Harriet se pegó a mí con más fuerza. Pensé que estaba moribunda, que su calor no tardaría en empezar a transformarse en un frío incipiente. ¿Qué era lo que me había dicho? ¿Que llevaba un témpano en su corazón? De modo que para ella la muerte era hielo y sólo eso. La muerte nunca es igual para todos, la sombra que nos sigue se nos presenta a cada uno de modo distinto. Yo quería darme la vuelta y abrazarla tan fuerte como pudiese. Pero algo me lo impedía. Tal vez aún temía lo que en su día me hizo abandonarla. Demasiada cercanía, sentimientos a los que no era capaz de enfrentarme.
No lo sabía. Pero tal vez ahora sí quisiera saberlo.
Debí de quedarme dormido un rato. Me desperté al notar que ella se había sentado en el borde de la cama. Vi con horror cómo se arrodillaba y se arrastraba hacia la puerta del baño. Estaba desnuda, los pechos caídos y el cuerpo más viejo de lo que yo me había figurado. Ignoro si iba gateando hacia el baño porque estaba demasiado cansada para caminar o si no quería despertarme con el chirrido del andador. Se me llenaron los ojos de lágrimas y, cuando ella cerró la puerta del baño, tenía la vista nublada. Ya había conseguido ponerse de pie cuando salió del baño. Pero le temblaban las piernas. Y volvió a tumbarse muy pegada a mí.
– No puedo dormir -le dije-. No sé qué me pasa.
– Que recibiste una visita inesperada en la isla. Una vieja vino desde el pasado, caminando sobre el hielo. Y ahora vas camino de cumplir una promesa.
Noté que olía a alcohol. ¿Tendría una botella escondida en la bolsa de aseo?
– La mayoría de las medicinas no deben mezclarse con el alcohol -le advertí.
– Si me viese obligada a elegir, optaría por esos tragos que me tomo de vez en cuando.
– Te escondes para beber.
– Comprenderás que me he dado cuenta de que tú has notado que huelo a alcohol. Pero, de todos modos, a mí me gusta fingir que lo hago a escondidas.
– ¿Qué es lo que bebes?
– Aguardiente sueco normal y corriente. Mañana tendrás que parar en un Systembolaget. Ya casi no me queda nada del que me había traído.
Nos quedamos allí tumbados, esperando el amanecer.
Harriet daba una cabezada de vez en cuando. El perro que había oído ladrar por la noche guardó silencio. Una vez más, me levanté para colocarme junto a la ventana. Pensé que me había transformado en mi propio padre. Desde una distancia de cincuenta y cinco años, fuimos acercándonos hasta convertirnos en una única persona.
Descubrí su soledad junto a la laguna. Ahora comprendía que aquella soledad también era mía.
Y eso me aterrorizó. No quería esa soledad.
No quería ser aquel hombre que se bañaba en un agujero en el hielo, en las gélidas aguas del mar, para sentirse vivo.
8
Dejamos la hospedería poco antes de las nueve.
La bruma se desgajaba ante nosotros aquella mañana, estábamos a pocos grados de temperatura y soplaba una suave brisa. El hombre del piano no había vuelto. Y en la recepción había ahora una joven. Nos preguntó si habíamos dormido bien y si estábamos satisfechos. Harriet se había quedado a unos metros de mí, con el andador.
– Hemos dormido de maravilla -mintió-. La cama era grande y cómoda.
Pagué la cuenta y le pregunté si tenían algún mapa. La joven se marchó para regresar tras unos minutos con un librito lleno de mapas.
– Es gratis -explicó-. Un huésped que venía de Lund y pasó aquí una noche hace un par de semanas se lo dejó olvidado.
Nos marchamos de allí y nos adentramos en la bruma.
Era como si nos encontrásemos en un país sin caminos. Conducíamos despacio, pues la niebla era muy espesa. Pensé en todas las ocasiones en que, cerca de mi isla, había remado en un cinturón de densa bruma. Cuando los bancos de niebla venían como rodando desde alta mar, yo detenía los remos y, a veces, me dejaba envolver por toda aquella blancura. Siempre me había parecido una extraña mezcla de seguridad y amenaza. Sentada en el banco que había junto al manzano, mi abuela me hablaba de la gente que se había perdido remando en la niebla. Aseguraba que había en ella un agujero que te absorbía y del que jamás podías regresar.
De vez en cuando surgía la luz de unos faros, divisábamos un coche o un camión antes de quedarnos solos de nuevo.
En uno de los pueblos por los que pasamos había un Systembolaget y entré a comprar lo que Harriet me pidió. Insistió en pagar ella. Vodka, aguardiente, coñac, todo ello en botellas de medio litro.
La niebla empezó a despejarse despacio. Sentía la nieve en el ambiente.
