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Solía tener mi propia taza, una gorda y roja que me regaló Roux, ligeramente desportillada y con una a pintada, por Anouk. Ya no la tengo, ni siquiera recuerdo qué fue de ella. Quizá se rompió o la abandonamos. No tiene la menor importancia. He dejado de beber chocolate.

– Suzanne dice que soy rara -comenté cuando mamá regresó.

– Pues no es verdad -replicó y rascó el interior de una vaina de vainilla. El chocolate estaba casi a punto y hervía a fuego lento-. ¿Quieres? Está riquísimo.

– No, gracias.

– Bueno.

Sirvió chocolate para Rosette y añadió virutas y un poco de nata. Tenía buen aspecto y olía incluso mejor, pero no quise dar el brazo a torcer. Busqué algo de comer en el armario y encontré medio cruasán que había sobrado del desayuno y mermelada.

– No hagas caso de lo que dice Suzanne -recomendó mamá y se sirvió chocolate en una tacita de café. Reparé en que Rosette y ella no utilizaban los tazones con la palabra chocolate-. Conozco a las de su calaña. Búscate otros amigos.

Pensé que era más fácil decirlo que hacerlo. Además, ¿qué sentido tenía? Si yo no era yo no serían amigos míos: pelo falso, ropa falsa, yo falso…

– ¿A quién te refieres?

– ¡Y yo qué sé! -Su tono sonó impaciente cuando guardó las especias en el armario-. Seguramente hay alguien con quien te llevas bien.

Me habría gustado decirle que no era culpa mía. ¿Por qué piensa que la difícil soy yo? El problema radica en que mamá nunca fue a la escuela, según dice aprendió todo a través de la práctica, de modo que lo único que sabe es lo que leyó en los libros sobre niños o lo que vio desde el otro lado de la verja del patio de la escuela. Puedo asegurar que desde el otro lado no todo es coser y cantar.

– ¿Qué quieres? -Continuaba impaciente, con ese tono que significa que debería estarle agradecida, que se había deslomado para traerme hasta donde estaba, para enviarme a una buena escuela, para salvarme de la vida que ella había llevado…

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Por supuesto, Nanou. ¿Tienes algún problema?

– ¿Mi padre era negro? -Mamá se sobresaltó, aunque con tanta delicadeza que no me habría percatado de no haberlo visto en sus colores-. Eso dice Chantal, una de mis compañeras.

– ¿En serio? -preguntó mamá mientras cortaba pan para Rosette.

Pan, cuchillo y chocolate de untar. Con sus dedos de mono, Rosette giró incesantemente la rebanada. La expresión de mamá fue de intensa concentración. No supe qué pensaba y sus ojos se tornaron tan oscuros como África, por lo que su mirada se volvió ilegible.

– ¿Tiene importancia? -preguntó finalmente.

– No lo sé -repuse y me encogí de hombros.

Giró hacia mí y durante un segundo casi pareció la mamá de antes, aquella a la que le importaba un bledo la opinión de los demás.

– Anouk, te explicaré una cosa -precisó con lentitud-. Durante mucho tiempo pensé que ni siquiera necesitabas padre. Pensé que nos teníamos la una a la otra, tal como ocurrió con mi madre y conmigo. Entonces llegó Rosette y me dije que tal vez… -Calló, sonrió y cambió de tema tan rápido que en principio no me di cuenta de que las cosas habían cambiado, como en el número de los trileros con tres cubiletes y una bola-. Thierry te gusta, ¿no?

Me encogí nuevamente de hombros.

– Está bien.

– Lo suponía. Te aprecia… -Mordí un cuerno de cruasán. Rosette estaba sentada en su sillita y fabricaba un avión con la rebanada de pan-. Lo que quiero decir es que si a vosotras no os gustase…

En realidad, no me gusta tanto. Grita demasiado y huele a cigarro. Además, interrumpe a mamá cuando habla, me llama jeune filie como si fuera un chiste, no entiende a Rosette ni se entera cuando le habla por signos y siempre explica las palabras largas y su significado, como si yo nunca las hubiera oído.

– Está bien -repetí.

