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Anouk no lo entendió y preguntó por qué no podíamos quedarnos.

Fue el estribillo constante de los primeros tiempos. Incluso comencé a temer el nombre de aquel lugar y los recuerdos que se adherían como lapas a nuestra ropa de viaje. Cada día mudábamos con el viento. De noche nos tumbábamos una al lado de la otra en el cuarto que había arriba de una cafetería, preparábamos chocolate caliente en el hornillo portátil o encendíamos velas, hacíamos sombras chinescas de conejos en la pared y narrábamos fabulosas historias de magia, brujas, casas de pan de jengibre y hombres morenos que se trocaban en lobos y en ocasiones se quedaban así para siempre.

Para entonces los cuentos eran lo único que teníamos. La magia de verdad, aquella con la que habíamos vivido todas nuestras vidas, la magia de hechizos y ensalmos de mi madre, la de la sal junto a la puerta y la bolsita de seda roja para aplacar a los dioses menores, se abrió aquel verano como una araña que pasa de la buena a la mala suerte al dar la medianoche, mientras teje la red con la que atrapar nuestros sueños. Por cada modesto hechizo o encantamiento, por cada carta barajada, runa lanzada y señal trazada en una puerta para desviar la trayectoria de la desventura, el viento arreció un poquitín, tironeó de nuestras ropas, nos olisqueó como un perro famélico y nos desplazó de aquí para allá.

Todavía llevábamos la delantera; hicimos la recolección de cerezas y de manzanas y el resto del tiempo trabajamos en cafeterías y restaurantes; ahorramos lo que ganamos y en cada lugar cambiamos de nombre. Nos volvimos cuidadosas. No quedaba otra solución. Nos ocultamos como los urogallos en los campos. No levantamos el vuelo ni cantamos.

Poco a poco desechamos las cartas del tarot, dejamos de utilizar las hierbas, no respetamos los días de guardar, permitimos que las lunas crecientes llegasen y pasaran y las señales de la suerte, trazadas con tinta en las palmas de nuestras manos, se desdibujaron y desaparecieron.

Fue una época de relativa paz. Permanecimos en la ciudad; encontré un lugar donde estar y visité escuelas y hospitales. Compré en el rastro una alianza matrimonial y me di a conocer como madame Rocher.

Rosette nació en diciembre en un hospital de las afueras de Rennes. Habíamos encontrado un pueblo en el que quedarnos: Les Laveuses, a orillas del Loira. Alquilamos un apartamento en lo alto de una crepería. Nos gustaba. Podríamos habernos quedado…

… si el viento de diciembre no hubiese tenido otros planes.

V'là l'bon vent, v'là l'joli vent

V'là l'bon vent, ma mie m'appelle…

Mi madre me enseñó esa nana. Se trata de una vieja canción, una canción de amor, un hechizo que entonces entoné para tranquilizar al viento, para convencerlo de que esta vez nos dejase en paz, para calmar a esa cosa chillona con la que había salido del hospital, esa cosa diminuta que no comía ni dormía y que, noche tras noche, maullaba como un gato mientras a nuestro alrededor el viento gemía y se agitaba como una mujer colérica; lo canté cada noche para conciliar el sueño, en la letra de mi canto lo llamé «buen viento, viento bonito», del mismo modo que, con la esperanza de librarse de su venganza, antaño, la gente sencilla se dirigía a las Furias o Erinias como las «Bondadosas» o las «Benévolas».

¿Acaso son Bondadosas quienes persiguen a los muertos?

Volvieron a encontrarnos a orillas del Loira y, una vez más, tuvimos que huir. En esa ocasión nos trasladamos a París…, a la ciudad de mi madre y mi lugar de nacimiento, el único sitio al que había jurado que jamás regresaría. Por otro lado, las ciudades confieren cierto grado de invisibilidad. Como hemos dejado de ser periquitos entre gorriones, ahora vestimos los colores de los pájaros autóctonos, que son demasiado corrientes y vulgares como para echarles un segundo vistazo… e incluso el primero. Mi madre huyó a Nueva York para morir y yo a París para renacer. ¿Enfermos o sanos? ¿Felices o tristes? ¿Ricos o pobres? A la ciudad no le importa. La ciudad tiene otros asuntos de los que ocuparse. Sigue su curso sin plantear preguntas, recorre su camino sin siquiera encogerse de hombros.

