Soy capaz de hacerlos con los ojos cerrados. Hasta un niño sabe preparar bizcochitos de harina de almendras y Anouk me había ayudado a menudo en los tiempos de Lansquenet; seleccionaba las pasas más tentadoras y los arándanos más dulces, de los que siempre se reservaba una ración generosa, y los disponía sobre los discos de chocolate fundido, ya fuese negro o con leche, trazando primorosos dibujos.
Desde entonces no he hecho bizcochitos de harina de almendras. Me recuerdan demasiado aquella época, la pequeña pastelería con la gavilla de trigo sobre la puerta, a Armande, a Joséphine, a Roux…
– Puedes pedir lo que quieras por los bombones artesanales -prosiguió Zozie, sin enterarse de nada-. Si aquí colocas un par de sillas y haces un poco de espacio -acotó y señaló el lugar-, la gente podrá sentarse, tomar algo y tal vez pedir una ración de pastel. ¿No te gustaría? Me parece que sería una muestra de cordialidad, un modo de atraer a los clientes.
– Hummm… -Yo no estaba del todo segura. Se parecía demasiado a Lansquenet. La chocolatería debía seguir siendo un negocio y los parroquianos, clientes en lugar de amigos. De lo contrario, cualquier día ocurre lo inevitable y, una vez abierta la caja, cerrarla se vuelve imposible. Además, ya sabía qué opinaría Thierry…-. Me parece que no.
Zozie guardó silencio, pero me miró significativamente. Tengo la sospecha de que la he decepcionado y sé que se trata de una sensación absurda pero…
Me pregunto cuándo me he vuelto tan pusilánime y por qué me preocupo tanto por la opinión de los demás. Mi voz suena quisquillosa y seca, como la de una remilgada. Me gustaría saber si Anouk también lo nota.
– No pasa nada, solo era una propuesta.
Me digo que no haremos daño a nadie. Al fin y al cabo, solo se trata de chocolate, de aproximadamente una docena de lotes de trufas que me servirán para no perder la práctica. Thierry considerará que pierdo el tiempo, pero su parecer no debe detenerme y, además, ¿qué me importa?
– Supongo que podría preparar unas cajas para Navidad.
Conservo los cazos, tanto los de cobre como los esmaltados, cuidadosamente envueltos y guardados en cajas en el sótano. Todavía tengo la plancha de granito en la que templo el chocolate derretido, así como los termómetros para el azúcar, los moldes de plástico y de cerámica, los cucharones, los raspadores y las cucharas acanaladas. En el sótano está todo limpio, guardado y listo para usar. Pensé que a Rosette le gustaría… y también a Anouk…
– ¡Fantástico! -exclamó Zozie-. De paso me enseñarás.
¿Por qué no? No haré daño a nadie.
– Está bien -accedí-. Lo intentaremos.
Eso fue todo. Vuelvo a estar en el negocio sin demasiado jaleo. En el caso de que me quede algún remordimiento de conciencia…
Unas cuantas trufas, una bandeja de bizcochitos de harina de almendras o uno o dos pasteles no hacen daño a nadie y las Benévolas no se ocupan de necedades como los bombones.
Al menos eso espero…, a medida que, cada día que pasa, Vianne Rocher, Sylviane Caillou e incluso Yanne Charbonneau se pierden cada vez más en el pasado y se convierten en humo, en historia, en nota a pie de página, en nombres de una lista descolorida.
El anillo que luzco en la mano derecha resulta extraño en los dedos acostumbrados desde hace mucho tiempo a estar desnudos. El apellido Le Tresset me resulta todavía más extraño. A medio camino entre la sonrisa y la seriedad, me lo pruebo, como si quisiera saber si es de mi talla.
Yanne le Tresset.
Solo es un nombre.
¡Y una mierda!, exclama Roux, el veterano cambiador de nombres y formas, el gitano puntualizador de verdades de fondo. No solo es un nombre, sino una condena.
