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Pruébame, saboréame…

Con la mano izquierda conjuré discretamente el Ojo de Tezcatlipoca Negro. Los colores llamearon a mi alrededor, lo que confirmó las sospechas del primer día. Alguien ha hecho de las suyas y no creo que sea Yanne Charbonneau. Ese encanto presenta un aspecto juvenil, ingenuo y exuberante que alude a una mente todavía informe.

¿Annie? ¿Quién más? ¿Y la madre? Vaya, vaya… Hay algo en Yanne que me aguijonea, algo que solo he visto una vez… el primer día, cuando abrió la puerta al oír su nombre. Entonces sus colores eran más intensos, ya lo creo; algo me dice que todavía es así, pero prefiere ocultarlos.

Rosette dibujaba en el suelo y seguía entonando su cancioncilla sin letra:

– Bam, Bam, Bammm… Bam, bada, Bammm…

– Vamos, Rosette, es la hora de la siesta.

Rosette no apartó la mirada del dibujo. El canturreo subió de volumen, acompañado por el golpeteo rítmico del calzado en el suelo.

– Bam, Bam, Bammm…

– Ya está bien, Rosette -afirmó Yanne con delicadeza-. Guarda los lápices.

Rosette siguió sin reaccionar.

– Bam, Bam, Bammm… Bam, bada, Bammm… -Simultáneamente sus colores pasaron del dorado crisantemo al naranja brillante, rió y se estiró como si intentara atrapar pétalos que caían-. Bam, Bam, Bammm… Bam, bada, Bammm…

– ¡Rosette, calla!

Percibí cierta tensión en Yanne. No fue la incomodidad de una madre cuyo hijo no se porta bien, sino la sensación de peligro inminente. Cogió a Rosette en brazos, que siguió farfullando sin inmutarse, y me dirigió una expresión como de disculpas.

– Lo siento, a veces, cuando está agotada, se comporta así.

– No se preocupe, es una delicia de niña -repliqué.

Del mostrador cayó un portalápices y los lápices rodaron por el suelo.

– Bam -dijo Rosette y señaló los lápices caídos.

– Tengo que acostarla -insistió Yanne-. Si no duerme la siesta se altera demasiado.

Volví a mirar a Rosette y pensé que no tenía aspecto de cansada. Era la madre la que parecía rendida: pálida y agotada, con el corte de pelo demasiado rígido y el jersey negro barato que hacía que su cutis pareciese todavía más pálido.

– ¿Se encuentra bien? -pregunté.

Yanne asintió.

Por encima de su cabeza la bombilla parpadeó. Dije para mis adentros que la instalación eléctrica de las casas viejas siempre está anticuada.

– ¿Está segura? La noto un poco pálida.

– Solo me duele la cabeza. Me apañaré.

Conozco esa respuesta. Dudo de que se apañe. Se aferra a la niña como si yo pudiera arrebatársela.

¿Me creéis capaz? Estuve casada dos veces, aunque nunca con mi verdadero nombre, y ni una sola vez pensé en tener hijos. Por lo que me han contado las complicaciones no acaban nunca y, debido a mi oficio, no puedo permitirme exceso de equipaje.

Sin embargo…

Dibujé en el aire el signo del cacto de Xochipilli, aunque mantuve la mano fuera de la vista; Xochipilli el de la lengua plateada, el dios de las profecías y los sueños. No es que las profecías me interesen demasiado, pero he comprobado que la charla relajada proporciona recompensas y la información es oro para los que nos dedicamos a este oficio.

El símbolo brilló y flotó durante uno o dos segundos antes de dispersarse como un anillo de humo plateado.

Durante unos segundos no pasó nada.

A fuerza de ser sincera, debo reconocer que no esperaba resultados, pero sentía curiosidad. Además, ¿no me debía una mínima satisfacción después de todos los esfuerzos que he hecho en su nombre?

Volví a trazar el signo de Xochipilli el susurrador, el revelador de secretos, el productor de confidencias. En esta ocasión el resultado superó con creces mis expectativas.

Ante todo vislumbré el destello de sus colores. Duró poco pero fue muy intenso, como el de la llama que encuentra una bolsa de gas en la chimenea. Al mismo tiempo la alegre actitud de Rosette cambió radicalmente. Se arqueó en brazos de su madre, se echó hacia atrás y lanzó un quejido. La bombilla parpadeante estalló con estrépito y, simultáneamente, del escaparate cayó una pirámide de latas de galletas y produjo un ruido capaz de resucitar a los muertos.

Yanne Charbonneau fue pillada por sorpresa, dio un paso a un lado y se golpeó la cadera contra el mostrador.

Encima del mostrador había una pequeña vitrina sin puertas que albergaba una colección de bonitos platillos de cristal llenos de peladillas rosadas, doradas, plateadas y blancas. La vitrina se tambaleó. Instintivamente Yanne estiró la mano para sujetarla y uno de los platillos cayó al suelo.

– ¡Rosette! -gritó Yanne, casi al borde de las lágrimas.

Oí el choque del platillo contra el suelo y las peladillas se desparramaron por las baldosas de terracota.

Escuché cómo se rompía, pero no miré hacia el suelo; me ocupé de observar a Rosette y a Yanne: la niña estaba envuelta en las llamas de sus colores y la madre tan quieta que parecía petrificada.

– Le echaré una mano -propuse, y me incliné para recoger los fragmentos.

– No, por favor…

– Ya lo tengo -insistí.

Percibí la tensión nerviosa de Yanne, acumulada y a punto de estallar. Ciertamente, no se debió a la rotura del platillo; de acuerdo con mi experiencia, las mujeres como Yanne Charbonneau no se derrumban ante unos fragmentos de cristal. Por otro lado, las cosas más extrañas pueden desencadenar un estallido: un mal día, el dolor de cabeza, la amabilidad de los desconocidos.

Fue en ese momento cuando, con el rabillo del ojo, lo vi agazapado debajo del mostrador.

Era de un dorado naranja intenso y estaba torpemente dibujado, pero por la cola larga y curva y los ojillos encendidos quedaba claro que se trataba de un mono. Giré de sopetón para verlo cara a cara y me mostró los dientes puntiagudos antes de esfumarse.

– Bam -dijo Rosette.

Se produjo un silencio largo, interminable.

Recogí el platillo, de cristal de Murano y con los bordes delicadamente estriados. Lo había oído romperse con el mismo ruido que te asalta cuando estallan petardos; había visto la metralla dispersa por el suelo de terracota y, sin embargo, lo sostenía intacto en la mano. No había habido accidente.

Bam, pensé.

Bajo mis pies todavía notaba que las peladillas castañeteaban. Yanne Charbonneau me contemplaba en medio de un temeroso silencio que giró y giró como un capullo de seda.

Podría haber dicho que se trataba de un golpe de suerte o dejado el platillo en su sitio sin pronunciar palabra, pero estaba segura de que era ahora o nunca. Golpea ahora, mientras la resistencia es mínima, ya que tal vez no se presente otra oportunidad.

Me incorporé, miré a Yanne a los ojos y le dirigí todo el encanto que fui capaz de manifestar:

– No se preocupe, ya sé lo que necesita.

Durante unos segundos se tensó y sostuvo mi mirada con expresión de desafío y de altanera incomprensión.

La cogí del brazo y sonreí.

– Necesita chocolate caliente -acoté con amabilidad-. Preparado de acuerdo con mi receta especial, es decir, con guindilla, nuez moscada, Armagnac y una pizca de pimienta negra. Vamos, no quiero discusiones. Traiga a la mocosa.