Es posible que también tuviese que ver con los zapatos… unos fabulosos y luminosos taconazos de color rojo carmín o piruleta, zapatos de caramelo que resplandecieron como un tesoro en la calle adoquinada. En París no se ven zapatos así, al menos en la gente corriente. Por lo que dice mamá, nosotras somos gente corriente, aunque cuesta reconocerlo por la forma en la que a veces machaca.
Esos zapatos…
Clac, clac, clac, repiquetearon los zapatos de caramelo y se detuvieron delante de la chocolatería mientras la que los calzaba miraba hacia el interior.
Aunque estaba de espaldas, al principio creí reconocerla: abrigo de color rojo intenso, a juego con los tacones, y pelo color crema de café, recogido con un pañuelo. ¿Su vestido estampado tenía cascabeles y llevaba una pulsera de dijes tintineantes en la muñeca? ¿Qué fue lo que vi…, un sutil brillo a sus espaldas, como un espejismo?
El local estaba cerrado por el funeral. La de los tacones rojos no tardaría en irse. Como deseaba que se quedase, hice algo que no debía, algo que mamá cree que he olvidado y que no realizo desde hace mucho tiempo. Hice cuernos con los dedos a su espalda y una leve señal en el aire.
La brisa con aroma a vainilla, leche a la nuez moscada y granos de cacao muy tostados a fuego lento.
No es magia, de verdad que no. Solo es un truco, un juego que practico. La magia propiamente dicha no existe… y, sin embargo, da resultado, a veces da resultado.
Te pregunté si me oías, pero no con mi voz, sino con la voz espectral, una voz muy suave, como las hojas moteadas.
Ella lo notó. Sé que se dio cuenta. Se volvió y se puso rígida; me encargué de que la puerta brillase ligeramente con el color del cielo. Jugué con ese brillo bonito como un espejo al sol, que iluminó intermitentemente su rostro.
Aroma de humo de leña en la taza; un chorrito de nata y un pellizco de azúcar. De naranja amarga, tu preferido, un setenta por ciento de chocolate puro sobre naranjas amargas cortadas en rodajas gruesas. Pruébame, saboréame, examíname.
La mujer se volvió. Yo sabía que lo haría. Pareció sorprenderse al verme pero, de todos modos, sonrió. Vi su cara de ojos azules, gran sonrisa y un montón de pecas en la nariz y en el acto me cayó fenomenal, tanto como me gustó Roux cuando nos conocimos…
En ese momento me preguntó quién había muerto.
No pude evitarlo. Tal vez fue por los zapatos o porque yo sabía que mamá estaba detrás de la puerta. Sea como fuere, se me escapó, como la luz en la puerta y el aroma a humo.
Respondí «Vianne Rocher» con voz demasiado fuerte y, mientras lo pronunciaba, mamá salió. Se cubría con el abrigo negro, llevaba a Rosette en brazos y había puesto esa cara, la misma expresión que adopta cuando me porto mal o cuando Rosette sufre uno de sus Accidentes.
– ¡Annie!
La señora de los zapatos rojos paseó la mirada de mamá a mí y volvió a observar a mi progenitura.
– ¿Madame Rocher?
Mamá se recuperó en un abrir y cerrar de ojos.
– Es mi…, es mi apellido de soltera -replicó-. Ahora soy madame Charbonneau, Yanne Charbonneau. -Volvió a mirarme con expresión peculiar-. Lamentablemente mi hija es bastante bromista -explicó a la señora-. Espero que no la haya molestado.
La mujer rió y tembló hasta la suela de los zapatos rojos.
– En absoluto. Simplemente admiraba su maravilloso local.
– No es mío -puntualizó mamá-, solo trabajo aquí.
La señora rió nuevamente.
– ¡Ojalá fuese mi caso! Debería estar buscando trabajo, pero me dedico a mirar bombones.
Mamá se relajó con esas palabras, dejó a Rosette en el suelo y cerró la puerta con llave. Rosette estudió con solemnidad a la señora de los tacones rojos. La mujer sonrió, pero Rosette no hizo lo propio. Casi nunca sonríe a los desconocidos. En cierto sentido, yo estaba satisfecha. Pensaba que la había encontrado, que me ocuparía de que se quedase y que, al menos durante un tiempo, me pertenecía.
