– ¿Una breve visita?
– ¿Quién crees que vendría a preguntarle a Jansson o a Hans Lundman por su siguiente destino después de dejar la isla?
– Exacto, eso es. Pero ¿adónde se fue? ¿Quién la llevó a tierra?
– Tú. Hace una semana. Nadie sabe ya si sigue aquí.
Empecé a comprender que Louise hablaba en serio. Dejaríamos que Harriet muriese aquí y nos encargaríamos de su entierro. ¿Saldría bien? No hablamos más del asunto esa tarde. Por la noche me costó conciliar el sueño. Al final, yo también empecé a creer que sería viable.
Dos días después, mientras cenábamos, Louise dejó el tenedor en la mesa.
– ¡El fuego! -dijo de pronto-. Ya sé cómo podemos encenderlo sin que nadie empiece a hacer preguntas.
Escuché su propuesta. Al principio, me resistí. Pero después comprendí que era un plan muy hermoso.
La luna desapareció. La oscuridad se extendió sobre el archipiélago. Los últimos veleros del verano se deslizaban alejándose hacia sus puertos. La Marina seguía con sus prácticas al sur de las islas. De vez en cuando nos alcanzaba la onda de presión de algún cañonazo remoto. Harriet dormía casi las veinticuatro horas. Nos turnábamos para estar con ella. En mi época de estudiante de medicina, me gané un dinero extra haciendo guardias nocturnas. Aún recordaba la primera vez que cuidé de una persona que murió ante mis ojos. Ocurrió sin el menor movimiento, sin un sonido. Tan infinitamente breve era aquel gran paso. Durante una unidad de tiempo apenas mensurable, el ser vivo pasaba a estar entre los muertos.
Recuerdo que pensé: este ser humano que ahora está muerto es una persona que, en realidad, no existió nunca. Con la muerte se erradica todo cuanto existió. La muerte no deja huella, salvo la de aquello que a mí siempre me costó tanto. El amor, los sentimientos. Huí de Harriet porque conseguimos un alto grado de intimidad. Y ahora no tardará en desaparecer.
Louise se mostró triste los últimos días de la vida de Harriet. Yo, por mi parte, experimentaba un miedo creciente, consciente de que también yo me acercaba a aquello por lo que en ese momento pasaba Harriet. Temía la humillación que me esperaba y confiaba en que se me concediese una muerte dulce, que no me obligase a estar postrado largo tiempo antes de alcanzar la última orilla.
Harriet murió al alba, poco después de las seis del día 22 de agosto. Pasó la noche inquieta, los analgésicos ya no parecían surtir ningún efecto. Yo estaba haciendo café cuando Louise entró en la cocina. Se colocó a mi lado y esperó a que hubiese terminado de contar los diecisiete segundos del café.
– Mamá ha muerto.
Entramos en la habitación donde yacía Harriet. Le tomé el pulso con los dedos y le puse el estetoscopio para escuchar su corazón. Y, verdaderamente, estaba muerta. Nos sentamos en la cama. Louise lloraba tranquila, casi sin hacer ruido. En cambio yo no sentí más que un tormentoso alivio egoísta ante el hecho de no ser yo mismo quien yacía allí muerto.
Estuvimos en silencio unos diez minutos. Volví a comprobar los latidos de su corazón, pero no oí nada. Después, extendí sobre su rostro una de las toallas bordadas de mi abuela.
Nos tomamos el café, aún caliente. A las siete, llamé a la guardia costera. Hans Lundman me respondió en persona.
– Gracias por la fiesta del otro día. Debería haberte llamado.
– No, gracias a ti.
– ¿Qué tal está tu hija?
– Bien.
– ¿Y Harriet?
– Se fue.
– Andrea va por ahí luciendo sus preciosos zapatos de color celeste. Díselo a Louise.
– Lo haré. Te llamo para avisarte de que hoy pienso quemar un montón de basura. Por si alguien llama creyendo que hay un incendio.
– Bueno, la sequía ha pasado, al menos por este año.
– Ya, en fin, por si alguien cree que es mi casa la que está en llamas.
– Has hecho bien en llamar.
