¿Habría más de una Agnes Klarström? En aquel entonces era joven. ¿Se habría casado y se habría cambiado el apellido? Según el servicio de información, no aparecía bajo ninguna profesión.
Fue una noche aterradora pero también decisiva. Ya no podía seguir escabulléndome. Tenía que hablar con ella, explicarle lo que pudiera explicarse y decirle que, en muchos sentidos, yo también me había amputado a mí mismo.
Me eché encima de la cama y me quedé allí un buen rato despierto antes de dormirme. Cuando abrí los ojos, ya era de día. Jansson no vendría hoy con el correo. Así que podría cavar mi hoyo en el hielo tranquilamente.
Me vi obligado a utilizar una palanca para abrir una brecha en la gruesa capa de hielo. El perro estaba sentado en el embarcadero y observaba mis esforzados movimientos. El gato se había metido en el cobertizo para buscar ratones. Al final logré abrir el agujero y bajé al frío abrasador del agua. Pensé en Harriet y en Louise mientras me preguntaba si hoy sería capaz de llamar a Agnes Klarström para preguntarle si ella era la mujer que yo buscaba.
No llamé ese día. En un arrebato de ira limpié la casa de arriba abajo, pues estaba llena de polvo por todas partes. Logré poner en marcha mi vieja lavadora y lavé las sábanas, tan sucias que parecían las de un pordiosero. Después fui a dar una vuelta por la isla a contemplar con los prismáticos el vacío de la banquisa y pensé que debía tomar una decisión.
Una vieja que apareció sobre el hielo con su andador, una hija desconocida que vivía en una caravana. A los sesenta y seis años de edad, todo aquello que yo daba por resuelto y decidido empezaba a cambiar.
Por la tarde, me senté a la mesa de la cocina y escribí dos cartas. Una para Harriet y Louise, la otra para Agnes Klarström. Jansson se quedaría muy sorprendido cuando le entregase las dos cartas para que las echase al correo. Por si acaso, pensaba sellarlas con cinta adhesiva. No me fiaba de él. Tal vez fuese capaz de, con una resolución que yo no le conocía, abrir las cartas que le daba.
¿Qué escribí? A Harriet y a Louise que ya se me había pasado el enfado. Que las comprendía, pero que no podía verlas, por el momento. Que había regresado a mi isla para encargarme de los animales que había dejado abandonados. Pero que daba por hecho que nos volveríamos a ver pronto. Nuestras conversaciones y nuestra relación debían continuar, por supuesto.
Me llevó largo rato escribir aquellas líneas. El suelo de la cocina estaba lleno de bolas de papel cuando, por fin, me di por satisfecho. Lo que había escrito no era cierto. No se me había pasado el enfado. Mis animales podían arreglárselas con Jansson algo más de tiempo. Tampoco sabía si volveríamos a vernos pronto. Necesitaba tiempo para pensar. Sobre todo, en lo que le diría a Agnes Klarström, si es que la encontraba.
La carta que escribí para Agnes Klarström no me costó lo más mínimo. Comprendí que la había llevado escrita dentro de mí durante años. Sólo quería verla, nada más. Le daba mi dirección y firmaba con mi nombre, el mismo que ella no habría podido olvidar con el paso del tiempo. Esperaba habérsela escrito a la persona adecuada.
Cuando Jansson llegó al día siguiente, había empezado a soplar el viento. Anoté en mi diario que la temperatura había descendido durante la noche y que el viento racheado oscilaba entre el oeste y el suroeste.
Jansson llegó puntual. Le di trescientas coronas por haberme recogido y me negué a aceptar el dinero cuando quiso devolvérmelo.
– Quiero que eches estas cartas al correo -le dije tendiéndole los dos sobres.
Había sellado con cinta adhesiva los cuatro lados. Jansson no ocultó su asombro cuando las vio.
– Sólo escribo cuando es necesario. De lo contrario, no lo hago.
– La postal que me enviaste era muy bonita.
– ¿Un jardín cubierto de nieve? ¿Qué puede tener de hermoso algo así? -Noté que empezaba a impacientarme-. ¿Qué tal va tu dolor de muelas? -le pregunté esforzándome por ocultar mi irritación.
