Выбрать главу

Los oficiales se marcharon sin haber logrado aclarar la supuesta tentativa de robo de la ternera. Agnes le hizo a Miranda algunas preguntas en tono severo. La muchacha del bello rostro respondió tan bajo que no conseguí entender lo que decía.

Desapareció escaleras arriba y la música cesó. Agnes se sentó en el sofá observándose las uñas.

– Miranda es una chica que yo habría querido como hija. De todas las muchachas que han pasado por aquí, que han llegado y se han ido, es la que se las arreglará mejor, creo yo. Siempre y cuando encuentre el horizonte que lleva dentro.

Agnes me condujo a una habitación que había detrás de la cocina, y en la que yo podría dormir. Me dejó, pues tenía mucho trabajo que hacer en su despacho. Me tumbé en la cama recreando la imagen de mi coche. El motor echaba humo. Junto a Sima, en el asiento del acompañante, relucía la punzante espada. ¿Qué habría pasado si mis abuelos hubiesen estado vivos y yo hubiera intentado contárselo? No me habrían creído, o no lo habrían comprendido. ¿Y qué habría dicho el modoso camarero que tuve por padre? ¿Mi llorona madre? Apagué la luz y me quedé tumbado en la oscuridad, rodeado de voces susurrantes que me decían que los doce años que había pasado en la isla me habían hecho perder el contacto con el mundo en que, de hecho, vivía.

Debí de dormirme. Sentí un objeto frío en la garganta que me arrancó del sueño. Se encendió la lámpara que había junto a la cama. Abrí los ojos y allí estaba Sima, con la espada contra mi garganta. Ni sé cuánto tiempo me mantuve sin respirar, hasta que ella retiró el arma.

– Me ha gustado tu coche -explicó la joven-. Es viejo y no corre mucho. Pero me ha gustado.

Me senté en la cama y ella dejó la espada en el alféizar de la ventana.

– Ahí lo tienes -prosiguió-. No le ha pasado nada.

– De todos modos, no me gusta que nadie se lleve mi coche sin pedírmelo.

Sima se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en el radiador.

– Háblame de tu isla -rogó.

– ¿Y por qué iba a hacer tal cosa? Además, ¿cómo sabes que vivo en una isla?

– Yo sé lo que tengo que saber.

– Está muy lejos, en medio del mar y, en estos momentos, se encuentra rodeada de hielo. En otoño suelen soplar fuertes vendavales que arrastran a tierra los barcos que no están bien amarrados.

– ¿Y de verdad vives solo allí?

– Bueno, tengo un gato y un perro.

– ¿No te da miedo que esté tan vacía?

– Las rocas y los helechos no suelen amenazar con espadas. Son las personas las que hacen cosas así.

Sima guardó silencio un instante, antes de levantarse y tomar su espada.

– En fin, puede que vaya a hacerte una visita algún día -prometió.

– No lo creo.

La chica sonrió.

– Yo tampoco. Pero suelo equivocarme.

Intenté volver a conciliar el sueño. Hacia las cinco, me di por vencido. Me vestí, le escribí una nota a Agnes para avisarle de que no me había fugado y se la pasé por debajo de la puerta del despacho.

Cuando partí, toda la casa dormía.

El motor olía a quemado, le puse aceite cuando reposté en una estación de servicio abierta las veinticuatro horas. Poco antes del amanecer llegué al puerto.

Fui paseando hasta el embarcadero. Soplaba un viento fresco. Pese a que el mar estaba helado, el olor a sal llegaba a tierra desde alta mar. Varías luces aquí y allá iluminaban el puerto, donde algunos pesqueros abandonados rozaban los neumáticos que protegían las paredes.

Aguardé hasta el alba para que la luz me ayudase a llegar a casa cruzando el hielo. No tenía la menor idea de cómo iba a administrar mi vida después de todo lo ocurrido.

Allá en el embarcadero, con el viento azotándome la cara, empecé a llorar. Todas las puertas de mi fuero interno golpeteaban al viento, cuya intensidad parecía aumentar a cada minuto.

Tercera parte. El mar

1

El hielo no empezó a resquebrajarse hasta primeros de abril. En todos los años que llevaba en la isla, no lo había visto durar tanto. Ese año pude llegar a tierra a pie, sobre los caladeros, hasta finales de marzo.

