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Debí de dormirme en el banco. Cuando desperté, ya había anochecido. Tenía frío. Eran las seis, es decir, que había dormido durante casi dos horas. Louise estaba ante los fogones cuando entré. Me sonrió.

– Dormías como una viejecita -me dijo-. No quise despertarte.

– Soy una viejecita -respondí-. Mi abuela solía sentarse en ese banco. Siempre tenía frío, salvo cuando soñaba con el suave rumor de los robles. Tal vez me esté convirtiendo en ella.

En la cocina hacía calor. Louise había encendido tanto los fogones como el horno, y los cristales de la ventana se habían empañado.

Una serie de extraños aromas empezaron a inundar la cocina. Louise sostenía en la mano una cuchara que había sacado de una olla humeante.

Aquello sabía, en cierto modo, como madera vieja calentada al sol. Agrio y dulce a un tiempo y, además, amargo, atractivo, exótico.

– Suelo mezclar mundos en mis guisos -explicó-. Cuando comemos, encontramos el camino al hogar de personas que viven en partes del mundo que jamás hemos visitado. Los olores son nuestros recuerdos más inveterados. La leña con la que nuestros antepasados alimentaban sus hogueras, cuando se escondían en las cavernas y grababan y pintaban en las paredes aquellos animales ensangrentados, debía de oler como lo hace hoy. No sabemos lo que pensaban, pero sí cómo olía la leña.

– En otras palabras, en todo lo cambiante existe algo permanente -observé yo-. Siempre hay alguna anciana pasando frío sentada en un banco bajo un manzano.

Louise tarareaba mientras cocinaba.

– Tú viajas sola por el mundo -le dije-. Pero allá en el norte, en el bosque, estás rodeada de hombres.

– Hay muchos hombres buenos. Pero es más difícil encontrar un hombre de verdad. -Al ver que yo quería continuar la conversación, alzó la mano en señal de protesta-. No, ahora no, después tampoco, nunca. Cuando tenga algo que contarte, te lo contaré. Claro que hay hombres en mi vida. Pero son míos, no tuyos. Soy de la opinión de que no hay que compartirlo todo. Si ahondamos demasiado en los demás, nos arriesgamos a que se malogre la amistad.

Mientras hablaba, le di unos agarradores que, según recordaba, siempre habían estado en aquella cocina, desde que yo era niño. Ella levantó una gran cazuela y retiró la tapadera. Olía intensamente a pimienta y limón.

– Tiene que quemarte la garganta -explicó-. Ningún plato está bien preparado si no te pones a sudar mientras lo comes. Los platos que no contienen ningún secreto llenan el estómago de decepción.

Yo la observaba mientras removía el contenido de la cazuela para mezclarlo bien.

– Las mujeres remueven -dijo-. Los hombres golpean y cortan y destruyen y talan. Las mujeres remueven, remueven y remueven.

Salí a dar un paseo antes de comer. Cuando llegué al embarcadero, volví a sentir de pronto ese dolor ardiente en el pecho. Me dolía tanto, que estuve a punto de caer desmayado.

Llamé a Louise a gritos y, cuando llegó, creí que iba a perder el conocimiento. Ella se sentó enseguida acuclillada a mi lado.

– ¿Qué te pasa?

– El corazón. Angina de pecho.

– ¿Te estás muriendo?

Lancé un rugido que se abrió paso a través del dolor.

– ¡No pienso morirme! Hay un bote con unas pastillas azules junto a mi cama.

Ella echó a correr y regresó con una pastilla y un vaso de agua. Yo sostuve su mano y, al cabo de un rato, se me pasó el dolor. Estaba sudoroso y me temblaba todo el cuerpo.

– ¿Se te ha pasado?

– Sí, ya pasó. No es peligroso, pero duele mucho.

– Tal vez sea mejor que te tumbes a descansar un rato.

– De eso nada.

Caminamos despacio hacia la casa.

– Ve a buscar unos cojines del sofá de la cocina -le dije-. Nos sentaremos un rato aquí fuera en la escalera.

Louise volvió con los cojines y nos sentamos muy juntos, ella con su cabeza sobre mi hombro.

– Me mantendré con vida.

