– ¿Qué le pasa? -pregunté a Annie.
Me miró con cautela, como si calculase si era seguro contármelo.
– En realidad, nadie lo sabe. Cuando era muy pequeña la visitó un doctor. Dijo que tal vez tenía algo que llaman «grito del gato», pero no estaba seguro y ya no volvimos al médico.
– ¿Has dicho «grito del gato»? Suena a enfermedad medieval, a algo provocado por un maullido.
– Emitía un sonido como el de un gato. Yo la llamaba el bebé gato. -Rió y se apresuró a desviar la mirada, casi con culpa, como si hablar del tema entrañara riesgos.
– En realidad, es una buena niña -intervino Annie-. Simplemente es diferente.
Diferente.…, de nuevo esa palabra. Al igual que Accidente, posee una resonancia especial para Annie, abarca más que el significado corriente. Sin lugar a dudas, es propensa a los accidentes, pero presiento que significa algo más que verter el agua de las acuarelas en sus botas, introducir tostadas en el reproductor de vídeo o clavar los dedos en el queso y hacer agujeros para ratones invisibles.
Cuando está cerca se producen Accidentes, como el del platillo de cristal de Murano que yo juraría que se había roto, aunque ahora no estoy segura. Por no hablar de las luces que a veces se encienden y se apagan a pesar de que no hay nadie. Claro que podría deberse a la disparatada instalación eléctrica de una casa muy vieja. Es posible que haya imaginado lo demás. Como solía decir mi madre, pudo enderezar un entuerto, aunque tal vez jamás lo hizo, pero lo cierto es que no tengo la costumbre de imaginar cosas.
Los últimos días hemos estado muy ocupadas. Ha sido un ir y venir de limpieza, reestructuración y pedido de provisiones. Hemos sacado del sótano los cazos de cobre, los moldes y la cerámica de Yanne; pese a que estaban cuidadosamente embalados, muchos cazos acabaron manchados y llenos de cardenillo y, mientras yo me ocupaba de la chocolatería, Yanne pasó horas en el obrador, limpiando y frotando para dejar a punto hasta la última pieza.
Insiste en que solo lo hace por divertirse, como si se avergonzara de disfrutar, como si se tratase de una costumbre infantil que tendría que haber superado. Repite que, en realidad, no se trata de algo serio.
Desde mi perspectiva es bastante serio. No conozco otro juego planificado con tanta meticulosidad.
Solo compra el mejor chocolate cobertura a un proveedor de comercio justo que está cerca de Marsella y paga con dinero contante y sonante. Dice que, para empezar, ha encargado doce bloques de cada clase, aunque gracias a su impaciencia sé que no le alcanzarán. Me ha contado que en el pasado confeccionaba todo lo que vendía y, aunque reconozco que al principio no le creí, la forma en la que se ha lanzado al trabajo me demuestra que no exageraba.
El proceso requiere gran habilidad y su observación resulta altamente terapéutica. En primer lugar, se trata de fundir y templar el chocolate cobertura, proceso que lo vuelve cristalino y le permite adquirir esa forma brillante y maleable que sirve para preparar las trufas de chocolate. Se vale de una plancha de granito, extiende el chocolate fundido como si de seda se tratase y lo recoge hacia ella con una espátula. Luego lo introduce en el cacharro de cobre calentado y repite el proceso hasta que considera que está listo.
Casi nunca emplea el termómetro del azúcar. Dice que hace tanto que fabrica bombones que, simplemente, sabe cuándo alcanza la temperatura adecuada. Le creo; durante los últimos tres días la he observado y todos los lotes que ha producido son impecables. En ese período he aprendido a mirar con ojo crítico y a buscar grietas en el producto acabado, ese tono pálido y poco atractivo que demuestra que el chocolate ha sido incorrectamente templado, el brillo intenso y el chasquido tajante que revelan un trabajo bien hecho.
