Выбрать главу

Jansson arrugó la hoja de la revista.

– A veces me pregunto si de verdad eres médico.

– Bueno, por lo menos sé ver la diferencia entre los auténticos enfermos y los carteros con dolencias imaginarias.

Jansson estaba a punto de contestar cuando vi que su mirada se apartaba de mi cara y se clavaba en algo que había a mi espalda. Me di la vuelta y allí estaba Sima. Con el gato en el regazo y la espada colgada del cinturón. No dijo nada, tan sólo sonrió. Jansson se quedó boquiabierto. Dentro de un par de días, todo el archipiélago sabría que yo había recibido la visita de una joven de ojos oscuros, el cabello largo y salvaje y una espada de samurái.

– Pues creo que voy a encargar el tratamiento para el pelo -dijo Jansson en tono amable-. En fin, no te molesto más. Hoy no tienes correo.

Se marchó del embarcadero caminando hacia atrás mientras yo lo seguía con la mirada. Cuando me dio la espalda, Sima ya iba camino de la casa. Al gato lo había soltado en medio de la pendiente.

Entré y la vi fumando sentada a la mesa de la cocina.

– ¿Dónde está el barco? -me preguntó.

– Lo he trasladado a un lugar donde nadie pueda verlo.

– ¿Quién es el hombre con el que estabas hablando en el embarcadero?

– Se llama Jansson. Distribuye el correo por el archipiélago. Ha sido bastante desafortunado que te vea.

– ¿Por qué?

– Es un chismoso. No para de hablar.

– A mí no me importa.

– Ya, tú no vives aquí. Pero yo sí.

Sima apagó el cigarrillo en uno de los platos de la antigua vajilla de la abuela. No me gustó lo más mínimo.

– He soñado que me vaciabas encima un viejo hormiguero. Yo intentaba defenderme con la espada, pero se me quebró la punta. Y entonces me desperté. ¿Por qué tienes un hormiguero en el dormitorio?

– No deberías haber entrado.

– A mí me parece elegante. La mitad del tapete de la mesa ha desaparecido ya en su interior. En unos años habrá cubierto toda la mesa.

De pronto me percaté de algo que me había pasado inadvertido hasta ese momento. Sima estaba inquieta. Se movía nerviosamente y, cuando la observé a hurtadillas, vi que se frotaba los dedos.

Recordé que, hacía ya muchos años, un paciente al que había tenido que amputarle una pierna a causa de la diabetes, experimentaba un extraño picor similar al de Sima. Aquel paciente sufría una bacilofobia aguda y era, además, desde el punto de vista psiquiátrico, un caso límite con depresiones agudas recurrentes.

El gato se subió a la mesa de un salto. Hasta hace algunos años solía espantarlo para que bajase de allí. Pero ya he dejado de hacerlo. El gato ha ganado la batalla. Aparté la espada para que no se hiriese las patas. Sima se sobresaltó al verme tocar la empuñadura. El gato se enroscó sobre el hule y empezó a ronronear. Sima y yo lo mirábamos en silencio.

– Cuéntame -la animé-. Por qué estás aquí y adónde crees que vas. Después decidiremos cómo salir de ésta sin buscarnos problemas innecesarios.

– ¿Dónde está el barco?

– Lo he varado en una bahía que hay entre dos pequeñas islas llamadas Suckarna.

– ¿Cómo puede alguien llamar suspiro a una isla?

– Por aquí cerca hay un caladero que se llama Kopparändan. [6] Y el arrecife que hay al otro lado de Bogholmen se llama Fisen. [7] Las islas tienen nombres, como las personas. Y no siempre sabemos de dónde vienen.

– ¿Has escondido el barco?

– Sí.

– Gracias.

– No sé si es para darme las gracias. Pero si no me lo cuentas todo ahora mismo, echo mano del teléfono y llamo a la guardia costera. No tardarán ni media hora en venir a buscarte.

– Si tocas el teléfono, te corto la mano.

Contuve la respiración, pero le dije enseguida lo que ya sospechaba.

– No creo que quieras tocar la espada después de haberla tocado yo. Te asustan las bacterias ajenas. Te aterra pensar que tu cuerpo pueda verse invadido de enfermedades contagiosas.

