– No quiero que te enfades -dijo con calma-. Sólo quiero pasar aquí la noche. Después, me marcharé.
– Pero ¿para qué has venido?
Su respuesta me dejó perplejo.
– Pero si me invitaste tú.
– No lo recuerdo.
– Me dijiste que no creías que viniese. Y yo quería demostrarte que estabas equivocado. Además, yo a donde voy es a Rusia.
– No creo una palabra de lo que dices. ¿No puedes decir la verdad?
– Me temo que no querrás oírla.
– ¿Y por qué no?
– ¿Por qué piensas que llevo la espada? Quiero estar en condiciones de defenderme. En una ocasión no pude hacerlo. Ocurrió cuando tenía once años.
Comprendí que era verdad. Su vulnerabilidad anulaba por completo su ira.
– No te creo. Pero ¿por qué viniste aquí? ¿No hablarás en serio cuando dices que vas a Rusia?
– Sé que allí triunfaré.
– ¿Y qué vas a hacer? ¿Sacar petróleo con las manos? Ni siquiera te dejarán entrar. ¿Por qué no te quedas con Agnes?
– Tengo que irme. Le dejé una nota en la que le avisaba de que me iba al norte.
– Pero ¡si esto está al sur!
– Es que no quiero que me encuentre. A veces se comporta igual que un perro, olisqueando tras los que se van. Sólo quiero quedarme aquí por un tiempo. Después me iré.
– Pero comprenderás que eso no puede ser.
– Si permites que me quede, te dejaré.
– Me dejarás ¿qué?
– ¿Tú qué crees?
De pronto, comprendí qué era lo que me ofrecía.
– Pero ¿quién te has creído que soy? Olvidaré lo que acabas de decir. No lo he oído.
Me indigné tanto que me fui a la calle. Pensé en el rumor que, seguramente, Jansson estaría difundiendo por las islas. Me convertiría en Fredrik, el viejo que se entretenía en secreto con niñas importadas de algún país árabe.
Me senté en el embarcadero. Lo que Sima acababa de decirme no sólo me avergonzaba; también me entristecía. Y empecé a comprender de verdad la carga que soportaba la joven.
Al cabo de un rato, también ella bajó al embarcadero.
– Siéntate -le dije-. Puedes quedarte unos días.
Sentí su desasosiego. Le temblaban las piernas. No podía echarla de mi casa. Además, necesitaba tiempo para pensar. Una cuarta mujer había invadido mi vida y exigía una prestación cuya naturaleza yo aún ignoraba.
Nos comimos la última liebre que tenía en el congelador. Sima apenas si rozaba la comida. No habló mucho, pero parecía cada vez más inquieta. No quería dormir entre las hormigas, así que le preparé la cama en la cocina. No eran más de las nueve cuando me dijo que quería acostarse.
El gato tuvo que quedarse fuera aquella noche. Yo subí a la primera planta y me tumbé a leer. No se oía ningún ruido procedente de la cocina, aunque se veía el haz de luz que atravesaba la ventana. Aún no la había apagado. Cuando eché la cortina, vi que el gato se había sentado a la luz.
También el gato me dejaría en breve. Era como si ya se hubiese convertido en un ser transparente.
Leí uno de los libros de mi abuelo, de 1911, que trataba de aves zancudas insólitas. Debí de dormirme sin apagar la luz. Cuando abrí los ojos, aún no habían dado las once. Había dormido media hora, como máximo.
Me levanté y entreabrí la cortina. La luz de la cocina estaba apagada y el gato había desaparecido. Estaba a punto de acostarme, cuando presté atención. Oí un ruido procedente de la cocina que no fui capaz de identificar. Me acerqué a la puerta y agucé el oído. Y entonces lo oí claramente. Sima estaba llorando. Me quedé de pie. ¿Debía bajar con ella o querría que la dejase en paz? Tras un instante, el llanto pareció apagarse, así que volví a cerrar la puerta con cuidado y me acosté. Ya sabía dónde poner el pie para que el listón de madera del suelo no crujiese.
El libro de aves zancudas se había deslizado hasta caer al suelo. No me molesté en recuperarlo, sino que intenté tomar una decisión sobre qué hacer. Lo único correcto era llamar a la guardia costera. Pero ¿por qué iba a hacer siempre lo correcto? Resolví, pues, llamar a Agnes. Ella decidiría. Después de todo, Agnes era lo más parecido a un pariente para Sima, si no había entendido mal la historia.
Como de costumbre, me desperté poco después de las seis. El termómetro exterior indicaba que estábamos a cuatro grados. Y había niebla.