Según Yanne, las trufas son los bombones más fáciles de preparar. Annie ya los confeccionaba a los cuatro años y ha llegado el momento de que Rosette lo intente. La pequeña desliza solemnemente las bolas de trufa por la asadera con cacao en polvo, se mancha el rostro y, en medio del chocolate fundido, semeja un mapache de ojillos encendidos…
Por primera vez oigo que Yanne ríe a carcajadas.
¡Ay, Yanne, esa debilidad…!
Entretanto practico algunos trucos propios. Me interesa que la chocolatería prospere y me he esforzado por mejorar su aspecto. En virtud de la sensibilidad de Yanne, he tenido que ser discreta, si bien los símbolos de Cinteótl, la Mazorca de Maíz y el grano de cacao de la señora de la Luna de Sangre, trazados bajo el dintel de la puerta y empotrados en el umbral, garantizarán que nuestro modesto negocio progrese.
Vianne, conozco las preferencias de los clientes, las descubro en sus colores. Sé que la chica de la floristería tiene miedo, que la mujer del perro pequeño se culpa a sí misma y que el joven gordo que nunca cierra el pico morirá antes de los treinta y cinco si no hace algún esfuerzo por perder unos cuantos kilos.
Ya lo sabéis, se trata de un don. Sé lo que necesitan, sé lo que temen, puedo hacerlos bailar.
Si hubiera hecho lo mismo, mi madre no hubiera tenido que luchar tanto, pero desconfió de mi magia práctica por considerarla «intervencionista» y dio a entender que semejante abuso de mis aptitudes era, en el mejor de los casos, egoísta y, en el peor, estaba destinado a descargar sobre nosotras un castigo terrible.
«Recuerda el credo del delfín», solía decir. «Deja de entrometerte, no sea que olvidemos el camino.» Como es obvio, el credo del delfín estaba inundado de esa clase de sentimientos… y para entonces mi propio sistema se encontraba en plena construcción y hacía mucho que había llegado a la conclusión de que no solo había abandonado el camino del delfín, sino de que había nacido para entrometerme.
Lo que me pregunto es por dónde empiezo. ¿Por Yanne o por Annie? ¿Por Laurent Pinson o por madame Pinot? Aquí hay muchas vidas entrelazadas, cada una con sus secretos, sueños, ambiciones, dudas encubiertas, pensamientos sombríos, pasiones olvidadas y deseos sin expresar. Hay muchas vidas para tomarlas y saborearlas, para alguien como yo.
Esta mañana se presentó la chica de la floristería.
– He visto el escaparate -susurró-. Ha quedado tan bonito… No pude dejar de mirar hacia dentro.
– Eres Alice, ¿no?
Movió afirmativamente la cabeza y paseó la mirada a su alrededor con la cautela de los animales pequeños ante lo novedoso.
Sabemos que Alice es terriblemente tímida. Su voz no es más que un vestigio y su melena, una mortaja. Sus ojos delineados con kohl son muy bonitos y asoman por debajo de la maraña del flequillo decolorado casi hasta el blanco; sus brazos y sus piernas escapan torpemente de un vestido azul que parece adecuado para una niña de diez años.
Calza enormes botas con plataforma, que parecen demasiado pesadas para sus piernas como palillos. Su bombón favorito es el de chocolate con leche, aunque siempre compra los cuadrados de chocolate oscuro porque solo tienen la mitad de las calorías. Sus colores están teñidos de ansiedad.
– Hay algo que huele muy bien -comentó olisqueando el aire.
– Yanne está preparando bombones -repliqué.
– ¿Has dicho que los está preparando? ¿Sabe hacerlos?
La hice sentar en la vieja butaca que encontré en un contenedor de la rue de Clichy. Está raído, pero resulta muy cómodo y, al igual que con la chocolatería, me propongo acondicionarlo los próximos días.
– Prueba uno. Invita la casa.
Se le iluminó la mirada.
– Ya sabes que no debo.
– Lo cortaré por la mitad y lo compartiremos -propuse, y me senté en el brazo de la butaca.
Fue muy fácil trazar con la uña la seductora señal del grano de cacao y observarla a través del Espejo Humeante mientras Alice picoteaba la trufa como un polluelo.