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No lo sabía. Pero, por otro lado, ¿qué otra razón podía tener?

Comprendí que tenía miedo. Era como una trampa que se hubiese cerrado sobre mí.

4

Harriet miró despacio la habitación.

– ¿Dónde estoy?

– En mi cocina. Te vi en la banquisa. Te habías caído. Y te he traído aquí. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. Pero cansada.

– ¿Quieres un poco de agua?

Harriet asintió. Fui a buscar un vaso. Ella negó con un gesto cuando quise ayudarle a levantarse y se puso de pie. Observé su rostro y pensé que, en realidad, no había cambiado especialmente. Se había hecho mayor, pero la veía igual.

– Debí de desmayarme.

– ¿Te duele algo? ¿Sueles desvanecerte?

– A veces.

– ¿Qué dice tu médico?

– Mi médico no dice nada porque yo no le he preguntado.

– Tienes la tensión normal.

– Jamás he tenido problemas de tensión.

Harriet observó una urraca que picoteaba la corteza del tocino al otro lado de la ventana. Después me dirigió una mirada totalmente limpia.

– Mentiría si te dijera que siento molestarte.

– No me molestas.

– Por supuesto que sí. Me he presentado aquí sin avisarte. Pero no me importa lo más mínimo.

Se acomodó mejor en el sofá. De repente, comprendí que sufría dolores.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -le pregunté.

– ¿Por qué no me preguntas cómo te he encontrado? Sabía de esta isla, que tú pasabas aquí los veranos y que se encontraba en la costa este. No creas que fue sencillo dar contigo. Pero, al final, lo conseguí. Llamé a Correos porque caí en la cuenta de que ellos debían saber si aquí vivía alguien llamado Fredrik Welin. Y me dijeron que, además, había un cartero que te traía el correo.

Paulatinamente, un recuerdo emergió a mi memoria. Había soñado con un terremoto. Un violento tronar me rodeó, pero de repente volvió a reinar el silencio. El estruendo no me despertó; en cambio, abrí los ojos cuando volvió el silencio. Tal vez llevase despierto varios minutos, atento a la oscuridad. El gato roncaba a mis pies.

En ese momento comprendí que el ruido del sueño procedía del hidrocóptero de Jansson. Él había traído a Harriet hasta aquí y la había dejado en el hielo.

– Quería venir por la mañana temprano. Fue como viajar en una máquina del infierno. El hombre fue muy amable. Aunque demasiado caro -explicó Harriet.

– ¿Cuánto te pidió?

– Trescientas coronas por mí y doscientas por el andador.

– ¡Qué desfachatez!

– ¿Hay alguien más por aquí que tenga un hidrocóptero?

– Haré que te devuelva la mitad.

Harriet señaló el vaso.

Le serví más agua. La urraca había dejado la corteza. Me levanté y le dije que iba a buscar el andador. Mis botas habían dejado grandes charcos en el suelo. El perro apareció desde la parte posterior de la casa y me siguió hasta la playa.

Intenté pensar con claridad.

Después de más de treinta años, Harriet había vuelto del pasado. De modo que la protección que yo me había procurado aquí, en el archipiélago, había resultado engañosa. Fui víctima de un caballo de Troya con la forma del hidrocóptero de Jansson. Él había quebrantado mi adarve y, además, había cobrado por ello.

Salí a la banquisa.

Soplaba un leve viento del nordeste. Una bandada de pájaros surcó el cielo volando a ras del horizonte. Islotes e islas yacían blancos sobre el mar. Hacía uno de esos días de extraña calma que sólo pueden vivirse cuando el mar se ha convertido en hielo. El sol brillaba bajo en el cielo. El andador se había quedado congelado pegado al suelo. Lo solté con cuidado y empecé a empujarlo hacia tierra. El perro venía trotando tras de mí. En breve tendría que deshacerme de él. Y también del gato. Los dos eran viejos y sufrían los achaques de sus cuerpos torturados.

