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Esos pájaros disecados, ¿colgaban ya entonces de las paredes y miraban a los comensales con sus pétreos ojos? No lo recordaba. Pero sabía que ya había estado allí. Podía ver a mi padre limpiarse la boca con la servilleta, mirar el reloj y decirme después que me apresurase a terminar de comer. Que aún nos quedaba mucho trecho por recorrer.

En la pared que había junto a la chimenea y el fuego había un mapa. Allí estaban Aftonlöten, Linsjön y un monte que no recordaba.

Se llamaba Fnussjen.

Un nombre incomprensible, como un chiste. Un chiste de quinientos metros de altura recubierto de boscaje. A diferencia de Aftonlöten, que era un nombre serio y hermoso a la vez.

Comimos guiso de vaca. Yo terminé antes que Harriet y me senté ante el fuego a esperarla.

Cuando se levantó de la mesa, vi que le costaba cruzar el umbral con el andador, así que me levanté para prestarle ayuda.

– Puedo sola.

Su voz sonó como un repentino rugido.

Caminamos despacio sobre la nieve de regreso al coche. «Jamás vivimos juntos», pensé. «No obstante, todos aquellos que ahora nos ven nos toman por un viejo matrimonio que se profesa una paciencia infinita.»

– No tengo fuerzas para seguir hoy -confesó Harriet una vez en el coche.

Vi el sudor que había aflorado a su frente por el esfuerzo. Tenía los ojos entrecerrados, como si estuviese a punto de dormirse. «Se va a morir», pensé. «Se va a morir aquí en el coche.» Yo siempre me he preguntado en qué instante me iba a morir. En mi cama, en una calle, en una tienda o en el muelle de mi isla, mientras espero a Jansson. Pero jamás me imaginé muriendo en un coche.

– Necesito descansar -me dijo-. De lo contrario, no sé qué pasará.

– Debes decirme lo que puedes hacer y lo que no. -Pues eso es lo que estoy haciendo. Mañana dedicaremos el día a la laguna. Hoy no.

Encontré una pequeña pensión en el siguiente pueblo. Un edificio amarillo situado detrás de la iglesia donde nos recibió una mujer muy solícita. Al ver el andador, nos dio una amplia habitación de la planta baja. En realidad, a mí me habría gustado tener mi propia habitación, pero no se me ocurrió decir nada. Harriet se echó a descansar. Yo hojeé un montón de revistas viejas que había en una mesa, antes de caer vencido por el sueño. Unas horas más tarde fui a comprar una pizza en un establecimiento desierto donde vi sentado a un hombre de edad que, en compañía de su perro, murmuraba para sus adentros.

Comimos sentados en la cama. Harriet estaba muy cansada. Después de comer volvió a echarse. Le pregunté si quería que hablásemos, pero ella negó con un gesto.

Salí para pasear en el ocaso por el pequeño pueblo lleno de comercios vacíos. En los escaparates habían fijado carteles con los números de teléfono a los que debían llamar quienes quisieran alquilar algo allí. Era como un grito de socorro, un pequeño pueblo sueco a punto de naufragar. La isla de mis abuelos formaba parte de ese inmenso archipiélago sueco abandonado, que nadie necesitaba y que no sólo se componía de las islas que salpicaban nuestras largas costas, sino también de todos esos pueblos diminutos establecidos en los bosques y en el interior. No había en ellos muelles desde los que bajar a tierra, ni iracundos hidrocópteros que levantasen la nieve con sus hélices al acercarse para traer el correo y la publicidad. Pese a todo, caminar por aquellas calles desiertas le infundía a uno la sensación de ir paseando por un islote remoto. La luz azul del televisor se filtraba por las ventanas incidiendo sobre la nieve; a veces también se filtraba el sonido, de cada ventana un fragmento de distintos programas televisivos. Así me imaginaba la soledad, la gente viendo el mismo programa sólo de forma excepcional. Por las noches, varias generaciones, las familias, se enterraban en los diversos mundos que les arrojaban desde diversos satélites.

Antes, al menos, los programas de los que se hablaba eran los mismos. ¿De qué hablaba la gente ahora?

Me detuve junto a lo que había sido la estación de ferrocarril y me enrollé bien la bufanda. Hacía frío y, además, había empezado a soplar el viento. Caminé por el andén solitario. En un apartadero cubierto de nieve había un solitario vagón de mercancías, como un toro abandonado en su establo. A la débil luz de una única farola intenté leer el viejo horario que había fijado a la pared de la estación, tras un cristal destrozado. Miré mi reloj. Dentro de unos minutos habría pasado un tren con destino al sur. Esperé pensando que no sería nada extraordinario que un tren fantasma apareciese en la oscuridad para después esfumarse hacia el puente que se extendía sobre el río helado.

