Выбрать главу

– La mayoría de los viajes de nuestra vida nunca se realizan -le dije-. O los emprendemos en nuestro interior. La ventaja es que siempre hay espacio suficiente para las piernas cuando uno viaja por las vías aéreas internas.

Reanudamos el viaje.

Me había puesto a pensar dónde pasaríamos la noche. Aún no había empezado a atardecer, pero yo prefiero no conducir de noche. Desde hace unos años veo peor cuando está oscuro.

El paisaje invernal gozaba de una belleza especial por su uniformidad. Atravesábamos un entorno en el que no sucedía prácticamente nada.

Claro que aquello eran figuraciones mías. Siempre ocurre algo que viene a romper la uniformidad. Justo cuando acababa de pasar por la cima de una colina, ambos descubrimos al mismo tiempo la presencia de un perro sentado junto al arcén. Frené para no atropellado si echaba a correr hacia la carretera. Cuando lo dejamos atrás, Harriet dijo que el perro llevaba una correa. Vi por el espejo retrovisor que nos seguía. Volví a frenar y el animal nos alcanzó.

– Viene siguiéndonos -constaté.

– Creo que lo han abandonado.

– ¿Por qué iba a ser un perro abandonado?

– Los perros que corren tras los coches suelen ladrar, pero éste no ladra.

Harriet tenía razón. Me desvié al arcén y detuve el coche. El perro se sentó con la lengua fuera. Extendí el brazo para acariciarlo y no se apartó. Lo tomé por la correa y vi que había grabado en ella un número de teléfono. Harriet sacó su móvil y marcó el número. Cuando empezó a oírse el tono de llamada, me dio el aparato. Pero nadie contestó.

– No hay nadie.

– Si continuamos, el perro seguirá corriendo detrás de nosotros hasta reventar.

Harriet marcó otro número de teléfono. Cuando empezó a hablar, comprendí que había llamado al servicio de información telefónica.

– El abonado se llama Sara Larsson y vive en la granja Högtunet, en Rödjeby. ¿Tenemos algún mapa?

– Ninguno tan detallado.

– No podemos dejar al perro aquí, en la carretera.

Salí y abrí la puerta trasera. El perro entró de un salto y se acurrucó en el asiento. «Un perro solitario», me dije. «Como un ser humano muy solo.»

Tras haber recorrido unos diez kilómetros, llegamos a una pequeña aldea en la que había un comercio. Entré y pregunté por la granja Högtunet. El dependiente, que era joven y llevaba una gorra con la visera hacia atrás, me dibujó un mapa.

– Nos hemos encontrado un perro -le expliqué.

– Sara Larsson tiene un spaniel -contestó el dependiente-. ¿Tal vez se alejó de la granja y se perdió?

Volví al coche, le entregué a Harriet el mapa dibujado por el dependiente y di la vuelta por la misma carretera por la que habíamos llegado. El perro seguía enroscado en el asiento trasero. Me di cuenta de que estaba alerta. Harriet me guió hacia un desvío que apenas se distinguía entre los montones de nieve. Fue como entrar en un mundo donde todas las direcciones y puntos cardinales hubiesen dejado de existir. La carretera caracoleaba por entre los abetos vencidos por el peso de la nieve. Estaba despejada de nieve, pero ningún coche había transitado por ella desde la última vez que nevó.

– Hay huellas de animal -observó Harriet-. Conducen hacia atrás, hacia la carretera.

El perro se había sentado. Olisqueaba mirando por la luna delantera con las orejas alerta. La piel se le estremecía, como si tuviese frío. Cruzamos un viejo puente de piedra y, al borde del arcén, se atisbaban fincas abandonadas. El bosque se abrió de pronto. Sobre una colina se alzaba una casa que llevaba muchos años sin pintar. También había un trastero y un cobertizo medio derruido. Me detuve y dejé salir al perro, que echó a correr hacia la puerta y empezó a arañarla para luego sentarse a esperar. Observé que no salía humo de la chimenea. Las ventanas estaban cubiertas de escarcha. La lámpara de la escalinata estaba apagada. Y no me gustó lo que vi.

– Es como contemplar un cuadro -opinó Harriet-. Lo han expuesto aquí, en el bosque, como si fuera el caballete de la naturaleza. El artista se ha marchado.