Cuando llegamos a la playa, entré en el cobertizo para buscar una manta que extendí sobre el banco de mi abuelo. No podía volver a la casa sin saber antes qué iba a hacer. Sólo podía existir una razón que hubiese movido a Harriet a venir: quería pedirme cuentas. Después de todos estos años, quería saber por qué la había abandonado. Y ¿qué iba a contestar? Pasó la vida, y pasó lo que tuvo que pasar. Además, habida cuenta de cómo me fue a mí, Harriet debería estar agradecida de que desapareciese de su vida.

Empecé a sentir frío sentado en el banco. Estaba a punto de levantarme cuando oí un ruido a lo lejos. Las voces y los ruidos de motores podían atravesar largas distancias por el agua y el hielo. Comprendí que debía de ser Jansson con su hidrocóptero. Hoy no habría correo. Pero tal vez estuviese fuera ejerciendo su actividad de taxi ilegal. Subí a la casa. El gato me esperaba fuera sentado en la escalera. Pero no lo dejé entrar.

Antes de ir a la cocina eché una ojeada a mi rostro en el espejo del vestíbulo. Un rostro ojeroso y sin afeitar. El cabello despeinado, los labios apretados y los ojos hundidos. No era una visión hermosa, desde luego. A diferencia de Harriet, que apenas había cambiado, yo sí que había sufrido la transformación propia de los años transcurridos. Creo que fui guapo cuando era joven. Al menos gustaba a muchas chicas en aquellos años. Hasta que ocurrió lo que terminó con mi vida profesional, yo me preocupaba por mi aspecto y mi vestimenta. Pero cuando me trasladé a vivir aquí, a esta isla, empezó mi decadencia. Hubo un periodo durante el cual eliminé los tres espejos que había en la casa. No quería verme. Y podían pasar seis meses sin que fuese a tierra firme para cortarme el pelo.

Me pasé los dedos por el cabello y entré en la cocina.

El sofá estaba vacío. Harriet se había ido. La puerta de la sala de estar se veía entreabierta, pero allí no había nadie. Tan sólo el gran hormiguero. Después, oí el ruido de la cisterna del baño. Harriet volvió a la cocina y ocupó de nuevo el sofá.

Una vez más advertí, por cómo se movía, que sentía dolores, aunque no supe decir en qué parte de su cuerpo.

Estaba sentada de modo que la luz de la ventana iluminaba su rostro. Sentí como si pudiese verla tal y como era en las claras noches de primavera en que recorríamos Estocolmo, cuando yo planeaba marcharme sin decir adiós. Cuanto más se acercaba el día, tanto más le aseguraba que la amaba. Tenía miedo de que me descubriese, de que descubriese mi premeditada traición. Pero ella me creía.

Harriet miró por la ventana.

– Hay una urraca en el trozo de carne que cuelga del árbol.

– Es una corteza de tocino, no un trozo de carne. Los pájaros se marcharon cuando empezó a soplar el viento frío que trajo la tormenta de nieve. Suelen esconderse cuando sopla fuerte. No sé adónde van.

Ella se volvió hacia mí.

– Tu aspecto es espantoso. ¿Estás enfermo?

– Tengo el aspecto que suelo tener. Si hubieras venido mañana después de las doce, me habrías encontrado recién afeitado.

– La verdad, no te reconozco.

– Pues tú no has cambiado.

– ¿Por qué tienes un hormiguero en la sala de estar? -preguntó resuelta.

– Si no hubieras abierto la puerta, no lo habrías visto.

– No era mi intención curiosear en tu casa. Estaba buscando el baño.

Harriet me observaba con sus claros ojos.

– Tengo una pregunta que hacerte -dijo al fin-. Claro que debería haber avisado de que venía. Pero no quería arriesgarme a que desaparecieras de nuevo.

– No tengo adónde ir.

– Todo el mundo tiene adónde ir. Pero yo quería asegurarme de que estabas aquí. Quiero hablar contigo.

– Sí, lo comprendo.

– Tú no comprendes nada. En fin, tengo que quedarme aquí unos días y me cuesta subir y bajar las escaleras. ¿Puedo dormir en el sofá?