La conozco bien. La he visto con anterioridad. Es una niña ansiosa, siempre consciente de no ser lo bastante buena, de no ser calcada a los demás. Sus padres son buenos, pero ambiciosos, exigentes y dejan claro que el fracaso no es una alternativa, que para ellos y para su niña no existe nada lo bastante bueno. Un día se salta la comida y se siente bien… Hasta cierto punto, tiene la sensación de que se ha librado de los temores que la agobian. Se salta el desayuno y experimenta el vértigo de la nueva y tonificante sensación de control. Se prueba a sí misma y descubre que le falta algo. Se recompensa por ser tan buena. Y así está ahora… Era una cría tan buena y se esforzaba tanto… Tiene veintitrés años, sigue aparentando trece y todavía no se considera lo bastante buena, aún no ha llegado…
Alice terminó la trufa y murmuró:
– Hummm… -Me ocupé de que viera cómo saboreaba mi mitad-. Trabajar aquí tiene que ser muy difícil.
– ¿Difícil? -repetí.
– Bueno, quiero decir peligroso. -Se ruborizó ligeramente-. Sé que parece una estupidez, pero yo me sentiría en peligro si tuviera que ver bombones todo el día…, si tuviera que tocarlos…, siempre rodeada de olor a chocolate… -Alice perdió parte de su timidez-. ¿Cómo lo consigues? ¿Qué haces para no comer bombones todo el día?
Sonreí.
– ¿Qué te lleva a pensar que no los como?
– Estás delgada -repuso Alice, y pensé que podría regalarle veinte kilos y quedarme tan ancha.
Reí.
– Es fruta prohibida, mucho más tentadora que la corriente. Toma, aquí tienes otro. -Alice meneó la cabeza-. Chocolate, Teobroma cacao, el alimento de los dioses. Se prepara con granos molidos de cacao puro, guindillas, canela y el azúcar imprescindible para cortar el amargor. Así lo confeccionaban los mayas hace más de dos mil años. Lo consumían en las ceremonias para armarse de valor. Se lo proporcionaban a las víctimas de los sacrificios antes de arrancarles el corazón. Lo usaban en orgías que duraban varias horas. -Alice me miró con los ojos desmesuradamente abiertos-. Como puedes ver, es peligroso. -Sonreí-. Es mejor no tomar demasiado.
Yo todavía sonreía cuando Alice se marchó con una caja de una docena de trufas en la mano.
Simultáneamente, desde otra vida…
Françoise Lavery apareció en la prensa. Por lo visto, me equivoqué con respecto a la filmación de las cámaras del banco, ya que la policía obtuvo varias fotos bastante buenas de mis últimas visitas y algún colega reconoció a Françoise. La investigación posterior demostró que Françoise no existe y que su historia es falsa del principio al fin. Los resultados son bastantes previsibles. El periódico de la tarde publicó una foto de la sospechosa con el resto del claustro, una instantánea con mucho grano, seguida de varios artículos que apuntaban a que tal vez su impostura encubría motivos más siniestros que el económico. El Paris-Soir se refociló afirmando que cabía la posibilidad de que Françoise fuese una depredadora sexual en busca de menores.
Annie diría: «Como si eso…». Es un titular interesante y supongo que veré varias veces la misma foto hasta que deje de ser una novedad. No me preocupa lo más mínimo. Es imposible que alguien reconozca a Zozie de l'Alba en esa foto amarronada. A decir verdad, a la mayoría de mis colegas les habría costado identificar a la mismísima Françoise…, ya que los encantos no se traspasan fielmente al celuloide, motivo por el cual nunca intenté hacer carrera en el cine, y en esa foto no se parece tanto a Françoise como a una niña que conocí, la misma que siempre fue un bicho raro en Saint Michael's-on-the-Green.
Ya no pienso mucho en esa chica. Pobre, con su piel fatal y su estrafalaria madre con flores en el pelo. ¿Qué posibilidades tenía?
Vamos, tenía las mismas posibilidades que cualquiera, la que te toca el día que naces, la única que existe… Hay quienes dedican la vida a dar excusas, a culpar a las cartas o a desear que les hubiera tocado una mano mejor, mientras que algunos jugamos con lo que reparten, subimos las apuestas, apelamos a todos los trucos imaginables y engañamos si podemos…
Y ganamos…, y seguimos ganando, que es lo único que importa. Me gusta ganar. Soy una jugadora excelente.
