Me siguió al obrador sin pronunciar palabra.
Por fin había logrado entrar.
TERCERA PARTE. El Dos Conejo
1
Miércoles, 14 de noviembre
Nunca he querido ser bruja. Jamás soñé con serlo, aunque mi madre juraba que oyó mis llamadas desde meses antes de mi nacimiento. Obviamente, no lo recuerdo; mi más tierna infancia es una mezcolanza de lugares, olores y personas que pasaron veloces como trenes; de cruzar fronteras sin papeles, de viajar con nombres distintos, de abandonar de noche los hoteles baratos, de ver cada día el amanecer en un sitio nuevo y de huidas, siempre corriendo, incluso entonces, como si la única manera de sobrevivir fuera recorrer cada arteria, vena y capilar del mapa, sin dejar nada detrás, ni siquiera nuestras sombras.
«Tú eliges a tu familia», decía mamá. Evidentemente, mi padre no había sido elegido.
«Vianne, ¿para qué lo necesitamos? Los padres no cuentan. Solo estamos tú y yo…» A decir verdad, no lo eché de menos. ¿Cómo iba a añorarlo? No tenía nada con lo que comparar su ausencia. Lo imaginé oscuro, levemente siniestro y, quizá, pariente del Hombre Negro del que huíamos. Yo quería a mi madre y el mundo que habíamos creado para nosotras, un universo que acarreábamos dondequiera que fuéramos, un mundo inalcanzable para la gente corriente.
«Porque somos especiales», solía decir mi madre. Veíamos cosas, poseíamos ese don. Tú eliges a tu familia… Fue lo que hicimos allá donde fuimos: una hermana aquí, una abuela allá, rostros conocidos de una tribu dispersa. En la medida en la que lo recuerdo, no hubo hombres en la vida de mi madre.
Salvo el Hombre Negro, por descontado.
«¿Mi padre era negro?» Me sobresaltó pensar que Anouk había estado tan cerca. Había evaluado esa posibilidad mientras huíamos con los faldones levantados, con colores llamativos y azotadas por el viento. Indudablemente, el Hombre Negro no era real. Llegué a pensar que mi padre era igual.
De todas maneras, no perdí la curiosidad y de vez en cuando escrutaba la muchedumbre en Nueva York, Berlín, Venecia o Praga con la ilusión de verlo, de vislumbrar un hombre solo, con mis ojos oscuros…
Entretanto mi madre y yo huimos. Al principio pareció que por el mero gozo de correr; luego, como todo lo demás, se convirtió en hábito y, por último, en tarea pesada. Al final pensé que huir y correr fue lo único que la mantuvo viva cuando el cáncer invadió su sangre, su cerebro y sus huesos.
Fue entonces cuando mencionó por primera vez a la niña. En su momento pensé que se trataba de delirios debidos a los calmantes que tomaba. Vaya si divagó a medida que se acercaba el finaclass="underline" contó cosas que no tenían el menor sentido, se refirió al Hombre Negro y habló seriamente con personas que no estaban presentes.
La chiquilla, con un nombre tan parecido al mío, podría haber sido otra invención de aquel período incierto: un arquetipo, un ánima, un recorte de periódico, otra alma perdida de cabellos y ojos oscuros, robada junto a un estanco un día de lluvia en París.
Sylviane Caillou… Se esfumó como tantos; desapareció de la sillita del coche, aparcado delante de una farmacia cercana a La Villette, cuando contaba dieciocho meses. Se la llevaron con el bolso de los pañales, el cambiador y los juguetes; la última vez que la vieron lucía una pulsera infantil de plata con un dije de la suerte, un gato pequeño, colgado del cierre.
Esa no era yo. No pude haberlo sido. Y en el caso de haberlo sido, después de tanto tiempo…
Mi madre decía que eliges a tu familia, tal como te elegí a ti y tú a mí. Esa niña…, esa niña no te habría atendido. No habría sabido cuidar de ti, cortar la manzana de tal manera que se vea la estrella interior, anudar una bolsita medicinal, desterrar los demonios golpeando un cazo metálico o arrullar al viento hasta dormirlo. No te habría enseñado nada de eso…
Vianne, ¿acaso no nos fue bien? ¿No te prometí que todo saldría bien?
