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Ella levantó la mano con un gesto enérgico.

– No hay nada que decir. No eres la persona que yo creía. Quiero marcharme de aquí lo antes posible. Esperaré a que claree sentada en el embarcadero.

– Por lo menos, podrías escuchar lo que quería decirte.

Ella no se molestó en contestar. Simplemente, se colgó la mochila al hombro, tomó la maleta y la espada de Sima en la mano y se perdió en la oscuridad.

No tardaría en amanecer. Comprendí que ella no me prestaría atención si bajaba a hablar con ella en el embarcadero. Así que me senté a la mesa de la cocina y escribí una carta:

«Las chicas podrían trasladarse aquí. Deja que las hermanas y la gente del pueblo se queden la casa como ellos quieren. Tengo licencia para construir una casa sobre los cimientos de piedra del viejo establo. En el cobertizo hay una habitación que podría aislarse bien y acondicionarse. Y dos de las habitaciones de la casa nunca se usan. Además, si ya tengo una caravana, podría traer otra más. Aquí no falta el espacio».

Bajé al embarcadero. Ella se puso de pie y subió al barco. Le di la carta sin decirle nada. Ella vacilaba, sin saber si aceptarla o no. Finalmente, se la guardó en la mochila.

El mar relucía como un espejo. El ruido del motor rasgaba la calma y espantaba a los patos que, a nuestro paso, iban huyendo hacia mar abierto. Agnes iba sentada en la cubierta de proa, dándome la espalda.

Fondeé en la parte más baja del muelle y apagué el motor.

– Aquí para un autobús -le dije-. En aquella pared tienes los horarios.

Ella trepó hasta el muelle sin decir una palabra.

Yo volví a casa y me acosté a dormir. A mediodía, saqué mi viejo rompecabezas de Rembrandt y esparcí las piezas sobre la mesa. Volví a empezarlo desde el principio, aun sabiendo que jamás lo terminaría.

Al día siguiente de la partida de Agnes se desató un vendaval de componente nordeste. Me despertó el golpeteo de una de las ventanas. El viento era casi huracanado. Me vestí y bajé para comprobar las amarras del barco. Había marea alta. El oleaje se estrellaba contra la cumbre de los acantilados, salpicando la pared del cobertizo. Aseguré el ancla con un anclaje extra. El viento aullaba contra las paredes. Cuando yo era niño y el viento soplaba con tal intensidad, me asustaba. Del cobertizo, cuando había tormenta, emanaban sonidos semejantes a gritos de personas que estuviesen atacándose. Ahora, en cambio, aquel viento me contagiaba una sensación de seguridad. En aquel momento, en medio del vendaval, me sentía inaccesible.

La tormenta se prolongó dos días más. Uno de esos días, Jansson vino con el correo. En contra de lo habitual, llegaba con retraso. Cuando se aproximó al embarcadero, me contó que se le había parado el motor entre Röholmen y Höga Skärsnäset.

– Nunca había tenido problemas antes -se lamentó-. Claro que es normal que el motor falle con este tiempo.

Tuve que soltar un ancla de arrastre y, aun así, estuve a punto de encallar en las escolleras de Röholmen. Si no hubiera conseguido arrancarlo otra vez, habría naufragado por ahí.

Jamás lo había visto tan conmocionado. Sin que él me lo pidiera, le sugerí que se sentara en el banco, para tomarle la tensión. La tenía un poco alta, pero no más de lo esperable tras una situación como la que acababa de vivir.

Volvió a subir al barco, que se mecía chocando contra el embarcadero.

– Hoy no tengo correo -me dijo-. Pero Hans Lundman me encargó que te trajera un periódico.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Es de ayer.

Jansson me entregó un ejemplar de uno de los grandes diarios.

– ¿No te comentó nada?

– Sólo que te lo diera. Hans no habla a menos que sea absolutamente necesario, ya lo sabes.

Cuando Jansson empezó a retroceder en contra del fuerte viento, le empujé por la proa para que pudiera salir del embarcadero. Poco faltó para que encallase al virar. En el último momento logró que la fuerza del motor lo sacase de la bahía.

