Hace quince años había unos cincuenta habitantes permanentes en estas islas. Incluso había un barco que recogía a cuatro niños y los llevaba a la escuela del pueblo. Hoy quedamos siete, uno de ellos con menos de sesenta años: Jansson. Él es el más joven y, por ello, al que más le interesa que nos mantengamos vivos y sigamos aquí, en el archipiélago. De lo contrario, se quedará sin trabajo.
A mí me trae sin cuidado. A mí no me gusta Jansson. Es uno de los pacientes más pesados que he tenido nunca. Pertenece al grupo de los hipocondríacos más difíciles de tratar. En una ocasión, hace cuatro años, le miré la garganta y le tomé la tensión cuando, de repente, me dijo que creía que tenía un tumor cerebral que le afectaba a la vista. Le respondí que no tenía tiempo de prestar atención a sus fantasías. Pero él insistió. Algo estaba ocurriendo en su cerebro. Le pregunté por qué creía tal cosa. ¿Le dolía la cabeza? ¿Sufría vértigos? ¿Otros síntomas? No se dio por vencido hasta que lo metí en el cobertizo, que estaba más oscuro, y le examiné las pupilas con una linterna antes de explicarle que todo parecía normal.
Estoy convencido de que Jansson es, en el fondo, una persona sanísima. Su padre tiene noventa y siete años y vive en una residencia, pero conserva la cabeza. Jansson y su padre llevan sin hablarse desde 1970, cuando Jansson se cansó de trabajar ayudándole en la pesca de la anguila y empezó a trabajar en una serrería de Småland. Jamás he podido explicarme por qué eligió una serrería. Claro que comprendo que no soportase más al tirano de su padre. Pero ¿una serrería? De nada sirven mis esfuerzos por comprenderlo, puesto que carezco casi por completo de información. Pero, desde aquella ocasión, en 1970, no se hablan. Jansson no volvió de Småland hasta que su padre tuvo que mudarse a la residencia a causa de su avanzada edad. Y no se hablan.
Jansson tiene una hermana mayor llamada Linnea, que vive en tierra firme. Estuvo casada y regentaba una cafetería que abría los veranos. Pero después murió su marido, se cayó por la pendiente que lleva hasta el supermercado Konsum; entonces cerró la cafetería y se dedicó a la religión. Ella hace de mensajera entre padre e hijo.
Me pregunto qué pueden tener que decirse. ¿Acaso la hermana se dedica a transmitir el gran silencio que los separa a ambos, año tras año?
La madre de Jansson lleva ya muchos años muerta. Yo sólo la vi una vez. Y entonces ya estaba entrando en el horrible mundo de tinieblas de la senilidad y creyó que yo era su padre, que había fallecido en los años veinte. Fue una experiencia conmovedora.
De haber ocurrido hoy, mi reacción no habría sido tan desmesurada. Pero entonces yo era diferente.
En realidad, no sé nada en absoluto sobre Jansson, salvo que su nombre de pila es Ture y que es empleado de Correos. Ni yo lo conozco a él ni él me conoce a mí. Pero, cuando aparece rodeando el cabo, suelo esperarlo en el muelle. Me quedo allí, preguntándome por qué aun a sabiendas de que no obtendré respuesta.
Es como esperar a Dios o a Godot, sólo que yo espero a Jansson.
Me siento ante la mesa de la cocina y abro el diario que llevo escribiendo hace años, desde que vivo aquí. No tengo nada que contar ni a nadie que, un día, pudiera estar interesado en lo que escriba. Y, aun así, escribo. Todos los días del año, unos renglones cada día. Sobre el tiempo, la cantidad de pájaros que veo en los árboles por mi ventana, mi salud. Sólo eso. Si lo deseo, puedo abrirlo por cualquier fecha de hace diez años y constatar que había en el muelle un herrerillo común o una urraca de mar cuando bajé a esperar a Jansson.
Lo que escribo es la crónica de una vida que ha perdido el hilo.
Ya había pasado la mañana.
