Me acarició la frente y entró en el taxi, que se perdió pendiente arriba. Tomé el bidón de gasolina vacío y fui a llenarlo. El puerto estaba prácticamente desierto. Los veleros de recreo del verano habían desaparecido.
Cuando volví fui a dar un paseo por la isla y a buscar al gato una vez más. No lo encontré. Estaba más solo que nunca en toda mi vida.
Pasaron varias semanas. Todo volvió a ser como siempre. Jansson venía en su barco, de vez en cuando con una carta de Agnes, pero nada de Louise. La llamaba, pero no respondía. Los mensajes que le dejaba en el contestador se convirtieron en pequeñas anotaciones en el diario, vacías de contenido, acerca de cosas sin importancia y del gato, que seguía misteriosamente perdido.
Lo más probable era que lo hubiese atrapado un zorro que habría dejado la isla a nado.
Me sentía cada vez más inquieto. Pensé que no lo soportaría durante mucho más tiempo. Tenía que marcharme de la isla. Pero no sabía adónde.
Llegó septiembre con una tormenta de componente nordeste. Aún sin noticias de Louise. Y hasta Agnes había dejado de comunicarse conmigo. Por lo general, me pasaba el tiempo sentado a la mesa de la cocina mirando por la ventana. El paisaje parecía helarse allá fuera. Era como si la casa entera se viese poco a poco envuelta en un gigantesco hormiguero que, mudo, no paraba de crecer.
El otoño endureció el clima. Yo seguía esperando.
Cuarta parte. Solsticio de invierno
1
La noche del 3 de octubre llegó la escarcha.
En mis viejos diarios comprobé que nunca, en todos los años que llevaba en la isla, había estado a bajo cero ya en octubre. Seguía esperando que Louise se pusiera en contacto conmigo. Ni siquiera me había llegado una sola postal.
Aquella noche, sonó el teléfono. Era una mujer que preguntaba si yo era Fredrik Welin. Tanto su dialecto como su voz me resultaron familiares. Pero su nombre, Anna Ledin, no me decía nada.
– Soy policía. Ya nos conocemos.
Entonces caí en la cuenta. La mujer que encontramos muerta en la cocina. Anna Ledin era la joven policía que llevaba una cola de caballo bajo la gorra del uniforme.
– Te llamo por el perro -me dijo-. El spaniel de Sara Larsson que nos llevamos. Nadie lo reclamó. Y nos veíamos obligados a entregarlo para que lo sacrificaran. Así que me lo quedé yo. Es un perro muy hermoso. Pero resulta que estoy viviendo con un hombre que es alérgico a los perros. Es una hembra y no quiero que la sacrifiquen. Así que me acordé de ti. Anoté tu nombre y dirección, ¿recuerdas? Y quería preguntarte si tú podrías quedarte con ella. A ti seguro que te gustan los animales, puesto que te detuviste al verla en la carretera.
No dudé ni un instante.
– Mi perro murió hace poco. Puedo quedarme con ella. Pero ¿cómo llegará hasta aquí?
– Puedo llevártela yo. Me enteré de que Sara Larsson la llamaba Rubí. Un nombre algo insólito para un perro, pero yo no se lo cambié. Tiene cinco años.
– ¿Cuándo piensas venir?
– A finales de la semana que viene.
No me atrevía a traerla en mi barco, porque es demasiado pequeño. Así que lo acordé con Jansson. Me hizo un montón de preguntas sobre de dónde había salido el perro, pero yo le contesté evasivo diciéndole que lo había heredado. Y dejó de preguntarme.
A las tres de la tarde del 12 de octubre, Anna Ledin llegó con el perro. Su aspecto era muy distinto sin el uniforme.
– Vivo en una isla -le dije-. Así que ella será la única señora del lugar.
Anna Ledin me dio la correa y Rubí se sentó a mi lado.
– Me voy ahora mismo, antes de que empiece a llorar. ¿Puedo llamarte y preguntar qué tal le va?
– Por supuesto que sí.
Anna Ledin se sentó al volante y se marchó. Rubí no tironeó de la correa para seguir al coche. Y tampoco dudó a la hora de subir al barco de Jansson.
Cruzamos las negras aguas de la bahía. Un viento gélido soplaba procedente del golfo de Finlandia.
