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Me contaba que ella pensaba actuar. Supuse que les escribiría cartas a todos los dirigentes políticos de Europa y me sentí orgulloso. Mi hija oponía resistencia.

Había escrito la carta a ratos. Tanto la caligrafía como el bolígrafo variaban. Entre los pasajes serios en que expresaba su indignación, intercalaba notas cotidianas. Se había torcido un pie mientras iba a buscar agua. Giaconelli había estado enfermo. Temían que fuese neumonía, pero ya empezaba a recuperarse. Y lamentaba el dolor que sentía por la muerte de Sima.

«Pronto iré a visitarte», concluía la carta. «Quiero ver la isla en la que te has escondido todos los años que has estado apartado del mundo. A veces soñaba que yo tenía un padre tan aterradoramente hermoso como Caravaggio. Ya sé que no puede decirse que sea así. Pero ahora, al menos, para mí no volverás a ser invisible. Quiero conocerte, quiero mi herencia, quiero que me expliques todo lo que aún sigo sin comprender.»

No decía ni una palabra sobre Harriet, y yo no lo comprendía. ¿Acaso no le importaba lo más mínimo su madre moribunda?

Marqué una vez más los números de Harriet, pero seguía sin responder. Llamé al móvil de Louise, y ella tampoco me contestó. Subí a la montaña por la parte trasera de la casa. Hacía un hermoso día de los que anuncian el verano. Aún no apretaba el calor, pero las islas habían empezado a reverdecer. En la distancia vislumbré uno de los primeros veleros del año rumbo a un puerto desconocido. Sentí un súbito deseo de liberarme de la isla. Era tanto el tiempo de mi vida que había malgastado en mis eternas idas y venidas entre el embarcadero y la casa…

Simplemente, quería irme de allí. Cuando Harriet apareció en medio del hielo con su andador, anuló la maldición en la que yo me había escudado como en una jaula. Descubrí que los doce años que llevaba en la isla habían sido años perdidos, un líquido que yo había vertido en una vasija rota. Y no podía dar un paso atrás, no podía volver a empezar.

Di un paseo por la isla. Olía intensamente a mar y a tierra. Unos cuantos ostreros correteaban ansiosos por la orilla picoteando con sus rojos picos. Era como si deambulase por una granja carcelaria pocos días antes de salir por la puerta y volver a ser un hombre libre. Pero ¿sería capaz de hacerlo? ¿Adónde iba a ir? ¿Qué vida me esperaba?

Me senté bajo uno de los robles de Tratan. De repente, comprendí que tenía prisa. Ya no había tiempo que perder. Sin importar lo que me esperase.

Aquella tarde bajé al embarcadero, subí a mi bote y remé hasta Starrudden. Allí el fondo era liso. Eché un arrastre para pescar platijas, aunque no abrigaba la menor esperanza de capturar mucho, tal vez alguna platija o alguna perca de la que pudiese disfrutar el gato. La red se llenaría de las algas que ahora proliferan en el fondo del Báltico.

Tal vez el mar que se extiende ante mi vista en las hermosas noches primaverales esté transformándose, poco a poco, en una ciénaga.

Más tarde, aquella misma noche, hice algo que jamás llegaría a comprender. Fui a buscar una pala y cavé en el lugar donde el perro estaba enterrado. No tardé en toparme con el cuerpo en descomposición. Y desenterré todo el cadáver. La corrupción se había producido con gran rapidez. Los gusanos ya habían devorado la mayor parte de las mucosas de la boca, los ojos y los oídos y habían abierto el estómago. A la altura de la apertura anal había una bola blanca formada por gusanos. Dejé la pala y fui a buscar al gato, que dormía en la casa, tumbado en el sofá. Lo tomé en mis brazos y lo posé sobre el perro muerto. El gato dio un salto en el aire, como si se hubiese encontrado con una víbora, y desapareció por la esquina de la casa; allí se dio la vuelta, dispuesto a continuar su huida. Tomé en una mano algunos de los mantecosos gusanos y me pregunté si sería capaz de tragármelos o si las arcadas me lo impedirían. Después, los arrojé sobre el perro y volví a cubrir la tumba.

No sabía qué estaba haciendo. ¿Estaría cavando una tumba similar dentro de mí mismo? ¿Para atreverme a ver todo aquello que venía soportando en mi interior, quizás?

Me lavé las manos dejándolas largo rato bajo el agua corriente del fregadero. Me repugnaba lo que acababa de hacer.

Hacia las once llamé a Harriet y a Louise, pero ninguna de las dos contestó.

A la mañana siguiente, muy temprano, recogí el arrastre. Había dos platijas escuálidas y una perca muerta. Tal y como yo temía, las redes estaban llenas de limo y de algas. Más de una hora me llevó dejarlas más o menos limpias antes de colgarlas de la pared del cobertizo. Me alegré al pensar que mi abuelo se hubiese librado de ver cómo aquel mar que él tanto amó moría asfixiado. Después continué con el lijado del barco. Trabajaba medio desnudo e intentaba reconciliarme con el gato, que me miraba suspicaz desde que se encontró en el jardín con el perro muerto. Las platijas no le interesaron lo más mínimo, pero se llevó la perca a una grieta en la roca y se puso a mordisquearla despacio.

A las diez entré en la casa para llamar por teléfono. Ninguna de las dos me contestó. Tampoco hoy recibiría correo. No había nada que yo pudiese hacer.

Me cocí unos huevos para el almuerzo y hojeé un viejo folleto sobre pintura para botes de madera. Pero el folleto era de hacía ocho años.

Después de comer me tumbé a descansar en el sofá de la cocina. El esfuerzo de lijar el barco me había agotado bastante y me dormí.

Cuando desperté sobresaltado, era cerca de la una. A través de la ventana abierta de la cocina oí el ruido de un viejo motor diésel. Sonaba como el barco de Jansson, pero se suponía que hoy no iba a venir. Me levanté del sofá, me puse las botas y salí. El ruido del motor se acercaba. Ya no me cabía la menor duda de que se trataba del barco de Jansson, con el irregular sonido que emite al llevar el tubo de escape a veces bajo la superficie del agua, a veces por encima. Bajé al embarcadero y esperé a que llegara. Me sorprendió que fuese a tan poca velocidad. Finalmente asomó la roda por entre las rocas. El barco se deslizaba muy despacio.

Hasta que comprendí por qué. Jansson arrastraba una carga. En efecto, llevaba amarrada detrás una vieja barca para transportar ganado. Cuando yo era niño, veía cómo aquellas embarcaciones transportaban vacas hacia las islas que tenían pastos. Pero eso era entonces. No había visto transbordadores de ese tipo en los diez años que llevaba viviendo solo en la isla.

En la embarcación iba la caravana de Louise. Ésta se encontraba ante la puerta abierta, exactamente igual que la primera vez que la vi. Junto a la barandilla distinguí la figura de otra persona. Era Harriet, con su andador.

Si hubiese podido, me habría arrojado al agua y me habría ido de allí a nado. Pero no podía desaparecer. Jansson aminoró la marcha y soltó las cuerdas de su carga al tiempo que empujaba la embarcación para que entrase en la parte menos profunda del golfo. Yo me quedé paralizado viendo cómo encallaba en la playa. Jansson echó amarras en el embarcadero.

– Jamás creí que esta vieja barca volviese a serme útil. La última vez que la saqué fue para transportar dos caballos a Rökskär. Pero de eso debe de hacer veinticinco años, como mínimo -aseguró.

– Podrías haber llamado -le recriminé-. Haberme advertido.

Jansson se me quedó mirando con expresión de sincero asombro.