– Hay huellas de animal -observó Harriet-. Conducen hacia atrás, hacia la carretera.
El perro se había sentado. Olisqueaba mirando por la luna delantera con las orejas alerta. La piel se le estremecía, como si tuviese frío. Cruzamos un viejo puente de piedra y, al borde del arcén, se atisbaban fincas abandonadas. El bosque se abrió de pronto. Sobre una colina se alzaba una casa que llevaba muchos años sin pintar. También había un trastero y un cobertizo medio derruido. Me detuve y dejé salir al perro, que echó a correr hacia la puerta y empezó a arañarla para luego sentarse a esperar. Observé que no salía humo de la chimenea. Las ventanas estaban cubiertas de escarcha. La lámpara de la escalinata estaba apagada. Y no me gustó lo que vi.
– Es como contemplar un cuadro -opinó Harriet-. Lo han expuesto aquí, en el bosque, como si fuera el caballete de la naturaleza. El artista se ha marchado.
Salí del coche y saqué el andador. Harriet negó con un gesto, pues prefería quedarse dentro. Me detuve en el jardín y agucé el oído. El perro seguía inmóvil sentado sin apartar los ojos de la puerta. De entre la nieve, como un pecio, sobresalía una quitanieves oxidada. Todo parecía abandonado y no se veían por ninguna parte otras huellas que las del perro. Me sentía cada vez más incómodo. Subí la escalinata y llamé a la puerta. El perro se puso de pie de un salto.
– ¿Quién me abrirá la puerta? -le pregunté en un susurro-. Dime, ¿a quién esperas? ¿Por qué estabas solo en la carretera nacional?
Volví a golpear la puerta y tanteé el picaporte. La llave no estaba echada. El perro se coló por entre mis piernas hacia el interior de la casa. Olía a cerrado, no porque no la hubiesen aireado, sino como si el tiempo se hubiese detenido y hubiese comenzado a despedir un olor a decadencia. El animal corrió hacia lo que yo intuí era la cocina, pero regresó enseguida. Di una voz, pero nadie respondió. A mi izquierda había una habitación con muebles antiguos y un reloj cuyo péndulo se movía mudo tras el cristal. A la derecha se hallaba la escalera que conducía al piso de arriba. Seguí al perro y me detuve en la puerta de la cocina.
En el suelo de linóleo gris yacía boca abajo el cuerpo de una anciana. Comprendí al momento que estaba muerta. Pese a todo, hice lo que había que hacer, me arrodillé y le busqué el pulso en el cuello, en la muñeca y en la sien. En realidad, no era necesario, puesto que el cuerpo estaba helado y rígido a aquellas alturas. Supuse que era Sara Larsson. Hacía frío en la cocina, pues la ventana estaba entreabierta. Adiviné que por allí habría salido el perro para ir en busca de ayuda. Me levanté y miré a mi alrededor. La cocina estaba en perfecto orden. Lo más probable era que Sara Larsson hubiese muerto por causas naturales. Se le pararía el corazón, una vena habría reventado en su cerebro. Calculé que tendría entre ochenta y noventa años. Llevaba el abundante cabello gris recogido en un moño en la nuca. Con sumo cuidado le di la vuelta al cadáver. El perro observaba mis movimientos con gran interés. Una vez que la mujer estuvo boca arriba, el animal se acercó a olisquearle el rostro. Era como si estuviese contemplando otro cuadro, distinto al que había visto Harriet. Éste representaba una soledad imposible de revestir con palabras. El rostro de la mujer muerta era hermoso. Hay una clase especial de belleza que sólo se advierte en los rostros de mujeres de edad muy avanzada. En su cara surcada de arrugas se ven todas las señales y los recuerdos de la vida pasada. Mujeres ancianas, cuyos cuerpos ya reclama la tierra.
Pensé en mi padre, en los últimos días antes de su muerte. El cáncer se extendía por todo su cuerpo. Junto a su lecho de muerte tenía un par de zapatos cepillados de forma impecable. Pero no decía nada. Temía tanto a la muerte que enmudeció. Y perdió tanto peso que estaba irreconocible. La tierra también gritaba pidiendo su cuerpo.
Fui hasta donde se encontraba Harriet, que había salido del coche y esperaba apoyada en el andador. Vino conmigo hasta el interior de la casa y se agarró con fuerza a mi brazo para subir la escalinata. El perro seguía en la cocina.
– Está en el suelo -le expliqué-. Está muerta y rígida y el rostro presenta un tono amarillento. No tienes por qué verla.
– No temo a la muerte. Lo único que me resulta desagradable es tener que estar muerta tanto tiempo.
«Estar muerto tanto tiempo.»
Después recordaría aquellas palabras de Harriet mientras estábamos en el penumbroso vestíbulo, a punto de entrar en la cocina donde yacía la mujer muerta.
Ambos guardábamos silencio. Luego echamos un vistazo a la casa. Buscaba indicios de que hubiese algún pariente con el que poder ponerme en contacto. Hubo un tiempo en que también vivía en la casa un hombre. Se deducía de las fotografías que colgaban de las paredes. Pero por entonces ella vivía sola con su perro. Cuando bajé del piso de arriba, Harriet estaba cubriendo el rostro de Sara Larsson con un paño. Le costó un gran esfuerzo agacharse. El perro se había tumbado en su cesta, junto a los fogones, y seguía nuestros movimientos con expresión vigilante.