Pero no llegó ningún tren. No llegó nada. Si hubiese tenido algo de heno, lo habría amontonado junto al solitario vagón. Seguí caminando. El cielo estaba totalmente despejado. Intenté detectar algún movimiento allá arriba, una estrella fugaz, un satélite, tal vez un susurro de alguno de los dioses que dicen habitan el firmamento. Pero nada. El cielo nocturno estaba mudo. Continué hacia el puente que cruzaba las heladas aguas del río. Incrustado en el hielo, sobresalía un madero. Un punto negro en medio de tanta blancura. De repente, no pude recordar el nombre del río. Creía que era Ljusnan, pero no estaba seguro.

Permanecí largo rato en el puente. De pronto, sentí como si ya no estuviese solo bajo la alta armazón de hierro. Había otras personas y comprendí que eran yo mismo. A todas mis edades, desde el niño que corría jugando en la isla de mis abuelos hasta el joven que, muchos años después, abandonó a Harriet y, finalmente, el que era ahora. Por un instante osé verme a mí mismo, tal y como había sido y tal y como había llegado a ser.

Busqué, entre las figuras que me rodeaban, alguna que fuese diferente, que contuviese la persona en quien podría haberme convertido, pero no la hallé. Ni siquiera hallé al hombre que, como su padre, se hubiese dedicado a ser camarero en distintos restaurantes.

Ignoro cuánto tiempo me quedé en el puente. Cuando regresé a la pensión, las figuras que me rodeaban habían desaparecido.

Me tumbé en la cama, rocé el brazo de Harriet y me dormí.

Aquella noche soñé que trepaba por las barandillas de hierro del puente. Me colocaba sobre el punto más alto de la enorme armazón y sabía que, muy pronto, me precipitaría contra el hielo.

Cuando, al día siguiente, comenzamos a buscar el camino correcto, nevaba levemente. No recordaba en absoluto cómo era aquel camino. No había nada en aquel paisaje uniforme que le indicase la dirección a mi memoria. Lo único que sabía era que nos encontrábamos cerca. En algún lugar, en medio del triángulo formado por Aftonlöten, Ytterhogdal y Fnussjen se extendía la laguna que buscábamos.

Harriet parecía encontrarse algo mejor aquella mañana. Cuando desperté, ella ya se había levantado y estaba vestida. Desayunamos en un pequeño comedor donde no había más huéspedes que nosotros. También Harriet había tenido un sueño durante la noche. Un sueño que trataba sobre nosotros, en el que evocaba una excursión que hicimos una vez a una isla del Malaren. Yo no tenía más que un recuerdo difuso de aquello.

Pero asentí cuando Harriet me preguntó si me acordaba. Claro que sí lo recordaba. Yo recordaba todo lo que nos había sucedido a los dos.

Los montículos de nieve se alzaban enormes, había pocas salidas y, muchas de ellas, estaban llenas de nieve. De repente, recordé algo de mi juventud. Los caminos de los madereros. O más bien la sensación de uno de ellos.

Pasé un verano en casa de uno de los parientes que mi padre tenía en Jämtland. Mi abuela estaba enferma y aquel verano no podía irme a la isla. Hice un amigo, un niño de mi edad, cuyo padre era jurista. Juntos descendimos al mundo de los juicios imaginarios y estrechamos nuestra relación entre informes judiciales e investigaciones policiales. Lo que buscábamos eran los casos de paternidad dudosa, y todos los sorprendentes y atractivos detalles que contenían acerca de lo acontecido en los asientos traseros de los coches durante las noches de los sábados. Esos coches siempre se detenían en caminos de madereros. Daba la sensación de que no existiese por allí ninguna persona que no hubiese sido concebida en el asiento trasero de un coche. Devorábamos las declaraciones de los jóvenes citados a juicio que, a regañadientes y sin profusión de detalles, intentaban explicar lo que había sucedido o dejado de suceder en determinado camino de madereros. En esas declaraciones siempre nevaba, nunca podía recurrirse a verdades sencillas y claras, todo resultaba muy dudoso, pues los jóvenes se declaraban inocentes, mientras que las muchachas juraban y perjuraban que había sido él y ningún otro, aquel asiento trasero y ningún otro, aquel camino de madereros y ningún otro. Disfrutábamos de los detalles secretos y creo que, hasta que nos tocó vivir la realidad, estuvimos soñando con estar un día cerca de una mujer en el asiento trasero de un coche aparcado en algún camino de madereros cubierto por la nieve.