– Piensa en Agnes y en sus muchachas.

– No sé si al final saldrá.

– Vendrán, ya lo verás.

Le apreté la mano. El corazón ya me latía sosegado, pero el dolor seguía acechando en sus entresijos. Aquél era el segundo aviso. Aún podía vivir muchos años, pero todo tenía un fin, yo también.

Nuestra cena festiva se malogró. Cenamos, sí, pero no nos quedamos mucho tiempo de sobremesa. Yo subí a mi habitación y me llevé el teléfono. En mi dormitorio había una toma que nunca utilizaba. Mi abuelo la había hecho instalar en los últimos años, cuando tanto él como mi abuela empezaron a tener achaques. Quería poder llamar si alguno de los dos estaba tan mal que la escalera fuese un obstáculo demasiado largo y pesado de salvar. No fui capaz de decidir si llamar o no. Al final, era ya cerca de la una, pero marqué el número sin el menor reparo. Ella contestó casi de inmediato.

– Disculpa que te despierte a estas horas.

– No, no estaba dormida.

– Sólo quería saber si has tomado una decisión.

– He estado hablando con las chicas. En cuanto oyen hablar de la isla me gritan que no; ellas no saben lo que implica vivir sin asfalto y sin coches. Les infunde miedo ese cambio.

– Pues tienen que elegir entre el asfalto y tú.

– Creo que yo soy lo más importante.

– ¿Quiere eso decir que os venís?

– No voy a contestarte ahora, a medianoche.

– Pero ¿puedo confiar en lo que creo que pasará?

– Sí. Pero déjalo ya. Es muy tarde.

Se oyó el clic al colgar el auricular. Me tumbé en la cama y pensé que, aunque no me lo había dicho claramente, ya podía dar por seguro que vendría.

Me quedé despierto largo rato. Hacía un año, tal día como hoy, pensaba que ya no me sucedería nada más. Ahora, en cambio, tenía una hija y, además, angina de pecho. La vida había girado el timón y había tomado otro rumbo.

Cuando desperté, ya habían dado las siete y Louise estaba levantada.

– Tengo que ir a pasar un tiempo en los bosques -me dijo-. Pero ¿puedes quedarte solo? ¿Me prometes que no te vas a morir?

– ¿Cuándo piensas volver? -pregunté-. Si no te quedas mucho tiempo, podré mantenerme con vida.

– Hasta la primavera. Pero no permaneceré en el bosque todo el tiempo. Haré algún que otro viaje.

– ¿Adónde?

– Cuando la policía me soltó, conocí a un hombre que quería que hablásemos de las cuevas y las pinturas destruidas por el moho. Y al final terminamos hablando de otras cosas.

Yo deseaba preguntarle quién era. Pero ella se puso el índice en la boca, ordenándome silencio.

– Ahora no.

Al día siguiente, llegó Jansson a recogerla.

– Bebo muchísima agua -me gritó cuando el barco empezaba ya a retroceder para salir del embarcadero-. Aun así, siempre estoy sediento.

– Hablaremos de ello después -le contesté.

Fui a la casa a buscar los prismáticos y seguí su partida hasta que la embarcación desapareció en la niebla, por detrás de Höga Siskäret.

Ahora ya sólo quedábamos el perro y yo. Mi buena amiga Carra.

– Esto se quedará tan silencioso como siempre -le dije al perro-. Al menos, por un tiempo. Después, se construirán casas. Y las muchachas pondrán la música demasiado alta, gritarán y blasfemarán y, a veces, sentirán que odian la isla. Pero vendrán a vivir aquí, y tendrán que aceptarlo. Una manada de caballos salvajes está en camino.

Carra seguía luciendo el lazo rojo. Se lo quité y lo dejé aletear al viento.

Ya bien entrada la noche me senté ante el televisor, aunque le quité el sonido. Y me puse a escuchar mi corazón.

Tenía el diario en la mano y anoté en él que el solsticio de invierno había pasado.

Después, me levanté, dejé el diario y tomé uno nuevo.

Al día siguiente empezaría a escribir algo muy distinto. Tal vez una carta dirigida a Harriet, aunque fuese demasiado tarde ya para enviársela.