Cuando llegamos a tierra y una vez que Jansson se había marchado, la solté. Echó a correr y se perdió entre las rocas, pero media hora más tarde ya había vuelto. Ahora mi soledad era más liviana.
Ya había llegado otoño.
Yo seguía preguntándome qué me estaba pasando. Y por qué Louise no me llamaba nunca.
2
No me gustaba el nombre del perro.
Y tampoco a ella parecía gustarle, pues nunca acudía cuando la llamaba.
Rubí no es nombre para un perro. ¿Por qué la habría llamado así Sara Larsson? Un día en que Anna Ledin llamó para saber del animal, le pregunté si sabía por qué le habían puesto ese nombre. Su respuesta fue sorprendente.
– Corría el rumor de que Sara, en su juventud, había trabajado como limpiadora en un buque de carga que solía hacer escala en Amberes. Se despidió del buque y entró como limpiadora en una fábrica de pulido de diamantes. Tal vez el recuerdo de las gemas le inspirase ese nombre.
– Pero, en ese caso, habría sido más lógico «diamante».
De repente, empezaron a oírse martillazos al otro lado del hilo telefónico. Me llegaban voces lejanas que gritaban y rugían mientras alguien parecía estar golpeando una plancha de latón.
– Tengo que dejarte.
– ¿Dónde te encuentras?
– Deteniendo a un hombre que está saqueando un desguace.
Se interrumpió la conversación. Intenté imaginarme a la frágil y menuda Anna Ledin empuñando el arma y la cola de caballo balanceándose bajo la gorra. Seguro que no era agradable ser la víctima de una de sus detenciones.
Bauticé al perro con el nombre de Carra. Claro que, en parte, lo hice por mi hija, que nunca llamaba, y por su interés por Caravaggio. Pero ¿por qué se le da a un animal un nombre determinado? No lo sé.
Me llevó dos semanas de entrenamiento intensivo hacerla olvidar el nombre de Rubí y aceptar el de Carra, a cuyo grito acudía, a disgusto, correteando.
Pasó el mes de octubre con tiempo variable, una semana muy calurosa, como una canícula tardía, otros días de gélidos vientos del nordeste. A veces, cuando me ponía a contemplar el cielo, seguía las bandadas de pájaros que se reunían inquietos para, de repente, poner rumbo al sur.
Las aves migratorias inspiran con su partida hacia el sur una clase de melancolía de especial naturaleza. Del mismo modo que su regreso infunde alegría. El otoño cierra su capítulo, el invierno está cada vez más próximo.
Cada mañana, al despertar, me examinaba el cuerpo por ver si los achaques de la vejez comenzaban a salir a la luz. A veces me preocupaba que el flujo de la orina fuera debilitándose. Había algo especialmente humillante en el hecho de morir por algún fallo en las vías urinarias. Me costaba imaginar que los grandes filósofos griegos o los césares romanos hubiesen muerto de cáncer de próstata. Aunque, sin duda, así sucedió en algún caso.
Pensaba en mi vida y, de vez en cuando, anotaba en mi diario alguna vacuidad. Dejé de indicar de dónde soplaba el viento y los grados de temperatura real. En cambio, escribía vientos imaginarios y temperaturas inventadas. El 27 de octubre de ese año anoté para conocimiento de la posteridad que la isla había sufrido el azote de un tifón y que la temperatura nocturna era de treinta y siete grados.
Iba a sentarme en los distintos rincones que tenía para reflexionar. Mi isla estaba tan bien dispuesta que siempre había algún lugar al socaire. Los vientos nunca podían esgrimirse como excusa. Buscaba un lugar resguardado y me sentaba a meditar sobre por qué había elegido convertirme en el que era. Algunas de las bases eran, claro está, fáciles de descubrir. Había huido del miserable entorno de mi niñez en que el constante recuerdo de la dura vida que mi padre se veía obligado a llevar me infundió las fuerzas suficientes para romper con todo. Pero también era consciente de que debía agradecer a la casualidad el haber nacido en una época que posibilitaba tales cambios de clase. Una época en que los hijos de camareros humillados podían estudiar el bachillerato e incluso llegar a ser médicos. Pero ¿por qué me había convertido en una persona siempre a la búsqueda de escondites, en lugar de aspirar a la compañía? ¿Por qué no quería tener hijos? ¿Por qué había vivido siempre como un zorro, con la guarida llena de vías de escape?