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– Te propongo una cosa -añadió por último-. Atenderé la chocolatería en tu lugar. Nací en una tienda, así que sé lo que hay que hacer. Llévate a Rosette y dormid un rato. Si te necesito te avisaré. Vete. Te aseguro que saldrá todo bien.

Eso ocurrió hace cuatro días. Desde entonces nadie ha aludido a lo sucedido. Está claro que, de momento, Rosette no entiende que, en el mundo real y por mucho que deseemos lo contrario, un plato roto debe seguir roto. Zozie no ha intentado abordar nuevamente el tema y se lo agradezco. Sabe que algo ha ocurrido, pero se da por satisfecha con dejarlo estar.

– Zozie, ¿en qué clase de tienda naciste?

– En una librería. Supongo que ya sabes cómo son, nací en una librería de la New Age.

– ¿En serio? -pregunté.

– Mi madre se dedicaba a la magia que se compra en tiendas, a la baraja del tarot y a vender incienso y velas a hippies felices, sin dinero y con los pelos enredados. -Sonreí, pese a que me sentí ligeramente incómoda-. Claro que fue hace mucho tiempo y prácticamente no lo recuerdo.

– ¿Sigues…, sigues creyendo?

Zozie sonrió.

– Creo que nosotros podemos marcar la diferencia. -Se impuso el silencio-. ¿Y tú?

– Antes creía, pero ahora no.

– ¿Puedo preguntar a qué se debe?

Meneé la cabeza.

– Tal vez te lo cuente más adelante.

– De acuerdo.

Lo sé, ya sé que es peligroso. Cada acción, incluso la más nimia, tiene consecuencias. La magia se cobra un alto precio. Tardé mucho en comprenderlo, lo entendí después de Lansquenet y de Les Laveuses, pero ahora está clarísimo, del mismo modo que las consecuencias de nuestro recorrido se despliegan a nuestro alrededor como las olas en un lago.

Valga como ejemplo mi madre, tan generosa con sus dones, dedicada a repartir buena suerte y buena voluntad mientras en su interior el cáncer, que no llegó a saber que padecía, creció como los intereses de una cuenta de depósito a plazo. El universo cuadra el debe y el haber. Hay que pagarlo todo, incluso algo tan pequeño como un hechizo, un ensalmo o un círculo trazado en la arena. Debemos pagar en su totalidad y con sangre.

En este aspecto existe la simetría. Por cada golpe de suerte, un hachazo; por cada persona que ayudamos, un pesar. Una bolsita de seda roja sobre la puerta… y en otra parte cae una sombra. Una vela encendida para desterrar la mala suerte… y la casa de un vecino de enfrente se incendia y arde hasta los cimientos. Una fiesta del chocolate y la muerte de un amigo…

Una desventura…

Un Accidente…

Por eso no puedo confiar en Zozie. Me cae demasiado bien como para perder su confianza. Me parece que a las niñas también les gusta. Tiene algo juvenil, algo más acorde con la edad de Anouk que con la mía, algo que la vuelve más accesible.

Tal vez tiene que ver con su melena larga, suelta y con el mechón rosa en la parte delantera, o con su ropa de colores exuberantes, comprada en una tienda benéfica y combinada como el contenido de una caja de maquillaje infantil aunque, por extraño que parezca, le sienta bien. Hoy lleva un vestido de cintura de avispa de los años cincuenta, de tono azul cielo y estampado con veleros, y zapatillas de ballet amarillas, calzado que no es precisamente adecuado para el mes de noviembre…, aunque está claro que le importa un bledo. Esas cuestiones jamás la preocuparán.

Recuerdo que antaño yo era así. Recuerdo la actitud desafiante. Claro que la maternidad lo cambia todo, nos vuelve cobardes, nos convierte en cobardes, en mentirosas… y hasta en cosas peores.

Les Laveuses, Anouk y… ¡oh, aquel viento!

Han transcurrido cuatro días y todavía estoy sorprendida porque no solo confío en Zozie para que vigile a Rosette, como solía hacer madame Poussin, sino para toda clase de cuestiones del local, como envolver, embalar, limpiar y hacer los pedidos. Dice que le gusta, insiste en que siempre soñó con trabajar en una chocolatería y, por otro lado, jamás se atiborra como solía hacer madame Poussin ni se aprovecha de su posición para pedir muestras.