Salí al jardín. No corría la menor brisa. Una capa de nubes tenía encapotado el cielo. Bajé al cobertizo y saqué la lona que había preparado para cubrir el cuerpo. Ya la había embadurnado de brea y la extendí en el suelo. Louise le había puesto a Harriet el hermoso vestido que llevó en la fiesta estival. La había peinado y le había puesto carmín en los labios. Seguía llorando, tan en silencio como antes. Nos quedamos un rato abrazados.
– La voy a echar de menos -confesó-. He estado tan enfadada con ella durante tantos años. Y ahora comprendo que ha horadado en mi interior un pozo que siempre permanecerá abierto y por el que la tristeza entrará como un soplo, mientras yo viva.
Comprobé los latidos del corazón de Harriet una última vez. Su piel había empezado a adquirir ese tono amarillento que otorga la muerte.
Esperamos una hora. Después la sacamos de la casa y enrollamos su cuerpo en la lona. Yo tenía unos bidones de gasolina de reserva y con ellos preparé el lugar en el que su cuerpo ardería hasta consumirse.
La subimos en mi viejo barco y anegamos el cadáver y la cubierta con la gasolina.
– Será mejor que nos apartemos -advertí-. La gasolina prenderá lanzando grandes llamaradas. Si estás demasiado cerca, las llamas podrían alcanzarte.
Retrocedimos unos pasos. Miré a Louise. Ya había dejado de llorar. Asintió, yo encendí el extremo de un cordel embreado y lo arrojé al barco.
El barco rugió al arder. La lona impregnada en brea chisporroteaba y crujía. Louise me tomó la mano mientras yo pensaba que por fin le había encontrado utilidad a mi viejo barco. En efecto, en él podría enviar a Harriet a ese otro mundo en el que ni ella ni yo creíamos, aunque ambos abrigábamos la secreta esperanza de que existiese.
Mientras ardían las llamas, bajé al cobertizo, saqué una vieja sierra para metal, y comencé a aserrar el andador. Tras unos minutos, comprendí que la sierra estaba inservible. Dejé el andador en la barca junto con dos piedras y otras tantas cadenas. Remé rumbo a Norrudden y arrojé al fondo del mar el andador con las cadenas y el lastre. Allí no iba nadie a fondear ni tampoco a pescar, de modo que el andador no emergería a la superficie.
Una larga columna de humo ascendía hacia el cielo. Volví remando a la isla mientras pensaba que Jansson no tardaría en llegar. Encontré a Louise acuclillada, contemplando el barco en llamas.
– Desearía saber tocar algún instrumento -se lamentó-. ¿Sabes cuál era la música favorita de mamá?
– Creo que le gustaba el jazz tradicional. Cuando estábamos juntos, solíamos escuchar mucho jazz en el barrio de Gamla Stan.
– Te equivocas. Su canción favorita era Sail Along Silvery Moon. Una melodía bastante sentimental de los años cincuenta. No se cansaba de escucharla. Ahora la habría interpretado para ella, como salmo de despedida.
– Ni siquiera sé cuál es.
Louise tarareó la canción, algo insegura de la melodía. Tal vez la hubiese oído en alguna ocasión, pero nunca interpretada por un grupo de jazz.
– Hablaré con Jansson -le dije-. Harriet se marchó ayer. Yo la llevé. Un familiar vino en coche a recogerla para llevarla al hospital de Estocolmo.
– Dile que le manda saludos -advirtió Louise-. Así no le extrañará tanto que se haya ido.
Jansson llegó puntual, como de costumbre. Llevaba en el barco a un agrimensor que tenía un cometido que cumplir en Bredholmen. Nos hicimos un gesto a modo de saludo. Jansson bajó al embarcadero y observó la hoguera.
– He llamado a Lundman porque creí que tu casa estaba ardiendo -me dijo.
– No, he quemado el barco -expliqué-. Era imposible hacerlo navegar otra vez. Y no soportaba la idea de estar viéndolo arrumbado un invierno más.
– Has hecho bien -opinó Jansson-. Los barcos viejos se niegan a morir del todo, a menos que uno los astille o los queme.