– Verás… Thierry quiere casarse conmigo.

– ¿Desde cuándo? -pregunté.

– Lo propuso por primera vez el año pasado. Respondí que no estaba en condiciones de comprometerme, ya que tenía que pensar en Rosette y en madame Poussin, y añadió que estaba dispuesto a esperar, pero ahora que nos hemos quedado solas…

– No le habrás dicho que sí, ¿eh? -pregunté con tono demasiado alto para Rosette, que se tapó las orejas con las manos.

– Es complicado…

Mamá parecía cansada.

– Siempre dices lo mismo.

– Porque siempre es complicado.

Yo no entiendo por qué es complicado, ya que a mí me parece simple. Hasta ahora jamás se ha casado, ¿no? ¿Por qué querría contraer matrimonio justamente ahora?

– Nanou, las cosas han cambiado.

– ¿Qué cosas?

– Para empezar, la chocolatería. El alquiler está pagado hasta final de año y después… -Mamá dejó escapar un suspiro-. No será fácil lograr que funcione y me niego a aceptar dinero de Thierry. Constantemente me ofrece ayuda económica, pero no me parece justo. Pensé que tal vez…

Yo ya sabía que algo no iba bien, pero supuse que mamá estaba triste por la desaparición de madame. En ese momento comprendí que tenía que ver con Thierry y que la preocupaba que yo no encajase en sus planes.

¡Vaya plan! Puedo imaginarlo: mamá, papá y las dos niñitas, como seres salidos de un relato de la condesa de Ségur. Iríamos a la iglesia, cada día comeríamos steack-frites y luciríamos vestidos de Galeries Lafayette. Thierry tendría nuestra foto sobre el escritorio, un retrato profesional en el que Rosette y yo estaríamos vestidas igual.

No me entendáis mal. He dicho que Thierry está bien, pero…

– Vaya, vaya -dijo mamá-. ¿Se te ha comido la lengua el gato?

Di otro mordisco al cruasán.

– No lo necesitamos -repuse finalmente.

– Lo que está claro es que necesitamos a alguien. Suponía que lo comprenderías. Anouk, tienes que ir a la escuela, necesitas un hogar… y un padre…

¡No me hagas reír! ¿Un padre? Como si hiciera falta. Siempre dice que elegimos a la familia pero, en este caso, no me da la más mínima opción.

– Anouk, lo hago por ti…

– Haz lo que quieras.

Me encogí de hombros, cogí el cruasán y me largué a la calle.

8

Sábado, 10 de noviembre

Esta mañana pasé por la chocolatería y compré cerezas al licor. Yanne estaba en el local, con la pequeña a remolque. Aunque reinaba la tranquilidad, Yanne parecía agobiada, casi incómoda de verme, y cuando probé los bombones me di cuenta de que no eran nada del otro mundo.

– Antes los hacía personalmente -explicó, y me entregó los bombones en un cucurucho de papel-. Los de licor son tan complicados que ya no tengo tiempo. Espero que le gusten.

Me lo llevé a la boca con falsa glotonería.

– Exquisito -declaré, pese a que la pasta que rodeaba la cereza al licor sabía agria. En el suelo, detrás del mostrador y rodeada de pinturas y papeles de colores, Rosette tarareaba suavemente-. ¿No va al parvulario?

Yanne negó con la cabeza.

– Prefiero vigilarla personalmente.

Es obvio, hasta yo lo he visto. Como ahora me dedico a buscar, también veo otras cosas. Por ejemplo, la puerta de color azul cielo oculta diversas peculiaridades que los clientes corrientes pasan por alto. En primer lugar, el local es viejo y está bastante destartalado. El escaparate resulta bastante atractivo gracias a la exposición de latas y cajas pequeñas y bonitas y las paredes están pintadas de un alegre amarillo, pero aun así la humedad acecha en los rincones y bajo el suelo, lo que apunta a muy poco dinero y falta de tiempo. Han tomado algunas medidas para disimularlo: una suerte de telaraña dorada sobre un nido de grietas, un brillo acogedor en el umbral, una atmósfera exquisita que promete algo más que esos bombones de segunda.