A lo largo de mi vida me he relacionado con muchas personas que lloraban. Durante los años que ejercí la medicina, me enfrentaba a los moribundos y a quienes se veían obligados a aceptar la enfermedad incurable de algún pariente. Pero jamás observé que sus lágrimas exhalasen un perfume similar al de las lágrimas de mi madre. Camino del restaurante, mi padre me explicó que mi madre era hipersensible. Aún me pregunto lo que yo contesté entonces. ¿Qué podía decir, en realidad? Mis primeros recuerdos consisten en imágenes de mi madre llorando porque no teníamos dinero, por la pobreza que consumía todos los aspectos de nuestra vida. Mi padre no parecía oír su llanto. Que, cuando él volvía a casa del trabajo, ella estaba de buen humor, estupendo. Que, por el contrario, se la encontraba en la cama llorando lágrimas con perfume de lavanda, le parecía igualmente estupendo. Mi padre solía pasarse las tardes ordenando su inmensa colección de soldaditos de plomo y colocándolos según reconstrucciones de batallas de la Historia. Antes de que me durmiese, venía a sentarse un rato en el borde de mi cama, me acariciaba la cabeza y me decía que lamentaba que mi madre adoleciese de una sensibilidad tal que resultaba imposible pensar siquiera en darme un hermano.
Crecí en una tierra de nadie, entre lágrimas y soldaditos de plomo. Y con un padre que se empecinaba en afirmar que un camarero y un cantante de ópera tenían en común la necesidad de disponer de unos buenos zapatos para realizar su trabajo.
Al final hicimos lo que él quería: fuimos al restaurante. Un camarero se acercó para tomarnos el pedido. Mi padre formuló abundantes y complejas preguntas sobre el asado de ternera por el que al final se decidió. Yo, por mi parte, opté por el arenque. Había aprendido a apreciar el pescado durante mis veranos en la isla. El camarero se retiró.
Era la primera vez que me permitían tomar vino. Y me embriagué enseguida. Después de la comida, mi padre me observó con una sonrisa y me preguntó a qué había pensado dedicar mi vida.
Yo no lo sabía. Él me había obligado a asistir a la escuela profesional, un centro docente desagradable donde los hubiera, con sus maestros hastiados y sus pasillos perfumados de lana que no me permitían reflexionar sobre el futuro. Se trataba de sobrevivir hasta el día siguiente, de que no te pillaran sin haber estudiado la lección y de no llevar observaciones en la ficha. El día de mañana estaba siempre muy próximo, era imposible imaginar un horizonte más allá del fin del próximo semestre. Aún hoy sigo sin recordar una sola ocasión en que mis compañeros y yo hablásemos del futuro.
– Tienes quince años -me dijo mi padre-. Ha llegado el momento de que empieces a pensar a qué vas a dedicarte en el futuro. ¿Quieres empezar en el ramo de la hostelería? Tal vez puedas ir a América si te pones a fregar platos cuando te hayas graduado. Sería bueno que fueras pensándolo. Pero recuerda que debes llevar un par de buenos zapatos.
– Yo no quiero ser camarero.
Respondí con absoluta resolución. Y no fui capaz de interpretar si para mi padre supuso una decepción o un alivio. Dio un pequeño sorbo al vino y se pasó el índice por el puente de la nariz antes de preguntarme si era cierto que no tenía ningún tipo de proyecto para el futuro.
– No.
– En algo debes de haber pensado. ¿Cuáles son las asignaturas que más te gustan?
– Música.
– Vaya, ¿sabes cantar? Eso sí que no lo sabía.
– No, no sé cantar.
– Y entonces, ¿por qué es la música lo que más te gusta?
– El profesor de música, Ramberg, no se fija en mí.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Él sólo se fija en los que cantan bien. A los demás, ni nos ve.
– O sea, que la asignatura que más te gusta es aquella en la que pasas inadvertido, ¿es eso?
– Bueno, la química tampoco está mal.
