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– Está estable -le dije-. Pero el solo hecho de que hayas venido mejora la situación. Intenta hablar con ella. Necesita sentir que estás aquí.

– Pero ¿oirá mi voz?

– No lo sé. Esperemos que sí.

Agnes habló con el médico y respondió a todas sus preguntas. Ninguna enfermedad, ningún medicamento, ningún intento de suicidio anterior a éste, que ella supiera. El médico, que tendría mi edad, dijo que seguía sin mejorar, aunque estaba algo más estable que cuando ingresó. Y que, por el momento, no había motivo de preocupación.

Observé que sus palabras tranquilizaban a Agnes. Había una máquina de café en el pasillo. Aunando esfuerzos, logramos reunir las monedas necesarias para sacar dos tazas de un café bastante malo. Me sorprendió la habilidad con la que usaba su único brazo para hacer algo para lo que yo necesitaba los dos.

Le conté lo sucedido a Agnes, que me escuchaba moviendo la cabeza de un lado a otro.

– Bueno, no es impensable que, de hecho, fuese camino de Rusia. Sima siempre está intentando escalar montañas. Jamás se contenta con pasear por senderos normales y corrientes, como nosotros.

– Pero ¿por qué vendría a verme a mí?

– Tú vives en una isla. Al otro lado del mar está Rusia.

– Ya, aunque luego, una vez en mi isla, intenta quitarse la vida. No lo comprendo.

– Sima ha vivido en su vida experiencias que no podemos ni imaginar. No podemos distinguir la gravedad de las heridas que una persona puede tener en su interior, sólo observando su superficie.

– A mí me contó una parte.

– En ese caso, puedes figurarte algo.

Hacia las tres llegó una enfermera que nos comunicó que seguía estable. Que podíamos irnos a casa si queríamos, pues ella nos llamaría si había alguna novedad. Pero no teníamos adónde ir, de modo que nos quedamos todo el día y toda la noche. Agnes se acurrucó en un sofá bastante estrecho, y se quedó dormida. Yo, en cambio, estuve casi todo el tiempo sentado en una silla, hojeando manoseadas revistas en las que personas para mí desconocidas y ataviadas con ropas de alegres colores le contaban al mundo lo importantes que eran. De vez en cuando íbamos a comer, pero no nos quedábamos mucho tiempo fuera.

Justo después de las cinco de la mañana vino una enfermera a comunicarnos que el estado de Sima había cambiado de forma repentina. Que se habían producido graves hemorragias internas y que los médicos iban a intervenir inmediatamente para detenerlas en la medida de lo posible y volver a estabilizarla.

Nos habíamos relajado demasiado. De pronto, Sima se nos iba de nuevo.

El médico entró en la sala a las seis y veinte. Parecía muy cansado, se sentó en una silla, mirándose las manos. No habían logrado detener las hemorragias. Sima había fallecido. Nunca despertó. Si queríamos hablar con alguien, podía solicitar los servicios del psicólogo del hospital.

Entramos juntos para verla. Ya le habían quitado los tubos y el zumbido de las máquinas había cesado. Ya empezaba a apreciarse en su rostro ese color amarillento que otorga a los recién fallecidos el aspecto de una figura de cera. No recordaba a cuántas personas muertas había visto en mi vida. He visto morir a gente, he participado en reconocimientos forenses, he sostenido en mis manos los cerebros de los muertos. Pese a todo, fui yo quien rompió a llorar, en tanto que Agnes enmudecía de dolor. Me agarró el brazo con la mano, noté lo fuerte que era y deseé que nunca me soltase.

Yo quería quedarme, pero Agnes me pidió que volviese a casa. Ella se encargaría de Sima, yo ya había hecho cuanto había podido y me lo agradecía, pero quería estar sola. Me acompañó hasta el taxi que aguardaba a la salida. Hacía una hermosa mañana, aún algo fresca. En un seto que había junto a la rampa de acceso a urgencias crecían los tusilagos.

«El momento del tusilago», me dije. Aquél era ese momento, aquella mañana en la que Sima yacía muerta allí dentro. Por un instante, relució como un rubí. Y ahora era como si nunca hubiera existido.

Lo único que me asusta de la muerte es su gran indiferencia.