Todavía no he hablado con Thierry sobre ella. No sé a qué se debe, aunque lo cierto es que tengo la sensación de que no estará de acuerdo. Quizá porque no lo consulté o tal vez por la mismísima Zozie, que se diferencia tanto como es posible de la formal madame Poussin.

Con los clientes suele ser alegre y, en ocasiones, inquietantemente informal. Habla sin parar mientras envuelve cajas, pesa bombones y menciona las novedades. Tiene una capacidad extraordinaria para lograr que los demás hablen de sí mismos: pregunta por el dolor de espalda de madame Pinot y parlotea con el cartero durante el reparto. Conoce las preferencias de Nico el Gordo; coquetea descaradamente con Jean-Louis y Paupaul, los aspirantes a artistas que importunan a los clientes de Le P'tit Pinson, y charla con Richard y Mathurin, los ancianos a los que denomina «los patriotas», que a veces llegan a la cafetería a las ocho de la mañana y casi nunca se marchan hasta después de comer.

Conoce por su nombre a los amigos que Anouk tiene en el liceo, pregunta por sus profesores y habla de su modo de vestir. Por otro lado, jamás me hace sentir incómoda; nunca plantea las preguntas que, en su lugar, cualquiera haría.

Sentí lo mismo con relación a Armande Voizin…, allá en los tiempos de Lansquenet. La revoltosa, traviesa y picara Armande, cuyas enaguas rojas aún veo a veces con el rabillo del ojo, cuya voz imaginada en medio del gentío y tan parecida a la de mi madre, en ocasiones me obliga a darme la vuelta y clavar la mirada.

Cae de maduro que Zozie no tiene nada que ver con ella. Cuando la conocí, Armande tenía ochenta años y era una mujer reseca, irritable y cascada. Por otro lado, veo en Zozie su estilo desbordante y su interés por todo. Y si Armande tenía una chispa de lo que mi madre denominaba magia…

Ahora no hablamos de esas cuestiones. Aunque tácito, nuestro pacto es estricto. La más mínima indiscreción, aunque solo sea encender una chispa, y nuevamente arderá el castillo de naipes. Ya ha ocurrido en Lansquenet, en Les Laveuses y, con anterioridad, en un centenar de localidades, pero se acabó, no puede ser. Esta vez nos quedamos.

Hoy se presentó temprano, justo en el momento en que Anouk se iba a la escuela. La dejé sola menos de una hora, el tiempo suficiente para dar un paseo con Rosette, y cuando regresé el local parecía más alegre, espacioso y atractivo. Había cambiado el escaparate: extendió un retal de terciopelo azul marino sobre la pirámide de latas y encima colocó unos tacones de aguja de color rojo brillante, llenos a reventar de bombones envueltos con papel metálico rojo y dorado.

Aunque excéntrico, el efecto resulta muy llamativo. Los tacones, los mismos que llevaba el primer día, parecen brillar en el escaparate oscuro y, como un tesoro escondido, los bombones se desparraman por el terciopelo cual cubos y fragmentos de luces de colores.

– Espero que no te moleste -dijo Zozie cuando entré-. Pensé que un toque alegre vendría bien.

– Me gusta -afirmé-. Zapatos y bombones…

Zozie sonrió de oreja a oreja.

– Son dos de mis pasiones.

– Dime, ¿cuál es tu preferido?

En realidad no me interesa saberlo, pero la curiosidad profesional me llevó a plantearlo. Han pasado cuatro días y sigo sin saber cuál es su favorito.

Zozie se encogió de hombros.

– Me gustan todos, aunque los comprados no saben como los artesanales. En algún momento comentaste que los preparabas…

– Los preparaba cuando tenía tiempo…

Me miró a los ojos.

– Pero si tienes tiempo de sobra. Me ocuparé de la chocolatería mientras obras la magia en la trastienda.

– ¿Qué magia?

Zozie comenzó a trazar planes, por lo visto sin reparar en el impacto que la palabra «magia» había causado en mí. Hizo planes para un lote de trufas artesanales, los bombones más fáciles de preparar y, a continuación, se lanzó a por los bizcochitos de harina de almendras, mis preferidos, con arándanos y pasas de Esmirna gordas y amarillas.