– ¿Cómo empezaste con esto?
Agnes Klarström señaló el brazo que yo le había amputado.
– Yo me dedicaba a la natación, como recordarás. Esa información debía de figurar en mi documentación. No sólo prometía, sino que podría haber llegado muy lejos. Haber ganado medallas. Te diré, sin acritud, que mi baza no eran las piernas, sino la fuerza de mis brazos.
Un joven con el pelo largo recogido en una cola de caballo entró en la habitación.
– ¡Ya te he dicho que llames antes de entrar! -le gritó-. Vuelve a salir y hazlo bien.
El joven retrocedió, se marchó, llamó a la puerta y volvió a entrar.
– Medio bien. Tienes que esperar hasta que te haya dicho que puedes entrar. Bueno, ¿qué quieres?
– Aida está enfadada. Anda amenazando a todo el mundo. Sobre todo a mí. A Sima dice que la va a ahogar.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé. Me pregunto si no será que se aburre, simplemente.
– Pues eso es algo que tiene que aprender. Déjala.
– Quiere hablar contigo.
– Dile que ya voy.
– Es que quiere que vayas ahora mismo.
– Ya voy.
El joven se marchó.
– Un inútil -dijo con una sonrisa-. Creo que necesita a alguien detrás todo el tiempo. Pero no se toma a mal que lo reprenda. Siempre puedo achacar mi humor a lo del brazo. Lo conseguí a través de algún tipo de apoyo a la contratación. Sueña con participar en alguno de esos programas de televisión en los que se acuestan unos con otros ante las cámaras. Si no lo consigue, le gustaría ser, por lo menos, presentador de un programa. Pero eso de ayudarme en la sencilla tarea de ser el único hombre entre mis chicas es algo que lo supera. Así que no creo que Mats Karlsson haga ninguna carrera digna de mención en el mundo mediático.
– Eso suena bastante cínico.
– En absoluto. Yo amo a mis muchachas, amo incluso a Mats Karlsson. Pero no le hago ningún favor alimentando sus falsos sueños o permitiendo que crea que está haciendo algo de provecho aquí. Le doy la posibilidad de verse a sí mismo y de ver dónde es probable que encuentre su camino en la vida. En el mejor de los casos estaré equivocada. Y tal vez un día se corte el pelo y pruebe a hacer algo de provecho en la vida.
Se levantó, me llevó a una sala común y me dijo que no tardaría. La música rock seguía retumbando en algún lugar de la planta de arriba.
La nieve derretida goteaba desde el tejado, al otro lado del cristal de la ventana. Los pájaros se movían entre las ramas de los árboles como veloces sombras fugaces.
De repente me sobresalté. Sima había entrado en la sala, a mi espalda. En esta ocasión no empuñaba ninguna espada. Se sentó en el sofá y encogió las piernas sobre los cojines. La joven no abandonaba su actitud de alerta.
– ¿Por qué me observabas con los prismáticos?
– No era a ti a quien miraba.
– Pues yo te vi, so pederasta.
– ¿Qué quieres decir?
– Conozco a la gente como tú. Sé cómo sois.
– He venido a ver a Agnes.
– ¿Por qué?
– Es asunto nuestro.
– ¿Es que Agnes te pone cachondo?
Me quedé atónito y abochornado.
– Creo que será mejor que dejemos el tema.
– ¿Qué tema? ¡Contéstame!
– No hay nada que contestar.
Sima dejó de hacer preguntas. Volvió el rostro, como si se hubiese cansado de intentar mantener conmigo una conversación. Me sentía humillado. El que me acusasen de pederastia sobrepasaba cuanto había podido imaginar. La miré a hurtadillas. Se mordía las uñas con frenesí. Su cabello, que alternaba entre el rojo y el negro, aparecía enredado, como si se lo hubiese peinado con movimientos furiosos. Tras la dura superficie intuía yo la existencia de una niña muy pequeña vestida con ropas demasiado grandes, demasiado negras.
Agnes entró en la sala. Sima se levantó en el acto y se marchó. El domador había hecho su aparición y la fiera se retiraba, me dije. Agnes se acomodó en el mismo lugar en que Sima se había sentado y encogió las piernas sobre el cojín, imitando a Sima, como si la copiase.
– Aida es una niña que hace agua por todas partes -sentenció.