Mi padre estaba visiblemente sorprendido. Por un instante, dio la impresión de estar rebuscando entre remotos recuerdos de su miserable vida escolar por ver si tenían esa asignatura siquiera. Yo lo miraba como embrujado, pues se transformaba ante mis ojos. Hasta entonces, lo único que cambiaba en él era su ropa, sus zapatos y el color de su cabello, cada día más gris. Pero aquel día ocurrió algo imprevisto. Parecía como si fuese víctima de una suerte de indefensión repentina que yo no había detectado hasta entonces. Pese a que se sentaba a menudo al borde de mi cama o salía a nadar conmigo en la bahía, siempre había estado muy distante. Ahora, en ese estado de precariedad, lo sentí más próximo. Yo era más fuerte que el hombre que tenía frente a mí, al otro lado del blanco mantel del restaurante donde una banda interpretaba canciones que nadie escuchaba y el humo de los cigarrillos se mezclaba con olorosos perfumes mientras el vino desaparecía de su copa.
Entonces decidí en un segundo lo que iba a contestar. Descubrí mi futuro o lo inventé en aquel preciso momento. Mi padre me miró con sus ojos de color gris azulado como recuperado de su indefensión. Pero yo la había percibido y no la olvidaría jamás.
– ¿De modo que te atrae la química? ¿Por qué?
– Porque pienso ser médico. Y para eso hay que saber de sustancias químicas. Quiero operar a la gente.
Entonces, me miró con expresión de repugnancia.
– ¿Quieres decir que piensas ponerte a despedazar gente?
– Sí.
– Pero no podrás ser médico con el graduado en formación profesional, ¿no?
– Quiero seguir y estudiar el bachillerato.
– ¿Para luego hurgar en las entrañas de las personas?
– Quiero ser cirujano.
En ese instante, el plan de mi vida cobró forma. Jamás se me había pasado por la cabeza ser médico. No es que me desmayase al ver sangre o cuando me ponían una inyección, pero nunca había imaginado que mi vida pudiese transcurrir por los pasillos de un hospital o entre quirófanos. Cuando, aquella noche de abril, emprendimos el regreso a casa, mi padre algo ebrio y yo, un adolescente cansado por el alcohol, comprendí que no sólo le había dado una respuesta a mi padre, sino que además me había hecho una promesa a mí mismo.
Sería médico. Dedicaría mi vida a seccionar cuerpos humanos.
2
Hoy no hay correo.
Tampoco hubo ayer. En cambio, sí que viene Jansson, el cartero del archipiélago. No tiene correo para mí. Se lo he prohibido. Hace ya doce años le advertí que no llegase hasta mi muelle cuando sólo tuviese folletos publicitarios. Me cansé de todas esas ofertas especiales de ordenadores y solomillos. Le dije que no tenía ningún interés en exponerme a la influencia de personas que sólo querían dirigir mi vida persiguiéndome con sus ofertas especiales. Intenté explicarle que la vida no consiste en precios reducidos. La vida consiste, de hecho, en algo sustancial. No sé qué es, pero uno debe creer que la vida tiene una sustancia y que el sentido oculto se encuentra en un nivel que está por encima de todos los cupones de descuento y los sorteos.
Discutimos. Pero ésa no fue la última vez. A veces me da por pensar que es esa irritación nuestra la que nos mantiene unidos. Sin embargo, después de aquella ocasión nunca más volvió a traerme publicidad. La última vez que me trajo una carta, era del ayuntamiento. Y de eso hace siete años y medio. Fue un día de otoño de marea baja y fuerte ventisca del nordeste. Me comunicaban que me habían asignado una plaza en el cementerio. Según Jansson, se la daban a todo el mundo. Era un nuevo servicio: todos los contribuyentes vivos tenían derecho a saber dónde iban a ser enterrados, por si querían visitarlo y ver a quiénes iban a tener de vecinos.
Ésa es la única carta que he recibido en los últimos doce años. A excepción de los tristes justificantes de mi pensión, la declaración y los extractos del banco. Jansson siempre se presenta sobre las dos. Sospecho que tiene que llegar hasta aquí para poder exigirle a Correos la compensación económica por el uso del barco o del hidrocóptero. He intentado sonsacárselo, pero él no me ha dicho nada. Puede que sea por mí por quien sigue trabajando. Tal vez sea para poder atracar en mi muelle tres veces durante el invierno y cinco los veranos por lo que aún no lo han retirado.