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Cuando pasó la nevada, anoté en mi diario: «Los ampelis han desaparecido. La corteza de tocino ha quedado abandonada. Seis grados bajo cero».

En total, setenta y nueve letras y algunos puntos. ¿Por qué hice tal cosa?

Ya era hora de ir a zambullirme en mi agujero. El viento me cortaba el cuerpo cuando, caminando con dificultad, bajé hasta el muelle. Volví a abrir el agujero y me metí en el agua. El frío me quemaba.

Justo cuando acababa de salir para regresar a casa cesó el viento racheado. Algo me asustó y contuve la respiración. Me di la vuelta.

En medio del hielo había una persona.

Una figura negra recortada contra la blanca inmensidad. El sol estaba bajo en el horizonte. Entrecerré los ojos para ver mejor quién era. Y comprobé que se trataba de una mujer. Parecía ir apoyada en una bicicleta. Después comprendí que era un andador. Yo temblaba de frío, de modo que, quienquiera que fuese, no podía quedarme allí desnudo junto a mi agujero. Me apresuré a subir a la casa con la duda de si no habría visto visiones.

Ya vestido, tomé los prismáticos y subí a la montaña.

No habían sido figuraciones mías.

La mujer seguía sobre la banquisa. Sus manos descansaban sobre el manillar del andador. Llevaba un bolso en un brazo y una bufanda enrollada alrededor del gorro, que le cubría la cabeza. Me costaba distinguir su rostro con los prismáticos. ¿De dónde vendría? ¿Y quién sería?

Intenté pensar. Si no se había perdido, venía a verme a mí, pues aquí no hay nadie más.

Esperaba que se hubiese extraviado. No quería recibir visitas.

La mujer seguía inmóvil, con las manos apoyadas en el manillar del andador. Sentí una creciente desazón. Había algo en aquella mujer que me resultaba familiar.

¿Cómo habría logrado llegar hasta allí en medio de la tormenta de nieve y cruzando el hielo con un andador? Hasta tierra firme había tres millas marinas. Resultaba increíble que hubiese recorrido a pie esa distancia sin morir congelada.

Me quedé mirándola con los prismáticos durante más de diez minutos. Justo cuando iba a retirarlos, se dio la vuelta y miró hacia donde yo estaba.

Fue uno de esos momentos de la vida en que el tiempo no sólo se detiene sino que, de hecho, deja de existir.

Con las lentes de los prismáticos la vi acercarse a mí y comprobé que era Harriet.

Pese a que hacía casi cuarenta años desde la última vez que la vi, sabía que era ella. Harriet Hörnfeldt, a la que un día amé más que a ninguna otra mujer.

Yo era médico desde hacía ya unos años, para infinita sorpresa de mi padre, el camarero, y orgullo casi fanático de mi madre. Había logrado romper con la pobreza y liberarme de ella. Entonces yo vivía en Estocolmo. La primavera de 1966 fue muy hermosa, parecía que la ciudad estuviese en proceso de fermentación. Algo estaba a punto de ocurrir, mi generación había atravesado los diques, había forzado las barreras de la sociedad y exigía cambios. Harriet y yo solíamos pasear por la ciudad al atardecer.

Ella era unos años mayor que yo y jamás se le había ocurrido seguir estudiando. Trabajaba como dependienta en una zapatería. Me dijo que me amaba, yo le dije que la amaba y, cada vez que la acompañaba a su pequeño apartamento de alquiler de la calle Hornsgatan, hacíamos el amor en un sofá cama que amenazaba con venirse abajo en cualquier momento.

Podría decirse que nuestro amor ardía salvajemente. Pese a todo, la decepcioné. El instituto Karolinska me concedió una beca para ampliar mis estudios en Estados Unidos. El 23 de mayo debía partir rumbo a Arkansas, para ausentarme durante un año. Eso fue, al menos, lo que le dije a Harriet. Pero el avión con escala en Amsterdam y con destino a Nueva York partió el 22 de mayo.

Ni siquiera me despedí. Simplemente me marché.

Durante el año que pasé en Estados Unidos, nunca me puse en contacto con ella. No sabía nada de su vida, y tampoco deseaba saber nada. A veces me despertaba en medio de una pesadilla en la que Harriet se quitaba la vida. Me remordía la conciencia, pero siempre conseguía adormecerla.

