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– Quiero decirte algo que seguramente ya sospechas. Jamás he amado a un hombre como te amé a ti. Por eso te busqué, para reencontrarme con ese amor. Para devolverte la hija que te había arrebatado. Pero, ante todo, porque quería morir cerca del hombre al que siempre había amado. Tampoco he odiado a nadie como te odié a ti. Pero el odio duele y yo ya tengo bastante dolor. El amor es un alivio, un remanso, tal vez incluso una seguridad que le resta horror al encuentro con la muerte. No hagas ningún comentario sobre lo que acabo de decirte. Sólo créeme. Y dile a Louise que venga. Me estoy dando cuenta de que me he mojado.

Fui a buscar a Louise, que se encontraba sentada en la escalera.

– Esto es muy hermoso -dijo-. Casi como en el corazón del bosque.

– A mí me da miedo la espesura del bosque -respondí-. Siempre me ha aterrado la idea de perderme si me alejaba demasiado del sendero.

– Tú tienes miedo de ti mismo. De nada más. Lo mismo que yo. O que Harriet, o que la maravillosa y joven Andrea. O que Caravaggio. Tenemos miedo de nosotros mismos y de lo que de nosotros vemos en los demás.

Entró en la habitación de Harriet para cambiarle el pañal. Yo me senté en el banco, bajo el manzano, justo al lado de la tumba del perro. En la distancia, se oía el sordo ronroneo del motor de un gran buque. ¿Tal vez la marina ya había iniciado sus maniobras habituales de otoño?

Harriet me había dicho que jamás había amado a nadie como a mí. Y eso me alteró el ánimo. No me lo esperaba. Era como si, finalmente, viese con claridad lo que para los dos había implicado mi traición hacia ella.

Yo la traicioné porque temía ser traicionado. Mi miedo a atarme, a sentimientos tan intensos que no podía controlarlos, me hizo alejarme. Ignoraba por qué había sido así. Pero yo sabía que no estaba solo. Que vivía en un mundo lleno de hombres que sufrían mi mismo miedo.

Había intentado verme a mí mismo en la figura de mi padre. Pero su miedo era otro. Él jamás había dudado en mostrar el amor que sentía por mi madre o por mí mismo, por más que mi madre no fue una persona con la que resultase fácil convivir.

Tenía que comprender todo aquello, me dije. «Antes de morir, tengo que saber por qué he vivido. Aún me queda algún tiempo. Y debo emplearlo bien.»

Sentí un enorme agotamiento repentino. La puerta de la habitación estaba entreabierta. Subí la escalera. Ya tumbado en la cama, encendí la lámpara de la mesita. En la pared, junto a la cama, hubo siempre unas cartas marinas que mi abuelo había encontrado en la playa. Están dañadas por el agua y son difíciles de descifrar. Pero representan Scapa Flow, cerca de las islas Orcadas, donde la flota inglesa constituyó su base durante la primera guerra mundial. En numerosas ocasiones he seguido con la mirada las angostas vías marítimas de Pentland Firth, recreando la imagen de las naves inglesas y sus avanzadillas, temerosas de descubrir el periscopio de un submarino alemán en la bocana de los puertos.

Me dormí con la lámpara encendida. Hacia las dos me despertaron los gritos de Harriet. Me cubrí los oídos con las manos y aguardé hasta que los analgésicos le hubiesen hecho efecto.

Vivíamos en mi casa, sumidos en un silencio que podía quebrarse en cualquier momento por los enloquecidos gritos de dolor. Pensaba cada vez con más frecuencia que, en realidad, deseaba que Harriet muriese pronto. Por ella, quería que se librase de tanto padecimiento, pero también por mí, y por Louise.

La intensa ola de calor se mantuvo hasta el 24 de julio. Aquel día anoté en el diario que soplaba un viento del nordeste y que había empezado a descender la temperatura. Un tiempo inestable de bajas presiones que se acumulaban sobre el mar del Norte vino a sustituir al largo periodo de calor. La noche del 27 de julio, una tormenta de componente norte arrasó el archipiélago. Un par de planchas del tejado, cerca de la chimenea, se soltaron y se estrellaron contra el suelo. Logré subir al tejado para sustituirlas por otras que llevaban muchos años almacenadas en uno de los trasteros, después de que derribasen los establos a finales de 1960.

