La maldita amputación de la que no quise hacerme responsable era una de las razones. Pero yo no era el único traumatólogo del mundo al que le había sucedido algo así.
Hubo aquel otoño momentos en que el pánico se apoderaba de mí, abocándome a tardes interminables de absurdos programas televisivos y noches de insomnio en las que lamentaba y maldecía al mismo tiempo la vida que había vivido.
Finalmente, llegó una carta de Louise, como una especie de salvavidas para el que está a punto de ahogarse. Me decía, entre otras cosas, que había dedicado mucho tiempo a despejar el apartamento de Harriet. Me enviaba, además, un puñado de fotografías que había encontrado entre los papeles de su madre y de cuya existencia ella ni sabía. Atónito, observé las instantáneas de Harriet conmigo, tomadas hacía cerca de cuarenta años. A ella sí la reconocía, pero mi propia imagen me conmovió, pues me veía como a un extraño. En una de ellas, tomada en 1966 en algún lugar de Estocolmo, llevaba barba. Fue la única vez en mi vida que me dejé barba y ya lo había olvidado. No sabía quién había tomado las fotos, pero me fascinaba comprobar que, en el fondo, había un hombre que saludaba desde detrás de una botella de aguardiente.
A él sí lo recordaba, pero ¿adónde íbamos Harriet y yo aquel día?, ¿dónde estábamos?, ¿quién hizo la foto?
Hojeé curioso las demás fotografías. Tenía los recuerdos guardados en una sala que yo mismo había cerrado antes de arrojar la llave al mar.
Louise me confesaba que había descubierto muchos detalles de su niñez durante los días y las semanas que había dedicado a poner orden en el apartamento.
«Pero, ante todo, he comprendido que, en realidad, nunca supe nada de mi madre», decía. «Tenía cartas y diarios dispersos, casi siempre inconclusos, que contenían pensamientos y vivencias de los que mi madre jamás me hizo partícipe. Por ejemplo, soñaba con ser piloto de aviación. A mí, en cambio, me había dicho que la aterrorizaba la sola idea de emprender un viaje en avión. Quería plantar un jardín de rosas en Gotland, intentó escribir un libro que jamás concluyó. Pero lo que más me afectó fue descubrir todas las mentiras que me había contado. Surgen uno tras otro los recuerdos de mi niñez y, una y otra vez, la pillo en sus mentiras. En una ocasión, me dijo que una de sus amigas estaba enferma y tenía que ir a visitarla. Recuerdo que yo le pedí llorando que se quedara, pero su amiga estaba tan enferma que no le quedaba más remedio que marcharse. Ahora sé que se fue a Francia con un hombre con el que esperaba casarse, pero que no tardó en desaparecer de su vida. No quiero aburrirte con los detalles de lo que voy encontrando. Pero ahora sé que uno debe hacer limpieza antes de morirse. Me sorprende que Harriet, que sabía desde hacía tanto tiempo lo enferma que estaba, no abordase ella misma la tarea de desechar y quemar tantos papeles. Debía saber que yo los encontraría. La única explicación que se me ocurre es que ella quería que yo supiese que no era quien yo creía. ¿Sería importante para ella desvelarme la verdad, pese a que eso implicaría descubrir que me había mentido en tantas ocasiones? Aún no estoy segura de si debo admirarla o pensar que fue malvada. El apartamento ya está vacío. Echaré las llaves en el buzón antes de irme. Haré una visita a las cuevas y me llevaré a Caravaggio.»
La última frase de la carta me desconcertó. ¿Cómo iba a poder llevarse a Caravaggio a las cuevas francesas que quería proteger? ¿Habría alguna información oculta entre líneas que yo no era capaz de descifrar?
