligeramente amargo en el fondo de la boca, como el del caramelo cuando empieza a endurecerse. El chile le da un deje de picor, no mucho, solo una pizca, y las especias producen ese olor a iglesia que, por alguna razón, me recuerda a Lansquenet, a las noches encima de la chocolatería, en las que mamá y yo estábamos solas, con Pantoufle sentado a un lado y las velas encendidas sobre la mesa fabricada con una caja de naranjas.

Es evidente que aquí no usamos cajas de naranjas. El año pasado Thierry instaló una cocina totalmente nueva. Bueno, no podía ser de otra manera, ¿verdad? Al fin y al cabo, es el casero, tiene mucho dinero y, por añadidura, está a cargo de mantener la casa en condiciones. Mamá se tomó muchas molestias y preparó una cena especial en la nueva cocina. ¡Ay, tío! Como si hasta entonces nunca hubiésemos tenido cocina. Ahora hasta los tazones son nuevos y llevan escrita la palabra «chocolate» con una letra curiosa. Thierry compró uno para cada una y otro para madame Poussin, pese a que el chocolate caliente no le gusta… Lo sé porque le pone demasiado azúcar.