– ¿Busca trabajo? -preguntó mamá.
La señora asintió.
– Mi compañera de piso se marchó el mes pasado y no puedo correr con todos los gastos únicamente con mi salario de camarera. Me llamo Zozie… Zozie de l'Alba y, dicho sea de paso, adoro el chocolate.
Pensé que era imposible que esa mujer cayese mal. Sus ojos eran de un azul intenso y su sonrisa parecía una rodaja de melón en su punto. Entreabrió ligeramente los labios al tiempo que miraba la puerta y comentó:
– Lo siento, no es el momento oportuno. Espero que no se trate de alguien de la familia.
Mamá volvió a coger en brazos a Rosette.
– Es el funeral de madame Poussin. Vivía aquí. Supongo que también habría dicho que regentaba el establecimiento aunque, francamente, no creo que trabajase demasiado.
Pensé en madame Poussin, con su cara de melcocha y los delantales de cuadros azules. Sus bombones preferidos eran las cremitas de rosa y, aunque mamá nunca dijo nada, comía muchos más de los que debía.
Según mamá, madame Poussin sufrió un golpe, lo que suena bastante bien, como un golpe de suerte o un movimiento para estirar las mantas sobre un crío dormido. Entonces me percaté de que nunca más volveríamos a ver a madame Poussin y noté una especie de vértigo, como bajar la cabeza y repentinamente ver a tus pies un enorme agujero abierto de repente.
– Pues sí, así es -dije, y me eché a llorar.
En un abrir y cerrar de ojos la desconocida me abrazó. Olía a lavanda y a deliciosa seda y su voz musitó en mi oído; sorprendida, pensé que era un ensalmo, un ensalmo como en la época de Lansquenet. Cuando levanté la cabeza, no era mamá la que me abrazaba, sino Zozie, cuya larga melena acariciaba mis mejillas y su abrigo rojo brillaba al sol.
Mamá se encontraba tras ella con el abrigo negro y los ojos oscuros como la medianoche, tan oscuros que nunca llegas a saber lo que piensa. Avanzó un paso con Rosette en brazos y supe que si me quedaba quieta mamá nos abrazaría a las dos y yo no podría dejar de llorar, aunque era imposible explicarle por qué, ni ahora ni nunca y, menos todavía, en presencia de la señora de los zapatos de caramelo.
Por eso di media vuelta y correteé por el callejón blanco y vacío; durante unos segundos me convertí en uno de ellos y fui libre como el cielo. Correr es bueno: das pasos de gigante, con los brazos extendidos te conviertes en una cometa, saboreas el viento, notas el sol que corretea delante de ti y a veces llegas a ser más veloz que ellos, más veloz que el viento, el sol y la sombra que te pisa los talones.
Por si no lo sabes, mi sombra tiene nombre. Se llama Pantoufle. Mamá dice que tuve un conejo llamado Pantoufle, aunque lo cierto es que no recuerdo si era real o un juguete. En ocasiones mamá lo denomina «tu amigo imaginario», pero estoy casi segura de que estaba realmente presente, como una sombra gris y peluda a mis pies o hecho un ovillo en mi cama por la noche. Todavía me gusta pensar que me vigila mientras duermo y que corre a mi lado para vencer al viento. A veces lo siento. En ocasiones incluso lo veo, aunque mamá dice que solo es producto de mi imaginación y no le gusta que lo mencione, ni siquiera en broma.
Últimamente mamá apenas bromea o ríe. Tal vez sigue preocupada por Rosette. Sé que se inquieta por mí. En su opinión, no me tomo la vida en serio ni adopto la actitud adecuada.
¿Zozie se toma la vida en serio? ¡Ay, tío! Apuesto lo que quieras a que no. Con unos zapatos así nadie se toma la vida en serio. Estoy segura de que fue por los zapatos por lo que me cayó bien en el acto. Fue por los tacones rojos, por la forma en la que se detuvo frente al escaparate y miró y por la certeza que tuve de que vio a Pantoufle, no solo una sombra, a mis pies.