Al alejarme del embarcadero descubrí un objeto blanco flotando en la orilla, en el lugar donde estaba la caravana. Me acerqué y comprobé que se trataba de un cisne muerto. Su largo cuello se enroscaba como una serpiente por entre las algas. Volví al cobertizo, dejé el periódico sobre la estantería de las herramientas y me enfundé un par de guantes de trabajo. Después, saqué el cuerpo del cisne. Un cordel de nailon se le había enrollado en las plumas y le había causado un profundo corte en el cuerpo. Se había muerto de hambre, al no poder buscar alimento. Coloqué el cuerpo sobre una de las rocas. Los cuervos y las gaviotas no tardarían en devorarlo. Carra me seguía, olisqueando el ave.

– No es para ti -le dije-. Es para otros.

De repente, el rompecabezas empezó a aburrirme. Bajé al cobertizo, rebusqué hasta encontrar una de las viejas redes de platija y me senté con ella en la cocina, dispuesto a remendarla. Mi abuelo se había armado de paciencia y me había enseñado a empalmar cabos y a remendar redes. Mis dedos aún conservaban la técnica. De modo que estuve allí sentado, remendando carreras, hasta que cayó la tarde. En mi mente mantuve una conversación con Agnes a propósito de lo que había sucedido. En el mundo imaginario, podíamos hacer las paces.

Por la noche, cené los restos del pollo. Después de comer, me tumbé en el sofá de la cocina a escuchar el aullido del viento. Estaba a punto de poner la radio para oír las noticias cuando recordé el periódico que Jansson me había traído. Cogí la linterna y bajé de nuevo al cobertizo.

Hans Lundman no solía hacer nada sin una intención concreta. Me senté, pues, a la mesa y empecé a revisar a conciencia las páginas del diario. En alguna de ellas había una noticia que él quería que yo viese.

Lo encontré en la página número cuatro, en la sección internacional. Era una fotografía de una cumbre de dirigentes europeos, presidentes y primeros ministros. Se habían puesto de pie para la foto. En el fondo, se veía a una mujer desnuda que sostenía una pancarta. El texto al pie de la imagen aludía con pocas palabras a la vergonzosa interrupción. Una mujer vestida con una gabardina negra había accedido a la sala de la conferencia de prensa con una identificación falsa. Una vez allí, se quitó la gabardina y alzó la pancarta. Varios guardias de seguridad acudieron diligentes a sacarla de la sala. Observé bien la fotografía y sentí una punzada en el estómago. En uno de los cajones de la cocina tenía una lupa. Con ella, volví a inspeccionar la instantánea. Mi desasosiego crecía a medida que se confirmaban mis sospechas. Aquella mujer era Louise. Reconocí su rostro, aunque estaba parcialmente girado. No cabía la menor duda de que era Louise, con la pancarta por encima de la cabeza y un gesto triunfante y retador.

El texto de la pancarta hablaba de las cuevas donde el moho corrompía las antiquísimas pinturas rupestres.

Hans Lundman era un hombre muy perspicaz y la había reconocido. Tal vez incluso ella le hubiese hablado durante la fiesta de aquellas cuevas que ella pretendía proteger a cualquier precio.

Tomé un paño de cocina para secarme el sudor que me empapaba la camisa. Me temblaban las manos.

Salí y, arrostrando el viento, llamé al perro y me senté en la oscuridad, en el banco de la abuela.

Sonreí. Louise estaba ahí, en algún lugar, y me devolvía la sonrisa. En verdad que tenía una hija de la que podía estar orgulloso.

3

Un día, a mediados de noviembre, llegó por fin la carta que tanto había esperado. Todo el archipiélago sabía que había sido mi hija la protagonista de los disturbios ante la reunión de los jefes de Estado europeos. Yo me alegraba de que Hans Lundman hubiese tenido la sagacidad de reconocer a Louise, de modo que fui el primero en enterarse. Su costumbre de otear el horizonte en busca de objetos extraños lo había convertido sin duda en un buen observador también a la hora de hojear el periódico.