5
El hielo no llegó a asentarse aquel invierno.
Cuajó en tierra y en los golfos de las islas, pero las bahías quedaron abiertas al mar. Hacia finales de febrero hubo un periodo de intenso frío y vientos del norte, pertinaces y heladores. Pero a Jansson no se le presentó la ocasión de usar el hidrocóptero, con lo que yo tampoco tenía que taparme los oídos los días que venía con el correo.
Un día, justo después de que la gran helada hubiese dado paso a un tiempo más clemente, ocurrió algo que jamás olvidaré. Acababa de abrir a hachazos la delgada capa de hielo que cubría mi agujero y de darme mi baño, cuando descubrí al perro que, tumbado en el embarcadero, mordisqueaba lo que se me antojó el esqueleto de un pájaro. Puesto que los perros pueden dañarse la garganta con los huesos, me acerqué y se los quité de la boca. Después los arrojé a las heladas algas que flotaban en la orilla y llamé al perro para que me siguiese hasta la casa.
Y más tarde, cuando ya me había vestido y había entrado en calor, volví a recordar el esqueleto. Aún sigo sin saber qué me movió a hacer aquello pero, me calcé las botas y bajé al embarcadero para buscarlo. Aquel trozo de hueso no procedía, de ningún modo, de un pájaro. Así que me senté en el embarcadero dándole vueltas en la mano pensando si no sería de un visón o de una liebre.
Al cabo de un rato comprendí qué era lo que sostenía en la mano. No podía ser otra cosa. En efecto, se trataba de un hueso de mi gato desaparecido. Lo dejé en el embarcadero, a mis pies, preguntándome dónde lo habría encontrado el perro. Sentí en mi interior un gélido dolor ante la idea de que el gato, por fin, hubiese vuelto.
Me fui a dar una batida por la isla con el perro, pero el animal no olfateó más restos, no había ni rastro por ninguna parte. Tan sólo aquel pequeño hueso, como si el gato hubiese enviado un saludo para decirme que no debía seguir buscando ni indagando. Estaba muerto, y muerto llevaba ya mucho tiempo.
En mi diario, escribí acerca del hueso. Tan sólo unas palabras.
«El perro, el hueso, el duelo.»
Enterré el hueso del gato junto a las tumbas del perro y de Harriet. Era día de correo, así que bajé al embarcadero. Jansson llegó a la hora de siempre, anunciado por el zumbido de su motor. Fondeó en el embarcadero y me contó que se sentía cansado y que tenía una sed constante. Por las noches, había empezado a notar tirones en las corvas.
– Podría ser diabetes -apunté-. Suele presentar esos síntomas. Yo no puedo examinarte aquí, pero creo que debes acudir al centro de salud.
– ¿Es una enfermedad mortal? -me preguntó atemorizado.
– No necesariamente. Tiene tratamiento.
No pude evitar sentir cierta satisfacción al comprobar que el bueno de Jansson, siempre tan sano, hubiese recibido el primer arañazo en la armadura, como todos los demás mortales.
Él pareció sopesar mi respuesta y, acto seguido, se inclinó y sacó del barco un gran paquete, que me entregó sin decir nada.
– No espero ningún paquete, no he pedido nada.
– A mí no me lo cuentes. El paquete es para ti. Y viene con el porte pagado.
Cogí el paquete que, ciertamente, llevaba escrito mi nombre con bellas mayúsculas. Pero no indicaban el nombre del remitente.
Jansson se alejó del embarcadero. Aunque padeciese diabetes, viviría muchos años. Al menos nos sobreviviría a mí y a mi corazón, que ya me había enviado las primeras señales de aviso.
Me senté en la cocina y abrí el paquete. Contenía un par de zapatos negros con tonos violáceos. Giaconelli había escrito una nota en la que me aseguraba que «es un honor y una satisfacción para mí presentarles mis respetos a tus pies».
Me cambié de calcetines y me puse los zapatos, que probé dando unos pasos por la cocina. Se adaptaban a mi pie con tanta perfección como él me había prometido. El perro me observaba desde el umbral de la puerta del vestíbulo. Entré en la habitación del hormiguero y les mostré a las hormigas mis zapatos nuevos.
No recordaba la última vez que sentí una alegría semejante.
A partir de aquel día y durante todo el invierno, daba un par de vueltas diarias por la cocina con los zapatos de Giaconelli. Jamás los usé fuera y siempre los volvía a colocar en su caja.
A principios de abril llegó la primavera. La capa de hielo aún cubría mi golfo. Pero tampoco ahí tardaría mucho en derretirse.
Una mañana, bien temprano, empecé a retirar el hormiguero.
Ya había llegado el momento. No podía dejarlo más.
Utilicé una pala para despegarlo poco a poco y lo coloqué en la carretilla.
De pronto, la pala tintineó al chocar contra un objeto. Cuando lo liberé de pinochas y hormigas, comprobé que se trataba de una de las botellas vacías de Harriet. Pero había algo dentro de la botella, así que la abrí. Era una fotografía enrollada, una instantánea de nosotros dos cuando éramos jóvenes, un recuerdo de los últimos días en que estuvimos juntos.
Nos encontrábamos junto a un lago. Quizás en Riddarfjärden. El aire enredaba el cabello de Harriet y yo sonreía a la cámara. Recordé que le habíamos pedido a un extraño que nos hiciese una foto.
Le di la vuelta y vi que Harriet había dibujado en el reverso un mapa. Representaba una isla. Debajo del dibujo se leía lo siguiente: «Hasta aquí llegamos tú y yo».
Permanecí largo rato en la cocina, contemplando la fotografía.
Después proseguí con mi tarea de conducir a las hormigas a su nuevo futuro. Cuando cayó la tarde, yo ya había terminado. El hormiguero se había mudado de lugar.
Di un paseo por mi isla. Las bandadas de pájaros sobrevolaban el mar.
Era como si Harriet hubiese escrito: «Aquí habríamos llegado tú y yo».
No más lejos. Pero sí hasta aquí.