Jansson venía con su hidrocóptero cada tres días y me informaba sobre el estado del hielo. Según decía, recordaba un invierno de la década de los sesenta tan largo como aquél, que trajo además islotes de hielo flotando por entre los atolones más remotos.

Aquél fue un largo invierno.

El blanco paisaje me cegaba mientras escalaba la montaña que se erguía detrás de la casa para contemplar el horizonte. A veces me colgaba al cuello los crampones del abuelo, tomaba un viejo bastón e iba atracando por las playas de los islotes y arrecifes próximos a los antiguos bancos de arenque, donde mi abuelo, como su padre, obtenía capturas hoy imposibles de soñar siquiera. Recorría los atolones en los que nada crece recordando cómo solía remar hasta ellos de niño. En las grietas podían ocultarse extraños vestigios de algún naufragio. En una ocasión encontré la maltrecha cabeza de una muñeca; en otra, una caja sellada que contenía discos de vinilo de setenta y ocho revoluciones. Mi abuelo le preguntó a una persona entendida en aquello y supo que se trataba de éxitos alemanes de la gran guerra que había terminado cuando yo era niño. No sabía adónde habrían ido a parar aquellos discos. Pero en uno de los islotes encontré también un gran diario de bitácora que algún capitán desesperado había arrojado al mar. Se trataba de un carguero que transportaba madera entre las serrerías y los puertos de carga de la costa norte de Irlanda, hambrienta de madera para sus casas. Era una embarcación llamada Flanagan, de tres mil toneladas. Pero nadie sabía por qué habría ido a parar al agua el diario. Mi abuelo intervino y habló con un maestro jubilado que pasaba los veranos en Lönö, en una cabaña que pertenecía a los herederos del piloto Grundström. Él lo tradujo, pero no encontró nada extraño en las anotaciones del día en que lo arrojaron al mar. Yo aún recordaba la fecha, el 9 de mayo de 1947. La última anotación hacía referencia a la necesidad de «engrasar el elevador del ancla lo antes posible». Después, nada de nada. El diario de bitácora estaba inconcluso y había sido arrojado al mar. Cuando eso sucedió, el barco había zarpado de Kubikenborg con una carga de madera hacia la lejana Belfast. Hacía buen tiempo, la mar estaba en calma, una anotación matutina atestiguaba que soplaba viento del sursureste a un metro por segundo.

Aquel largo invierno pensé a menudo en el diario y sus lagunas. Pensé que mi vida, después de la gran catástrofe, había transcurrido como si yo hubiese arrojado por la borda mi inconcluso diario de bitácora para después seguir navegando y arribando a distintos puertos sin dejar rastro. El insignificante diario que yo de hecho escribía, cuyo contenido versaba principalmente sobre una avecilla, el ampelis europeo, y los achaques de mis animales domésticos, carecía de interés incluso para mí mismo. Lo escribía porque constituía un recordatorio cotidiano de que yo vivía una vida vacía de sentido. Hablaba de ampelis para confirmar la existencia del vacío.

Fue también un invierno de retrospectivas. De repente empecé a soñar con mis padres. Me despertaba a menudo a medianoche a causa de extraños recuerdos, perdidos hacía tiempo, pero que ahora recuperaba en mis sueños. Veía a mi padre en la estrecha sala de estar, arrodillado, colocando en fila sus soldaditos de plomo e ilustrando los desplazamientos de la batalla de Waterloo o la de Narva. Mi madre, que desde su silla lo contemplaba dulcemente, sin moverse del asiento, sin hablar, pues siempre reinaba el silencio cuando él jugaba con sus soldaditos de plomo.

La marcha de los soldados de plomo garantizaba una gran paz momentánea en nuestro hogar. En mis sueños, yo rastreaba mi miedo por las discusiones que estallaban a veces. Mi madre lloraba y mi padre hacía un patético intento de mostrarse iracundo maldiciendo al propietario del restaurante que lo tuviese contratado en ese momento. Y, soñando, evoqué poco a poco mis raíces. De algún modo, intuí que andaba como con una azada en la mano, removiendo la tierra en busca de lo que me había perdido.