– La espada -recordé de pronto-. Y también tenía una maleta. ¿Qué hago con ellas?

– Ya te llamaré -respondió Agnes-. No puedo precisar cuándo, pero ya sé dónde estás.

La vi entrar al hospital. Un triste ángel de un solo brazo que había perdido uno de sus malogrados y extraordinarios hijos.

Entré en el taxi y le di la dirección al taxista. El hombre me miraba con suspicacia. Comprendí que mi aspecto era, cuando menos, sospechoso. La ropa arrugada, las botas recortadas con unas tijeras, ojeroso y sin afeitar.

– Solemos cobrar un anticipo cuando se trata de carreras de muchos kilómetros -aseguró el taxista-. Hemos tenido malas experiencias.

Me tanteé la chaqueta y me di cuenta de que ni siquiera llevaba la cartera. Así que me incliné hacia el taxista y le dije:

– Mi hija acaba de morir. Quiero irme a casa. Te pagaré, puedes estar seguro. Quiero que conduzcas despacio y con precaución.

Rompí a llorar. El hombre no dijo nada más y se mantuvo en silencio hasta que llegamos al puerto. Eran las diez y soplaba una leve brisa que apenas si rizaba el agua en la dársena. Le pedí al taxista que se detuviese ante la caseta roja de la guardia costera. Hans Lundman había visto llegar el taxi y apareció por la puerta. Por la expresión de mi rostro, supo que había terminado mal.

– Ha muerto -le dije-. Hemorragias internas. Inesperadamente. Creíamos que iba a salvarse… Necesito que me prestes mil coronas para pagar el taxi.

– Lo pagaré con mi tarjeta -dijo Hans antes de encaminarse al taxi.

Había terminado su turno hacía varias horas y comprendí que se había quedado para verme cuando yo volviera. Hans Lundman vivía en una de las islas del sur del archipiélago.

– Te llevo -me dijo.

– No tengo dinero en casa -le confesé-. Pido los reintegros a través de Jansson.

– ¿Y a quién le importa ahora el dinero? -me respondió.

Estar en alta mar me infunde siempre un gran sosiego. La embarcación de Hans Lundman era un viejo pesquero reconstruido que hendía las olas despacio. Hans podía tener prisa en el trabajo, de vez en cuando; pero nunca fuera del trabajo.

Atracamos en el embarcadero. El sol apretaba y hacía calor. Había llegado la primavera. Pero era como si eso no fuese cosa mía. Yo me encontraba al otro lado de la valla invisible de creciente verdor.

– En la bahía de Suckarna hay un bote amarrado -le dije-. Es robado.

Hans comprendió.

– Mañana iremos a buscarlo -respondió-. Patrullaré por allí casualmente. No sabemos quién es el ladrón.

Nos estrechamos la mano.

– No debería haber muerto -declaré de pronto.

– No -convino Hans Lundman-. No debería.

Me quedé en el embarcadero viendo cómo viraba para salir de la bahía. Alzó la mano para despedirse antes de desaparecer de mi vista.

Me senté en el banco. Y tardé bastante en subir la pendiente hacia mi casa, cuya puerta estaba abierta de par en par.

3

Los robles florecían tardíos este año.

Anoté en el diario que el gran roble que se erguía entre el cobertizo y lo que fue en su día el gallinero de mis abuelos no empezó a verdear hasta el 25 de mayo. El inmenso robledal que se extendía al norte de la isla junto al golfo incomprensiblemente llamado Tratan, [8] había empezado a echar hojas varios días antes.

Se dice que fue la Corona quien, a principios del siglo XIX, plantó los robles en las islas para obtener madera con la que construir los buques de guerra que se fabricaban en Karlskrona. En una ocasión, cuando yo era niño, cayó un rayo en el robledal. Recuerdo que mi abuelo segó los restos del tronco. Aquel árbol había echado raíces y había empezado a crecer ya en 1802. En tiempos de Napoleón, me contó mi abuelo. Yo entonces no sabía quién era Napoleón, pero comprendí que hacía mucho, mucho tiempo. Los anillos leñosos de aquel árbol me han acompañado desde entonces, durante toda mi vida. Beethoven vivió cuando el roble aún era un plantón. Cuando mi padre nació, se había convertido en un gran árbol.

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[8] La disputa. (N. de la T.)