Harriet fue esfumándose poco a poco de mi conciencia.

Regresé a Suecia y empecé a trabajar en el hospital de Luleå. Y otras mujeres llegaron a mi vida. En ocasiones, en especial cuando estaba solo y había bebido demasiado, se me ocurría que tenía que averiguar qué había sido de ella. Entonces llamaba al servicio de información telefónica y preguntaba por Harriet Kristina Hörnfeldt. Siempre colgaba antes de que la señorita lo hubiese encontrado. No me atrevía a enfrentarme a ella. No osaba averiguar la verdad.

Y allí estaba en ese momento, en medio del hielo ayudándose de un andador.

Hacía exactamente treinta y siete años que desaparecí sin dar una explicación. Yo tenía sesenta y seis, de modo que ella tendría sesenta y nueve y no tardaría en cumplir los setenta. Deseaba entrar en casa y cerrar la puerta tras de mí. Cuando volviera a salir a la escalera de la entrada, ella habría desaparecido. No existía. Fuera lo que fuera lo que quisiera de mí, Harriet seguiría siendo una alucinación. Simplemente, yo no había visto lo que vi. Harriet jamás había estado allí en la banquisa.

Pasaron unos minutos.

El corazón me latía desbocado. La corteza de tocino que colgaba del árbol, al otro lado de la ventana, seguía allí sin que nadie le prestase atención. Las aves aún no habían regresado después de la nevada.

Cuando volví a mirar por los prismáticos, vi que estaba tendida en el hielo, boca arriba y con los brazos extendidos. Dejé los prismáticos y me apresuré a bajar hasta el borde de la banquisa. Me caí varias veces, hundido en la gruesa capa de nieve. Cuando llegué a la banquisa, comprobé en primer lugar su corazón y, después, me incliné sobre ella y noté que respiraba.

No tendría fuerzas para llevarla en brazos hasta la casa. Fui a buscar la carretilla que tenía detrás del cobertizo. Antes de haber logrado levantarla ya estaba empapado en sudor. No pesaba tanto cuando nos conocimos. ¿O habría perdido yo tanta fuerza? Harriet se encogió en la carretilla, una figura grotesca que aún no había abierto los ojos.

En la orilla de la playa, la carretilla se atascó. Durante un instante consideré la posibilidad de arrastrarla tirando de ella con una cuerda. Pero la deseché, era un procedimiento demasiado indigno. Fui al cobertizo a buscar una pala y limpié de nieve el sendero. El sudor corría sin cesar empapando mi camisa. No dejaba de vigilar a Harriet, que seguía inconsciente. Le tomé el pulso. Acelerado. Me puse a quitar nieve como si me fuese la vida en ello.

Finalmente conseguí llevarla a la casa. El gato estaba en el banco que había bajo la ventana y observaba el espectáculo. Puse unos tablones sobre los peldaños, abrí la puerta y tomé impulso con la carretilla. Al tercer intento logré meter la carretilla con Harriet en el vestíbulo de mi casa. El perro estaba tumbado bajo la mesa de la cocina, siguiendo mis movimientos con la mirada. Lo eché a la calle, cerré la puerta y tumbé a Harriet en el sofá de la cocina. Estaba tan sudoroso y jadeante que tuve que sentarme a descansar un instante antes de empezar a examinarla.

Le tomé la tensión arterial. Baja, pero no preocupante. Le quité los zapatos y palpé sus pies. Fríos, pero no helados. En otras palabras, no había empezado a congelarse. A juzgar por sus labios, tampoco estaba deshidratada.

El pulso fue bajando hasta las sesenta y seis pulsaciones por minuto.

Estaba a punto de ponerle un almohadón bajo la cabeza, cuando abrió los ojos.

– Te huele mal la boca -declaró entonces-. Tienes mal aliento.

Después de tantos años, aquéllas fueron sus primeras palabras. Yo la había encontrado en el hielo, me había esforzado como un loco por hacerla llegar a mi casa y lo primero que me dijo fue que me olía el aliento. En ese instante sentí la tentación de echarla fuera otra vez. Yo no le había pedido que viniera, no sabía lo que quería y el remordimiento se apoderaba de mí. ¿Habría venido para que le rindiera cuentas?