– ¿Qué ha pasado?
– Nada en absoluto. Simplemente, le recordaron quién es. Una gran nada sin remedio, como ella misma dice. Una perdedora entre perdedores. Si en Suecia se fundase el Partido de los Perdedores, no serían pocos los que podrían asumir responsabilidades y aportar su experiencia. Yo tengo treinta y tres años, ¿y tú?
– El doble.
– Sesenta y seis. Es bastante. En cambio treinta y tres es poco. Pero lo suficiente como para saber que nunca antes había sufrido este país tensiones como las de hoy. Aunque nadie parece percatarse, al menos no quienes deberían hacernos reflexionar. Existe aquí un sistema de muros invisibles que no cesa de crecer, que separa a la gente, que hace crecer las distancias. Desde fuera puede parecer lo contrario. Si te sientas en un metro de Estocolmo y vas a los suburbios, verás que la distancia en kilómetros no es muy larga, pero, en realidad, es gigantesca. Y decir que se trata de otro mundo es un absurdo. Es el mismo mundo, pero cada estación que te aleja del centro constituye otro muro. Finalmente, cuando alcanzas lo más profundo de la periferia, puedes elegir entre ver la verdad o no verla.
– ¿Cuál es la verdad?
– Que lo que tú crees que es el margen último es, en realidad, el centro que está recreando Suecia poco a poco. Muy despacio, el eje se disloca, dentro y fuera, cerca y lejos, centro y periferia cambian de lugar. Mis chicas se encuentran en una tierra de nadie donde no ven ni hacia delante ni hacia atrás. Nadie las quiere, son superfluas, desechadas. No es extraño que lo único en lo que confían sea la falta de dignidad que les hace muecas cada mañana, cuando se levantan. ¡Y ellas no quieren despertar! ¡No quieren levantarse! Tenían el alma impregnada de amargura ya a la edad de cinco o seis años.
– ¿De verdad que están tan mal?
– Están peor.
– Yo vivo en una isla. Allí no hay suburbios, sólo pequeños atolones e islotes. Y, desde luego, ninguna niña desgraciada que aparezca a la carrera empuñando una espada de samurái.
– Les hacemos tanto daño a nuestros niños que al final no tienen otra forma de expresarse que la violencia. Antes era cosa de chicos pero hoy en día ya tenemos crueles bandas de chicas que no dudan en tratar a otras con la violencia más horrible. Es la peor derrota, que las chicas, en su desconcierto, crean que su salvación consiste en comportarse como los peores gánsteres de que se acompañan sus novios.
– Sima me llamó pederasta.
– A mí me llama puta cuando le viene bien. Pero lo peor es lo que se llama a sí misma. Ni siquiera me atrevo a formularlo mentalmente.
– ¿Qué dice?
– Que está muerta. El corazón suspira en su pecho. Escribe extraños poemas que, sin mediar palabra, me deja sobre la mesa o en los bolsillos. Dentro de diez años es muy posible que esté muerta. Puede haberse quitado la vida, o puede que otro se la quite. Puede sufrir un accidente relacionado con las drogas y otras mierdas que se meta en el cuerpo. Ése es un final de lo más probable para su terrible historia. Pero también puede que le vaya bien, aunque eso exige que yo triunfe. Que yo logre oxigenar su ser, que ahora sólo resiste con sangre podrida, con sentimientos podridos.
Agnes se levantó.
– Tengo que conseguir que la policía se esfuerce un poco en encontrar a Miranda. Date un paseo por los establos mientras tanto; seguiremos hablando después.
Salí de la sala. Sima estaba detrás de una cortina, en el piso de arriba, vigilando mis movimientos. Unos cachorros de gato trepaban entre las balas de heno en el interior del establo. Los caballos y las vacas descansaban en sus cuadras y establos. Reconocí vagamente el olor de los primeros años de mi niñez, cuando mis abuelos maternos criaban animales en su isla. Acaricié el hocico de los caballos y les di unas palmaditas a las vacas. Agnes Klarström parecía tener su vida controlada. ¿Qué habría hecho yo, si un cirujano hubiese cometido conmigo semejante error? ¿Me habría convertido en un borracho amargado y me habría muerto de cirrosis en poco tiempo, sentado en algún banco del parque? ¿O habría salido adelante? No tenía ni idea.