Todavía tengo el pequeño dije del gato. No recuerdo la pulsera de bebé, que probablemente mi madre vendió o regaló, aunque tengo una ligera remembranza de los juguetes: dos peluches, un elefante rojo y un osito marrón, muy querido y con un solo ojo. El dije sigue en la caja de mi madre, es una baratija, como la que compraría un crío, y cuelga de un trozo de cinta roja. Está en la caja junto a la baraja de mi madre y otro puñado de cosas: una foto que nos tomaron cuando yo tenía seis años, un trocito de sándalo, varios recortes de periódico, un anillo y un dibujo que hice en la escuela, la única a la que fui, en los tiempos en los que aún existía la expectativa de que un día arraigaríamos.
Está claro que jamás me lo pongo. Ni siquiera me gusta tocarlo; contiene demasiados secretos, como el perfume, que solo necesita calor humano para liberar su aroma. Por regla general, no toco nada de lo que contiene esa caja aunque, por otro lado, no me atrevo a tirarla. Un exceso de lastre me frena…, pero si tuviese demasiado poco volaría como las semillas de diente de león y me perdería para siempre con el viento.
Zozie lleva cuatro días conmigo y su personalidad comienza a influir en todo lo que toca. No sé cómo ocurrió, tal vez se debió a un momento transitorio de debilidad. De lo que estoy segura es de que no pretendía ofrecerle trabajo. Para empezar, no puedo darme el lujo de pagar mucho, aunque está dispuesta a esperar hasta que las cosas cambien; resulta tan natural que Zozie esté aquí, como si me hubiera acompañado toda la vida…
Comenzó el día del Accidente, el día en el que preparó el chocolate y lo bebimos en el obrador, aquel chocolate caliente, dulce y aderezado con chiles frescos y virutas de chocolate. Rosette también bebió en su pequeño tazón y jugó en el suelo mientras yo permanecía en silencio; Zozie no dejó de observarme con esa sonrisa peculiar y los ojos entornados como los de un gato.
Las circunstancias eran extraordinarias. Cualquier otro día, en cualquier otro momento, habría estado preparada, pero aquel, con el anillo de Thierry en el bolsillo, Rosette en su peor momento, Anouk muda desde que se enteró y el día largo y vacío que nos aguardaba…
En cualquier otro momento me habría mantenido firme, pero aquel día…
No se preocupe, ya sé lo que necesita.
¿A qué se refiere exactamente? ¿Qué sabe? ¿Que un plato que se rompió volvió a quedar entero? Es absurdo, nadie le creería y, menos aún, que el truco es obra de una niña de cuatro años, de una cría que ni siquiera sabe hablar.
– Yanne, pareces cansada -afirmó Zozie-. Tiene que ser muy duro cuidar de todo esto.
Asentí en silencio.
El recuerdo del Accidente de Rosette se interpuso entre nosotras como el último trozo de pastel durante una fiesta.
No digas nada, supliqué en silencio, tal como había intentado pedirle a Thierry. Por favor, no lo digas, no lo expreses con palabras.
Me pareció percibir su fugaz respuesta: un suspiro, una sonrisa, la vislumbre de algo entrevisto en sombras, la delicada mezcla de la baraja perfumada con sándalo…, el silencio.
– No quiero hablar del tema -puntualicé.
Zozie se encogió de hombros.
– En ese caso, bebe el chocolate.
– Estoy segura de que lo has visto.
– Yo veo toda clase de cosas.
– Por ejemplo, ¿cuáles?
– Veo que estás cansada.
– No duermo bien.
Durante un rato Zozie me observó en silencio. Sus ojos eran puro verano con manchitas doradas. Debería conocer tus preferencias, pensé casi oníricamente. Tal vez lo único que ocurre es que he perdido la capacidad de…