Salí del coche y saqué el andador. Harriet negó con un gesto, pues prefería quedarse dentro. Me detuve en el jardín y agucé el oído. El perro seguía inmóvil sentado sin apartar los ojos de la puerta. De entre la nieve, como un pecio, sobresalía una quitanieves oxidada. Todo parecía abandonado y no se veían por ninguna parte otras huellas que las del perro. Me sentía cada vez más incómodo. Subí la escalinata y llamé a la puerta. El perro se puso de pie de un salto.

– ¿Quién me abrirá la puerta? -le pregunté en un susurro-. Dime, ¿a quién esperas? ¿Por qué estabas solo en la carretera nacional?

Volví a golpear la puerta y tanteé el picaporte. La llave no estaba echada. El perro se coló por entre mis piernas hacia el interior de la casa. Olía a cerrado, no porque no la hubiesen aireado, sino como si el tiempo se hubiese detenido y hubiese comenzado a despedir un olor a decadencia. El animal corrió hacia lo que yo intuí era la cocina, pero regresó enseguida. Di una voz, pero nadie respondió. A mi izquierda había una habitación con muebles antiguos y un reloj cuyo péndulo se movía mudo tras el cristal. A la derecha se hallaba la escalera que conducía al piso de arriba. Seguí al perro y me detuve en la puerta de la cocina.

En el suelo de linóleo gris yacía boca abajo el cuerpo de una anciana. Comprendí al momento que estaba muerta. Pese a todo, hice lo que había que hacer, me arrodillé y le busqué el pulso en el cuello, en la muñeca y en la sien. En realidad, no era necesario, puesto que el cuerpo estaba helado y rígido a aquellas alturas. Supuse que era Sara Larsson. Hacía frío en la cocina, pues la ventana estaba entreabierta. Adiviné que por allí habría salido el perro para ir en busca de ayuda. Me levanté y miré a mi alrededor. La cocina estaba en perfecto orden. Lo más probable era que Sara Larsson hubiese muerto por causas naturales. Se le pararía el corazón, una vena habría reventado en su cerebro. Calculé que tendría entre ochenta y noventa años. Llevaba el abundante cabello gris recogido en un moño en la nuca. Con sumo cuidado le di la vuelta al cadáver. El perro observaba mis movimientos con gran interés. Una vez que la mujer estuvo boca arriba, el animal se acercó a olisquearle el rostro. Era como si estuviese contemplando otro cuadro, distinto al que había visto Harriet. Éste representaba una soledad imposible de revestir con palabras. El rostro de la mujer muerta era hermoso. Hay una clase especial de belleza que sólo se advierte en los rostros de mujeres de edad muy avanzada. En su cara surcada de arrugas se ven todas las señales y los recuerdos de la vida pasada. Mujeres ancianas, cuyos cuerpos ya reclama la tierra.

Pensé en mi padre, en los últimos días antes de su muerte. El cáncer se extendía por todo su cuerpo. Junto a su lecho de muerte tenía un par de zapatos cepillados de forma impecable. Pero no decía nada. Temía tanto a la muerte que enmudeció. Y perdió tanto peso que estaba irreconocible. La tierra también gritaba pidiendo su cuerpo.

Fui hasta donde se encontraba Harriet, que había salido del coche y esperaba apoyada en el andador. Vino conmigo hasta el interior de la casa y se agarró con fuerza a mi brazo para subir la escalinata. El perro seguía en la cocina.

– Está en el suelo -le expliqué-. Está muerta y rígida y el rostro presenta un tono amarillento. No tienes por qué verla.

– No temo a la muerte. Lo único que me resulta desagradable es tener que estar muerta tanto tiempo.

«Estar muerto tanto tiempo.»

Después recordaría aquellas palabras de Harriet mientras estábamos en el penumbroso vestíbulo, a punto de entrar en la cocina donde yacía la mujer muerta.

Ambos guardábamos silencio. Luego echamos un vistazo a la casa. Buscaba indicios de que hubiese algún pariente con el que poder ponerme en contacto. Hubo un tiempo en que también vivía en la casa un hombre. Se deducía de las fotografías que colgaban de las paredes. Pero por entonces ella vivía sola con su perro. Cuando bajé del piso de arriba, Harriet estaba cubriendo el rostro de Sara Larsson con un paño. Le costó un gran esfuerzo agacharse. El perro se había tumbado en su cesta, junto a los fogones, y seguía nuestros movimientos con expresión vigilante.