2
Jueves, 15 de noviembre
Ya está. Lleva su anillo, precisamente la sortija de Thierry…, al que no le gusta el chocolate caliente que prepara ni sabe nada de ella, ni siquiera su verdadero nombre. Ella dice que no ha hecho planes, que todavía se está acostumbrando, y se pone el anillo como los zapatos que es necesario ablandar para que resulten cómodos.
Mamá prefiere una boda sencilla, en el registro civil, nada de curas ni iglesias. Claro que ya sabemos que no es así, que Thierry se saldrá con la suya, con todo el montaje y Rosette y yo vestidas como dos gotas de agua. Será espantoso.
Se lo comenté a Zozie, que puso cara rara y respondió que cada uno ha de hacer lo que más le guste, lo cual es para mondarse porque nadie en su sano juicio diría que esos dos están enamorados.
Bueno, puede que él lo esté. Al fin y al cabo, ¿qué sabe? Anoche volvió a aparecer y nos llevó a cenar; esta vez no fuimos a Le P'tit Pinson, sino a un restaurante caro, a orillas del río, desde el que se veían las embarcaciones. Me puse un vestido y Thierry comentó que estaba muy guapa, aunque tendría que haberme peinado; Zozie se quedó en el negocio y cuidó de Rosette, ya que Thierry consideró que el restaurante no era adecuado para una niña pequeña…, aunque todas sabemos que ese no es el verdadero motivo.
Mamá se puso el anillo que le había regalado: un diamante grande, gordo y odioso que reposa en su mano como un insecto brillante. En la chocolatería no se lo pone porque estorba; anoche se dedicó a jugar con la sortija, la hizo girar alrededor del dedo como si le resultara incómoda.
Thierry pregunta si todavía se está acostumbrando. Como si alguna vez pudiéramos acostumbrarnos a eso, a él o a su modo de tratarnos, como a niñas malcriadas a las que hay que comprar y sobornar. Le regaló un móvil a mamá, según dijo «para estar en contacto»; no podía creer que nunca hubiese tenido móvil, y después tomamos champán (que detesto), ostras (que también detesto) y un helado con soufflé de chocolate, que me gustó, pero no tanto como los que mamá hacía antes y que, además, era pequeñísimo.
Thierry rió mucho, al menos al principio; me llamó jeune fille y habló de la chocolatería. Resulta que tiene que volver a Londres y quería que, en esta ocasión, mamá lo acompañara, pero le explicó que estaba muy ocupada y que tal vez vaya con él después del frenesí navideño.
– ¿De verdad? -inquirió Thierry-. Me pareció que habías dicho que tenías poco trabajo.
– Estoy a punto de probar algo nuevo -añadió mamá, y mencionó el proyecto de las trufas, apostilló que Zozie le ayudaría una temporada y comentó que pensaba sacar sus cacharros del sótano. Habló largo rato y le subieron los colores a la cara, como ocurre cuando algo le interesa realmente; cuanto más se expresó, más se calló Thierry y menos rió, por lo que al fina mamá dejó de hablar y se mostró un pelín incómoda-. Perdona supongo que esto no te interesa.
– No, sigue -repuso Thierry-. ¿Has dicho que fue idea de Zozie? -Esa perspectiva no le gustó nada.
Mamá sonrió.
– Nos cae muy bien, ¿no, Annie?
Respondí que así era.
– ¿Crees que es material administrativo? Reconozco que puede estar bien, pero afrontemos que, a la larga, necesitarás algo más que una camarera robada a Laurent Pinson.
– ¿Material administrativo? -preguntó mamá.
– Verás, supuse que, una vez casados, probablemente querrías que alguien regentase la chocolatería.
Una vez casados… ¡Ay tío!
Mamá levantó la cabeza y vi que había fruncido ligeramente el ceño.
– Ya sé que quieres ocuparte personalmente de la chocolatería, pero no es necesario que estés todo el tiempo. También haremos otras cosas. Tendremos libertad para viajar, para ver mundo…