– Viene y va. Donde más lo noto es aquí arriba, a la derecha.
Jansson abrió la boca de par en par.
– No veo nada -admití-. Ve a visitar a un dentista.
Jansson cerró la boca. Y se oyó un crujido. La mandíbula le colgaba de modo que quedó con la boca medio abierta. Se notaba que le dolía mucho. Era muy difícil comprender lo que intentaba decirme. Con mucho cuidado presioné con los pulgares ambos lados de la cara, buscando la mandíbula, y la froté rítmicamente hasta que pudo cerrar la boca.
– Me ha dolido mucho.
– Intenta evitar bostezos y no abras la boca demasiado durante varios días.
– ¿Es síntoma de alguna enfermedad grave?
– En absoluto. Puedes estar tranquilo.
Jansson se llevó mis cartas. El viento me azotaba el rostro mientras volvía a mi casa.
Aquella tarde abrí la puerta de la habitación de las hormigas. En el creciente hormiguero parecía haberse colado otro trozo de mantel. Pero la habitación y la cama donde Harriet había dormido estaban como las dejamos.
Nada sucedió en los días posteriores. Salí a la banquisa hasta que llegué a mar abierto. En tres ocasiones medí el grosor de la capa de hielo. No me hizo falta consultar mis anteriores diarios para saber que, en todos los años que llevaba en la isla, jamás había sido tan gruesa.
Un día quité la lona para sopesar si mi barco podría hacerse a la mar. ¿Llevaría demasiado tiempo en tierra? ¿Tendría yo el aguante suficiente para volver a equiparlo? Dejé caer la lona sin haberme dado una respuesta.
Una noche sonó el teléfono. Era rarísimo que llamase alguien y quienes lo hacían eran por lo general vendedores que querían convencerme de que cambiase de compañía telefónica o que instalase la banda ancha. Cuando se enteran de que vivo en una isla desierta y que, además, estoy jubilado, los abandona el entusiasmo. Ni siquiera sé qué es la banda ancha.
En esta ocasión, en cambio, cuando levanté el auricular, fue para oír la voz de una mujer extraña.
– Soy Agnes Klarström. He recibido tu carta.
Contuve la respiración, sin decir nada.
– ¿Hola? ¡Hola!
No respondí. La mujer intentó sacarme de mi cueva un par de veces más, antes de colgar.
Agnes Klarström existía. La había encontrado. La carta había llegado a su destinatario. Vivía a las afueras de Flen.
En uno de los cajones de la cocina guardaba un viejo mapa de Suecia. Creo que era de mi abuelo. Él solía decir que, un día, emprendería un viaje para visitar Falkenberg. Aunque ignoro por qué deseaba viajar a esa ciudad precisamente. Sin embargo, en toda su vida ni siquiera visitó Estocolmo y tampoco cruzó nunca las fronteras de Suecia. De modo que se llevó a la tumba su sueño de ir a Falkenberg.
Desplegué el mapa sobre la mesa y busqué hasta localizar Flen. No era un mapa muy detallado, por lo que no pude encontrar Sångledsbyn. Me llevaría como máximo dos horas ir allí en coche. Estaba decidido. Iría a verla.
Dos días después crucé el hielo hasta mi coche. En esta ocasión, no dejé ninguna nota en la puerta. No le dije nada a Jansson, que se quedaría con la incógnita. Les había puesto bastante comida al perro y al gato. El cielo estaba despejado, no soplaba el viento y nos encontrábamos a dos grados. Me puse en marcha en dirección norte, giré hacia tierra firme y llegué a Flen poco después de las dos de la tarde. En una librería, compré un buen mapa donde pude localizar Sångledsbyn. Estaba a pocos kilómetros de Harpsund, donde los primeros ministros suecos tienen su residencia de verano. Hace tiempo vivió allí un hombre que se había hecho millonario con el corcho. Y le dejó su casa al Estado. Junto con la finca iba una barca en la que habían paseado dirigentes extranjeros cuyos nombres ningún joven recordaba hoy.