Harriet empeoraba cada día. Ahora que las tormentas y el frente frío azotaban la costa, sólo permanecía despierta unos minutos al día. La cuidábamos entre los dos. Lo único que Louise hacía sola era lavarla y cambiarle los pañales.

Y yo me alegraba de no tener que hacerlo. Era una experiencia que no quería vivir con Harriet.

Se acercaba la época de la oscuridad otoñal. Las noches eran cada vez más largas, el sol ya no calentaba como hacía unas semanas. Louise y yo nos hicimos a la idea de que Harriet podía morir en cualquier momento. Su respiración era entrecortada y jadeante y rara vez salía de su estado de sopor. Cuando estaba despierta, solíamos sentarnos los dos a su lado. Louise quería que nos viera juntos. Harriet no hablaba mucho en los momentos de lucidez; preguntaba qué hora era, si no era ya la hora de comer. Su pérdida de orientación era cada vez más evidente. A veces creía que se encontraba en el bosque, dentro de la caravana; otras, que estaba en su casa de Estocolmo. En su conciencia no existía ninguna isla, ninguna habitación con hormiguero. Tampoco tenía conciencia de que estaba muriéndose. Cuando despertaba, lo hacía como si todo fuese lo más natural del mundo. Bebía un poco de agua, tomaba unas cucharadas de sopa y volvía a dormirse. La piel del cráneo estaba tan tensa que temía que se le quebrase y dejase el hueso al descubierto. «Es fea la muerte», pensé. Ya apenas si quedaban vestigios de la hermosa Harriet. Se había convertido en un esqueleto, pálida como la cera, cubierta por una manta; nada más.

Una de aquellas tardes de principios de agosto, Louise y yo nos sentamos en el banco del manzano. Nos habíamos abrigado y ella se había puesto en la cabeza una de mis viejas gorras.

– ¿Qué vamos a hacer cuando muera? -pregunté-. Supongo que habrás pensado en ello. ¿Sabes, quizá, qué quiere que hagamos con su cuerpo?

– Quiere que la incineren. Hace un par de meses me mandó por correo el folleto de una funeraria. Puede que aún lo tenga. O quizá lo haya tirado a la basura. Había señalado en él el ataúd más barato y una urna que estaba rebajada.

– ¿Tiene algún terreno para la inhumación?

Louise frunció el entrecejo.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Sabes si hay algún panteón familiar? ¿Dónde están enterrados sus padres? A cada uno suele corresponderle una región, o una ciudad. Al menos antiguamente se hablaba de un terreno para la inhumación.

– Sus familiares están enterrados por todo el país. Jamás la he oído decir que haya ido a llevar flores a la tumba de sus padres. Ni tampoco ha dicho que quiera nada especial. Lo que sí tiene decidido es que no desea que le pongamos una lápida. Creo que prefiere que esparzamos sus cenizas al viento. Y, de hecho, no hay nada que lo impida.

– Bueno, es necesario un permiso -le advertí-. Jansson me contó que los pescadores de antaño pedían que esparciesen sus cenizas por los viejos bancos de arenque.

Guardamos silencio, pensando en lo que sucedería con Harriet. Yo tenía una sepultura. No había razón alguna que impidiese que a ella la enterraran a mi lado.

De pronto, Louise posó su mano sobre mi brazo.

– En realidad, no tenemos por qué pedir ningún permiso -aseguró-. Harriet podría muy bien ser una de tantas personas que hay en este país y que no existen.

– Todo el mundo dispone de un número de identidad -observé-. No podemos desaparecer de cualquier manera. Hasta que morimos, ese número de identidad existe.

– Bueno, siempre hay recursos -sugirió Louise-. Va a morir en tu casa. Podemos incinerarla como lo hacen en la India. Después, vertemos sus restos en el mar. Yo daré de baja su alquiler en Estocolmo y me llevaré sus cosas. Sin indicar una dirección de contacto. Dejará de retirar su pensión. Y yo le comunicaré al hospital que se ha muerto. Es lo único que les interesa saber. Puede que alguien empiece a preguntar dónde está. Pero puedo decir que llevo meses sin saber de ella. Y que su visita aquí fue breve y luego se marchó.