Llamé a la policía. Me llevó un rato hacerles entender dónde me encontraba.
Salimos a la escalinata con la intención de esperar fuera. Ambos nos sentíamos sobrecogidos. No decíamos nada, pero noté que intentábamos permanecer cerca el uno del otro. Al cabo de un rato, vimos los faros cortando el bosque y un coche de policía se detuvo ante la casa. Los policías que salieron del coche eran muy jóvenes. Uno de ellos, una mujer con el cabello largo y rubio recogido en una cola de caballo bajo la gorra del uniforme, no aparentaba más de veinte años, quizá veintiuno. Se llamaban Anna y Evert. Entraron en la cocina. Harriet se quedó en la escalera mientras yo los acompañaba.
– ¿Qué será del perro?
– Nos lo llevaremos.
– ¿Qué ocurrirá después?
– Tendremos que dejarlo en un calabozo hasta que encontremos a algún familiar que lo reclame. De lo contrario, irá a parar a la perrera. En el peor de los casos, lo matarán.
Los receptores que llevaban en los cinturones emitían un carraspeo incesante. La joven anotó mi nombre y mi número de teléfono.
Nos dijo que no tendríamos que esperar mucho tiempo. Me acuclillé ante la cesta para acariciar al spaniel. ¿Cómo se llamaría? ¿Qué sería de ella ahora?
Avanzábamos a través del creciente ocaso. A la luz de los faros veía indicadores con nombres de lugares de los que jamás había oído hablar.
Conducir a través de un paisaje nevado es como haber traspasado la barrera del sonido. Todo es silencio, tanto a tu alrededor como en tu interior. El verano o la primavera rebosan de sonidos. Nunca hay silencio. Pero el invierno es mudo.
Llegamos a un cruce. Me detuve y divisé una señal en la que se anunciaba que, después de recorrer nueve kilómetros, llegaríamos a la hospedería de Rävhyttan. No tenía ni idea de qué tipo de lugar sería, pero Harriet y yo teníamos que encontrar algún sitio donde pasar la noche.
La hospedería resultó ser un edificio parecido a una casa señorial con dos alas que se erguía sobre una gran zona ajardinada. Había muchos coches aparcados ante la fachada principal.
Dejé a Harriet en el coche y entré en el bien iluminado vestíbulo, donde un hombre de edad avanzada y actitud ausente tocaba un viejo piano. Al oírme llegar se levantó. Le pregunté si tenían habitaciones libres para una noche.
– Está casi completo. Tenemos un gran grupo que celebra el regreso de un familiar estadounidense.
– ¿No disponéis de ninguna habitación libre?
El hombre escrutó el libro de reservas.
– Nos queda una.
– Necesito dos.
– Bueno, tenemos una habitación doble con vistas al lago. En la primera planta, muy silenciosa. Estaba reservada, pero uno de los miembros del grupo se puso enfermo. Ésa es la que nos queda.
– ¿Tiene dos camas? ¿Con una mesilla en medio?
– Hay una cama doble, comodísima. Nadie se ha quejado nunca de que resulte difícil dormir en ella. Uno de los príncipes más ancianos del país, ya fallecido, durmió en ella en numerosas ocasiones, y jamás se quejó. Pese a que soy monárquico, he de admitir que nuestros huéspedes de la realeza a veces pueden ser extremadamente exigentes. Tanto la generación de más edad como la más joven.
– ¿Puede dividirse la cama?
– No, salvo con una sierra.
Salí y le expliqué a Harriet la situación. Una habitación y una cama doble. Podíamos seguir nuestro camino y buscar en otro lugar.
– ¿Hay comida? -preguntó Harriet-. Yo puedo dormir en cualquier sitio.
Volví, pues, a la hospedería. La melodía que el hombre intentaba interpretar al piano me resultaba familiar. Me sonaba a alguna canción que había sido muy popular en mi juventud. Harriet seguro que sabía cuál era.
Pregunté si servían cenas.
– Tenemos una degustación de vinos que les recomiendo.
– ¿Eso es todo?
– ¿No es suficiente?
La respuesta dejó traslucir su displicencia.
– Nos quedamos con la habitación -le dije-. Nos quedamos con la habitación y nos encantará disfrutar de la degustación.
Volví a salir y le ayudé a Harriet a salir del asiento. Noté que aún sufría dolores. Caminamos despacio por la nieve, subimos por la rampa para las sillas de ruedas y entramos en el cálido ambiente. El hombre estaba otra vez sentado al piano.
– Non ho l'età -dijo Harriet-. Nosotros la bailábamos. ¿Recuerdas quién la cantaba? Gigliola Cinquetti. Ganó el festival de Eurovisión en 1963 o 1964.
Lo recordaba. Al menos, me empeñé en que así era. Después de todos aquellos años de soledad en la isla de mis abuelos, ya no confiaba en mi memoria.
– Bajaré a formalizar el registro más tarde -le dije-. Primero, vamos a la habitación.