– No sé de qué me hablas.

Supe enseguida que yo tenía razón. Un imperceptible estremecimiento atravesó todo su cuerpo. Se abrió una grieta en la dura superficie. Entonces contraatacó. Agarró a mi viejo gato del pescuezo y lo arrojó contra el arcón para la leña que había junto a los fogones. Después empezó a gritarme. No comprendí una palabra de lo que decía, pues me hablaba en su lengua. La miré y pensé que no era mi hija y, por tanto, tampoco era responsabilidad mía.

De repente, guardó silencio.

– ¿No piensas coger la espada? ¿No vas a tocar el puño? ¿No quieres atravesarme con ella?

– ¿Por qué eres tan malvado?

– A mi gato no lo trata nadie como lo has tratado tú.

– No soporto el pelo de gato. Soy alérgica.

– Eso no significa que tengas derecho a matarlo a golpes.

Me levanté y dejé salir al gato que, sentado junto a la puerta, me observaba con suspicacia. Salí con él de la cocina, pues pensé que Sima tal vez necesitase estar a solas un rato. El sol había atravesado la capa de nubes, no corría la menor brisa, era el día más cálido de la primavera, hasta entonces. El gato se perdió al doblar la esquina de la casa. Con suma cautela miré por la ventana. Sima estaba ante el fregadero, lavándose las manos. Después se las secó cuidadosamente, limpió la empuñadura de la espada con la bayeta y volvió a dejarla en la mesa.

Para mí era una persona del todo incomprensible. Ni siquiera podía figurarme lo que pensaba. ¿Qué había en su interior? Ni lo sospechaba.

Volví a entrar y la encontré sentada ante la mesa. No dije nada de la espada. Sima me miró y me dijo:

– Chara, así me gustaría llamarme, Chara.

– ¿Y eso por qué?

– Porque es bonito. Porque es un telescopio. Está en el monte Wilson, a las afueras de Los Ángeles. Pienso ir allí antes de morir. Por ese telescopio se ven las estrellas. Y cosas que uno no puede ni imaginar. Es el telescopio más potente de todos. -Aquí empezó a susurrar como exaltada o como si estuviese a punto de revelarme una preciada confidencia-. Es tan potente, que uno puede distinguir desde la Tierra a una persona que esté en la Luna. A mí me gustaría ser esa persona.

Intuía, más que comprendía, lo que intentaba explicarme. Una jovencita perseguida que huye de todo, y principalmente, de sí misma, pensaría que, puesto que era invisible aquí en la Tierra, podría hacerse visible a través de la lente de aquel potente telescopio.

Sentí como si detectase un pequeño fragmento de su identidad. Intenté continuar la conversación hablándole de los cuerpos celestes que podían verse en las claras noches otoñales de luna nueva. Pero ella se retiró, no quería, como si se arrepintiese de haber hablado.

Permanecimos un rato sentados y en silencio. Después volví a preguntarle por qué había venido a la isla.

– Petróleo -dijo de pronto-. Pienso ir a Rusia y hacerme rica. Allí hay petróleo. Después regresaré a Suecia y me volveré pirómana.

– ¿Y qué pretendes quemar?

– Todas las casas en las que he vivido contra mi voluntad.

– ¿Piensas quemar mi casa también?

– Será la única que dejaré entera. Ésta y la de Agnes. Pero el resto pienso quemarlo.

Empezaba a creer que la chica que tenía sentada frente a mí estaba loca. No sólo andaba por ahí con una espada bastante afilada; además tenía unos planes de futuro completamente absurdos.

Sima pareció leerme el pensamiento.

– ¿No me crees?

– Sinceramente, no.

– Pues puedes irte al cuerno.

– No pienso permitirte que hables así en mi casa. Puedo hacer que venga la guardia costera antes de lo que tú te crees.

Le di un golpe al plato de mi abuela que ella había estado usando de cenicero. Los fragmentos quedaron esparcidos por el suelo de la cocina. Ella seguía impertérrita, como si mi arrebato no le incumbiese.

вернуться

[6] Trasero de cobre. (TV. de la T.)

вернуться

[7] El pedo. (N. de laT.)