Me vestí y bajé la escalera. Aún con paso cauteloso, puesto que supuse que Sima seguía durmiendo. Pensé en llevarme la cafetera al cobertizo, donde tenía una vieja cocina eléctrica que lleva allí desde los tiempos de mi abuelo. Él la usaba para cocer una mezcla de alquitrán y resina que utilizaba para sellar el barco.
La puerta de la cocina estaba entreabierta. La abrí con cuidado, pues sabía que chirriaba un poco. Sima estaba tumbada sobre la cama, en ropa interior. La lámpara del rincón, junto al sofá, estaba encendida. El cuerpo y las sábanas estaban cubiertos de sangre.
Era como si un gran foco iluminase su cuerpo. Yo no daba crédito a mis ojos. Sabía que era verdad y, aun así, era como si no pudiese haber sucedido. Intenté reanimarla al tiempo que buscaba el lugar donde se había hecho las heridas más profundas. No había utilizado la espada, sino uno de los viejos cuchillos de pesca de mi abuelo. Por alguna razón, esto aumentó mi desesperación; como si Sima hubiese arrastrado al viejo pescador en su desgracia. Le grité para que despertara, pero su cuerpo estaba blando y tenía los ojos cerrados. Presentaba las heridas más graves en el vientre y en los tobillos. Y, curiosamente, también tenía bastantes cortes en la nuca, aunque no lograba comprender cómo se las había arreglado para dañarse esa parte del cuerpo. La peor lesión era la que se había infligido en el brazo derecho. El día anterior me fijé en que era zurda. De allí manaba la sangre a borbotones. Había perdido muchísima. Improvisé unas compresas con unos paños de cocina. Después le tomé el pulso. Era muy débil. No dejaba de intentar reanimarla, pero no sabía si habría ingerido alguna pastilla o si habría utilizado alguna droga. Desde luego, en la cocina había un olor que no me resultaba familiar. Olí el cenicero, otro de los platos de porcelana de mi abuela, y pensé que lo más probable era que hubiese fumado hachís o marihuana. Lancé una maldición al recordar que todo mi instrumental médico estaba en el cobertizo. Eché a correr para ir a buscarlo, tropecé con el gato, que estaba tumbado en el vestíbulo, tomé un tensiómetro y regresé a la cocina. Tenía la tensión muy baja. Su estado era grave.
Marqué el número de la guardia costera y me respondió Hans Lundman, con quien yo solía jugar de niño los veranos. Su padre, que era piloto, y mi abuelo eran buenos amigos.
– Soy Fredrik Welin. Tengo aquí a una joven que necesita ingresar en un hospital cuanto antes.
Hans es un hombre sensato. Sabía que nadie llamaba a la guardia costera por la mañana temprano si el asunto no era grave.
– ¿Qué ha pasado?
No pude por menos de decirle la verdad.
– Ha intentado suicidarse. Se ha cortado y ha perdido mucha sangre. Tanto el pulso como la tensión están muy bajos. Tiene que ingresar de inmediato.
– Hay niebla -observó Hans Lundman-, pero estaremos ahí en media hora.
– ¿Llamas tú a la ambulancia?
– Dalo por hecho.
Treinta y dos minutos tardé en oír los potentes motores de la embarcación de la guardia costera. Fueron los minutos más largos de mi vida. Más que cuando me robaron en Roma y creí que iban a matarme, más que en ninguna otra situación de mi vida. No podía hacer nada. Sima estaba muriéndose. No podía calcular cuánta sangre habría perdido. Ni podía ponerle nada, salvo las compresas caseras. Intenté susurrarle al oído cuando comprendí que de nada servía gritarle. Acerqué los labios a su oído y le susurré que debía vivir, que no podía morir así, sin más, que no era justo, no allí, en mi cocina, no ahora que era primavera, no en un día como el que acababa de empezar. No sabía si estaría oyéndome, pero seguí murmurándole al oído. Le conté fragmentos de historias que aprendí de niño, le hablé del perfume de las lilas y del cerezo aliso en flor. Le dije lo que cenaríamos aquella noche y le hablé de las extraordinarias aves que capturaban su presa como el rayo mientras se refrescaban en la orilla del mar. Le hablé por su vida y por la mía; tal era el pánico que sentía ante la idea de que muriera. Cuando por fin oí el paso apremiado de Hans Lundman y sus ayudantes, les grité que se apresurasen. Traían una camilla y no perdieron ni un segundo en trasladarla de la cama; acto seguido nos marchamos. Yo corrí hacia el barco en calcetines, con las botas bajo el brazo y ni siquiera me preocupé de cerrar la puerta.