Lo que me pregunto es por dónde empiezo. Desde luego, a Annie no le vendría mal un poco de ayuda, algo que acreciente su confianza y la encarrile por el camino adecuado.
Los nombres y los símbolos del Uno Jaguar y de la Luna del Conejo, escritos con rotulador en la base de la mochila, fomentarán sus habilidades sociales, pero creo que necesita algo más. Por eso le doy Huracán, el vengativo, se lo atribuyo para que compense todas las veces que fue bicho raro.
Obviamente, no se trata de que Annie piense así. La niña presenta una lamentable falta de malicia y, en realidad, lo único que quiere es ser amiga de todos. Estoy segura de que lograré curarla. La venganza es una droga adictiva y, una vez probada, casi nunca se olvida. Al fin y al cabo, soy la más indicada para saberlo.
No me dedico al oficio de conceder deseos. En mi partida, cada bruja ha de apañarse por su cuenta. Annie es una rareza auténtica, una planta que, regada, podría dar flores espectaculares. Sea como fuere, en mi oficio las probabilidades de ser creativa son escasísimas. La mayoría de mis casos se resuelven con facilidad y no hace falta artesanía cuando basta con un ensalmo.
Además, aunque solo sea por una vez, me solidarizo con Annie. Recuerdo lo que significaba ser cada día el bicho raro. Recuerdo el gozo de ajustar las cuentas.
Será todo un placer.
4
Sábado, 17 de noviembre
El gordo que jamás calla se llama Nico. Me lo dijo esta tarde, cuando entró a investigar. Yanne acababa de preparar un lote de trufas de coco y el local entero olía; despedía ese aroma especiado y terrenal que atraganta. Creo que ya he dicho que el chocolate no me gusta, pero ese aroma, tan parecido al del incienso de la tienda de mi madre, tan dulce, suntuoso y perturbador, me afecta como una droga y me vuelve temeraria e impulsiva, genera en mí ganas de intervenir.
– ¡Hola! Me gustan tus zapatos, son fantásticos, los encuentro fabulosos.
Así habla Nico el Gordo; a ojo de buen cubero le daría veintitantos, pese a que ronda los ciento veinte kilos, lleva el pelo rizado hasta los hombros y su cara abotargada y demudada es como la de un bebé gigantesco y eternamente al borde de la risa o el llanto.
– Pues muchas gracias… -respondí.
En realidad, figuran entre mi calzado preferido; son manoletinas con tacón, de los años cincuenta, de terciopelo verde pálido, con lazos y hebillas de cristal en la puntera…
A menudo sabes cómo es una persona por sus zapatos. Los de Nico eran blancos y negros; de calidad, pero con los talones pisoteados como si fuesen zapatillas de andar por casa, como si no se tomara la molestia de ponérselos bien. Diría que sigue viviendo en casa de sus padres; es un niño de mamá que se rebela discretamente a través del calzado.
– ¿A qué huele? -¡Por fin se enteró! Giró la cara en dirección al origen del aroma. En el obrador, a mis espaldas, Yanne canturreaba. Un sonido rítmico, tal vez el de una cuchara de madera que golpeaba un cazo, apuntaba a que Rosette participaba-. Huele como si estuvieran cocinando. ¡Dama de los zapatos, dímelo, por favor! ¿Qué hay para comer?
– Trufas de coco -respondí y sonreí de oreja a oreja.
En menos de un minuto Nico compró todo el lote.
Reconozco que en esta ocasión no me hago la más mínima ilusión de que fuera obra mía. Nico es la clase de persona más fácil de seducir. Hasta un niño lo habría logrado. Pagó con Carte Bleue, lo que me permitió averiguar su número secreto, aunque todavía no pienso utilizarlo. De todas maneras, no debo perder la práctica. Un recorrido tan directo podría conducir a la chocolatería y lo estoy pasando demasiado bien como para arriesgar mi posición en esta etapa. Tal vez lo aproveche más adelante, cuando sepa por qué estoy aquí.