De todas maneras, aquel año fue muy duro. Hacía frío, la pequeña lloraba, nos instalamos en un cuartucho escaleras arriba de una vivienda situada cerca del boulevard de la Chapelle y por la noche los letreros de neón parpadeaban en rojo y verde hasta que tenías la sensación de que te volvías loca. Podría haberlo solucionado, pues conozco un ensalmo con el que lo habría conseguido con la misma facilidad con la que se acciona el interruptor para apagar la luz, pero había prometido que no volvería a apelar a la magia, por lo que dormimos en los resquicios entre el rojo y el verde; Rosette no dejó de llorar hasta Epifanía (o eso nos pareció) y por primera vez el roscón de Reyes no fue casero sino comprado, aunque lo cierto es que nadie tuvo demasiadas ganas de celebrar.

Aquel año odié París profundamente. Detesté el frío, la suciedad, los olores, la descortesía de los parisinos, el ruido del tren, la violencia y la hostilidad. Descubrí enseguida que París no es una ciudad, sino un montón de muñecas rusas guardadas una dentro de la otra, cada una de las cuales tiene sus costumbres y prejuicios, su iglesia, mezquita o sinagoga, todas llenas de fanáticos, cotilleos, enteradillos, chivos expiatorios, perdedores, amantes, líderes y objetos de burla.

También hubo personas amables, como la familia india que cuidaba de Rosette mientras Anouk y yo íbamos al mercado o el verdulero que nos guardaba las frutas y las verduras machucadas. Con otras no sucedió lo mismo: me refiero a los barbudos que desviaron la mirada cuando pasé con Anouk junto a la mezquita de la rue Myrrha o las mujeres que se congregaban a las puertas de la iglesia de Saint-Bernard y que me miraban como si fuese una mierda.

Desde entonces las cosas han cambiado mucho. Por fin hemos encontrado nuestro lugar. A menos de media hora andando desde el boulevard de la Chapelle, la place des Faux-Monnayeurs es otro mundo.

Mi madre solía decir que Montmartre es un pueblo, una isla que asoma en medio de la bruma parisina. Está claro que no es como Lansquenet, pero así y todo sigue siendo un buen lugar, con un pisito arriba de la chocolatería, obrador en el fondo y sendas habitaciones para Rosette y Anouk bajo los aleros, donde anidan los pájaros.

En el pasado nuestra chocolatería fue una cafetería diminuta, dirigida por Marie-Louise Poussin, que vivía en el primer piso. Madame llevaba veinte años en el pequeño apartamento, había visto morir a su marido y a su hijo y, pese a que pasaba de los sesenta y su salud dejaba mucho que desear, se negaba tercamente a jubilarse. Madame Poussin necesitaba ayuda y yo un trabajo. Accedí a dirigir el negocio a cambio de un modesto salario y el usufructo de los cuartos de la segunda planta y, a medida que la mujer se vio cada vez más limitada, convertimos la cafetería en chocolatería.

Me ocupé de los pedidos, llevé las cuentas, organicé los repartos y me ocupé de las ventas. También me encargué de las reparaciones y las refacciones. Nuestro acuerdo ha durado más de tres años y ya nos hemos acostumbrado. No contamos con jardín ni con mucho espacio, pero desde la ventana vemos el Sacré-Coeur, que se eleva como un dirigible por encima de las calles. Anouk ha comenzado la secundaria en el liceo Jules Renard, muy cerca del boulevard des Batignolles, y es lista y estudia mucho, por lo que estoy orgullosa de ella.

Rosette tiene casi cuatro años aunque, como es obvio, no va a la escuela. Se queda conmigo en el local, traza diseños en el suelo con botones y grajeas que pone en fila según los colores y las formas o llena las páginas de los cuadernos de dibujo con pequeñas representaciones de animales. Está aprendiendo el lenguaje de signos y rápidamente adquiere vocabulario, incluidas palabras como «bien», «más», «otra vez», «mono», «patos» y, en los últimos tiempos y para deleite de Anouk, «¡mierda!».