Había llegado la hora de ponerse el gorro, salir a enfrentarse con el amargo frío y ponerse a esperar en el muelle la llegada de Jansson. En este tiempo, debe de pasar un frío terrible en el hidrocóptero. A veces creo percibir un leve aroma a alcohol cuando atraca en el muelle. Y lo comprendo.
Cuando me levanté de la silla de la cocina, los animales se despertaron. El gato fue el primero en acercarse a la puerta; el perro es mucho más lento. Les abrí para que salieran y me puse el apolillado chaquetón de piel que un día perteneció a mi abuelo materno, me abrigué con la bufanda y me encajé bien el grueso gorro militar de la segunda guerra mundial. Después bajé al muelle. El frío cortaba la respiración. Me detuve a escuchar. Aún no se oía ningún ruido. Ni pájaros, ni siquiera el hidrocóptero de Jansson.
Podía imaginármelo perfectamente. Era como si condujese un viejo tranvía de esos cuyos conductores iban al descubierto. Su ropa de invierno era prácticamente indescriptible. Abrigos, capotes, trozos de algún tipo de piel, incluso en días tan frescos como hoy llegaba a ponerse encima un viejo albornoz. Antes solía preguntarle por qué no se compraba uno de esos acolchados monos modernos que he visto en las tiendas de tierra firme. Pero él me decía que no le inspiraban ninguna confianza. Aunque, naturalmente, lo decía sólo porque es un tacaño. En la cabeza suele llevar un gorro de piel como el mío. Se cubre el rostro con un pasamontañas y un par de viejas gafas de motorista.
Le pregunté si el Servicio de Correos no tenía el deber de proporcionarle ropa adecuada. Pero me respondió con un murmullo indescifrable. Jansson quiere que su relación con Correos se reduzca al mínimo posible, pese a que le da trabajo.
Una gaviota yacía congelada sobre el hielo, junto al muelle. Tenía las alas cerradas y las patas rígidas y tiesas. Sus ojos parecían dos cristales relucientes. La dejé en la playa, sobre una piedra. Al mismo tiempo, oí el ruido del motor del hidrocóptero. No tenía que mirar el reloj para saber que llegaba puntual. Jansson venía de Vesselsö. Allí vive una vieja que se llama Asta Carolina Åkerblom. Tiene ochenta y ocho años y sufre intensísimos dolores en los brazos, pero se niega a abandonar el tipo de vida que lleva en la isla donde nació. Jansson me ha contado que no ve muy bien, pero que sigue tejiendo jerséis y calcetines para sus numerosos nietos, que viven repartidos por todo el país. Le pregunté cómo quedaban los jerséis. ¿Será posible tejer y seguir un modelo cuando se es medio ciego?
El hidrocóptero se acercó bordeando el cabo que da a Lindsholmen. Es un curioso espectáculo donde la nave, como un insecto gigantesco, se deja ver de repente con la figura de un hombre envuelto en mil capas de abrigo tras el volante. Jansson apagó el motor, la gran hélice dejó de hacer ruido por fin y el hombre bajó al muelle y se quitó las gafas y el pasamontañas. Tenía el rostro enrojecido y sudoroso.
– Me duelen las muelas -explicó tan pronto como, con algo de esfuerzo, puso el pie en el muelle.
– ¿Y qué quieres que haga yo?
– Tú eres médico.
– Pero no dentista.
– Me duele aquí abajo, en el lado izquierdo.
Jansson abrió la boca de par en par, como si, de repente, hubiese divisado una aparición horrenda detrás de mí. Mis dientes están en un estado bastante aceptable. Me basta con visitar al dentista una vez al año.
– Pues yo no puedo hacer nada. Tendrás que ir al dentista.
– Bueno, podrías mirar, por lo menos.
Jansson no se rendía. Entré en el cobertizo y busqué hasta encontrar una linterna y un depresor.
– ¡A ver, abre la boca!
– Ya la tengo abierta.
– Más.
– No puedo.
– Entonces no puedo ver nada. Vuelve la cara hacia mí.
Enfoqué la linterna en la boca de Jansson y aparté la lengua con el depresor. Tenía los dientes amarillos y llenos de sarro. Se veían muchos empastes, pero las encías parecían sanas y no descubrí ninguna caries.