No me indicaba la dirección a la que podía escribirle. Aun así, aquella noche me senté a redactar una carta. Le hacía en ella comentarios sobre las fotografías, le hablaba de mi memoria, que fallaba, y le describía mis paseos por las rocas en compañía de Carra. Intenté explicarle cómo andaba a tientas por mi vida, como si hubiese ido a parar a un paisaje lleno de espinos en el que apenas si podía abrirme paso.
Pero sobre todo le decía que la echaba de menos. Lo repetía una y otra vez en la carta.
Cerré el sobre, le puse un sello y escribí su nombre. Después, la dejé en la mesa, a la espera de que un día me enviase su dirección.
Acababa de acostarme aquella noche, cuando sonó el teléfono. Me sobresalté, el corazón se me aceleró. A aquellas horas, no podía tratarse de una buena noticia. Bajé a la sala y contesté al teléfono. Carra, que estaba tumbada en el suelo, me miró inquisitiva.
– Soy Agnes. Espero no haberte despertado.
– No importa, de todos modos, duermo demasiado.
– Voy a ir a verte.
– ¿Estás en el muelle del puerto?
– No, aún no. Pensaba llegar mañana, si te va bien.
– Desde luego que sí.
– ¿Puedes ir a recogerme?
Oí el viento y las olas que se estrellaban contra los acantilados de Norrudden.
– Hace demasiado viento para mi barco. Pero lo arreglaré con alguien. ¿Cuándo llegas?
– A la hora del almuerzo.
– Ya procuraré que haya alguien esperándote para traerte.
Se despidió de forma tan brusca como había comenzado la conversación. Noté que estaba nerviosa. Al parecer, tenía prisa por venir.
Empecé a limpiar a las cinco de la mañana. Cambié la bolsa de la antigualla que tenía por aspiradora y comprendí que mi casa estaba, una vez más, llena de polvo.
Me llevó tres horas conseguir que quedase más o menos limpia. Después del baño, me sequé para entrar en calor y me senté a la mesa de la cocina para llamar a Jansson. Pero en lugar del suyo, marqué el número de la guardia costera. Hans Lundman se encontraba en uno de los barcos, pero me devolvió la llamada quince minutos después. Le pregunté si podía recoger en el embarcadero a una mujer y traerla a mi casa.
– Ya sé que no te está permitido llevar pasajeros -le dije-. Sé que está prohibido.
– Bueno, podemos hacer una patrulla por tu islote -respondió-. ¿Cómo se llama el pasajero?
– No, es una mujer. No puedes confundirte: sólo tiene un brazo.
Hans se parecía a mí. Al contrario que Jansson, ocultábamos nuestra curiosidad y apenas si hacíamos preguntas innecesarias. Sin embargo, no creo que Hans anduviese fisgando entre los papeles y pertenencias de sus compañeros.
Fui con Carra a dar un paseo por la isla. Era el 1 de noviembre, el mar se tornaba cada vez más gris, los árboles perdían sus últimas hojas. La visita de Agnes provocó en mí una gran expectación. Ante mi sorpresa, noté que me excitaba. Me la imaginaba en medio del suelo de la cocina, desnuda con el muñón al descubierto. Me senté en el banco junto al embarcadero y soñé una historia de amor imposible. Ignoraba qué querría Agnes, pero estaba seguro de que no venía a declararme su amor.
Tomé la espada y la maleta de Sima, que estaban en el cobertizo, y las llevé a la cocina. Agnes no me había dicho si pensaba quedarse, pero le preparé la cama en la habitación del hormiguero.
Había decidido sacar el hormiguero con la carretilla y asignarle algún lugar del prado, ya cubierto de arbustos y maleza. Pero como tantos otros planes, no había llegado a ponerlo en práctica.
Hacia las once me afeité y elegí una ropa que me puse para desecharla enseguida. Estaba nervioso como un adolescente ante aquella visita. Finalmente, volví a vestirme con la ropa de siempre, pantalón oscuro, mis botas recortadas y un jersey grueso con algún que otro cabo suelto. Ya por la mañana había sacado un pollo del congelador.