Harriet se tomó un trago de una de las botellas antes de que me hubiese dado tiempo de arrancar el motor. No dije nada, pues nada había que decir.
De repente, recordé.
Aftonlöten. [2] Recordé el nombre del monte que se alzaba cerca de la laguna donde había visto nadar a mi padre como una morsa feliz.
Aftonlöten.
Recuerdo que le pregunté qué significaba. Él no lo sabía. O al menos no me dio ninguna respuesta.
Aftonlöten.
Sonaba como una palabra tomada de una vieja canción pastoril. Un pequeño monte de poco más de seiscientos metros de altura situado entre Ytterhogdal, Linsjön y Älvros.
Aftonlöten. No le dije nada a Harriet, puesto que aún no estaba seguro de poder localizar la laguna.
Le pregunté cómo se encontraba. Ella no respondió hasta casi cinco kilómetros más tarde. La escasez de palabras y la distancia van juntas. Es más fácil mantenerse callado cuando nos queda un largo camino.
Me dijo que no le dolía. Puesto que no era cierto, no me molesté en volver a preguntar.
Nos detuvimos a comer cerca de la frontera con Härjedalen. En el aparcamiento había un coche solitario. Había algo en aquel lugar que me desconcertaba, sin que yo supiese decir qué exactamente. En el interior de la vieja casa de vigas de madera ardía un fuego. Olía a jugo de arándano. Un olor que yo reconocía de mi niñez. Creía que el jugo de arándano ya ni existía casi. Pero aquí lo servían.
Nos sentamos en el comedor, cuyas paredes estaban formadas de troncos de madera adornadas con cornamentas de alce y pájaros disecados que nos observaban. En una estantería había un cráneo. No pude evitar empeñarme en averiguar de qué era. Me llevó un buen rato descubrir que era el cráneo de un oso. La camarera, que nos recitó los platos entre los que podíamos elegir, entró y me vio con el cráneo en la mano.
– Murió por causas naturales -explicó-. Pero mi marido quería que dijera que él lo había cazado. Ahora que está muerto, puedo decir la verdad. Lo encontramos muerto. Junto a Risvattnet. Un oso viejo que se tumbó a morir junto a unos abetos caídos.
De repente, supe que ya había estado en aquel lugar. Durante aquel viaje que hice con mi padre. Tal vez fuese el aroma a jugo de arándano lo que me hizo evocar el recuerdo. Yo ya había estado en aquel comedor, con mi padre, cuando era muy pequeño y comimos y yo bebí jugo de arándano.
Esos pájaros disecados, ¿colgaban ya entonces de las paredes y miraban a los comensales con sus pétreos ojos? No lo recordaba. Pero sabía que ya había estado allí. Podía ver a mi padre limpiarse la boca con la servilleta, mirar el reloj y decirme después que me apresurase a terminar de comer. Que aún nos quedaba mucho trecho por recorrer.
En la pared que había junto a la chimenea y el fuego había un mapa. Allí estaban Aftonlöten, Linsjön y un monte que no recordaba.
Se llamaba Fnussjen.
Un nombre incomprensible, como un chiste. Un chiste de quinientos metros de altura recubierto de boscaje. A diferencia de Aftonlöten, que era un nombre serio y hermoso a la vez.
Comimos guiso de vaca. Yo terminé antes que Harriet y me senté ante el fuego a esperarla.
Cuando se levantó de la mesa, vi que le costaba cruzar el umbral con el andador, así que me levanté para prestarle ayuda.
– Puedo sola.
Su voz sonó como un repentino rugido.
Caminamos despacio sobre la nieve de regreso al coche. «Jamás vivimos juntos», pensé. «No obstante, todos aquellos que ahora nos ven nos toman por un viejo matrimonio que se profesa una paciencia infinita.»
– No tengo fuerzas para seguir hoy -confesó Harriet una vez en el coche.
Vi el sudor que había aflorado a su frente por el esfuerzo. Tenía los ojos entrecerrados, como si estuviese a punto de dormirse. «Se va a morir», pensé. «Se va a morir aquí en el coche.» Yo siempre me he preguntado en qué instante me iba a morir. En mi cama, en una calle, en una tienda o en el muelle de mi isla, mientras espero a Jansson. Pero jamás me imaginé muriendo en un coche.
– Necesito descansar -me dijo-. De lo contrario, no sé qué pasará.
– Debes decirme lo que puedes hacer y lo que no. -Pues eso es lo que estoy haciendo. Mañana dedicaremos el día a la laguna. Hoy no.
Encontré una pequeña pensión en el siguiente pueblo. Un edificio amarillo situado detrás de la iglesia donde nos recibió una mujer muy solícita. Al ver el andador, nos dio una amplia habitación de la planta baja. En realidad, a mí me habría gustado tener mi propia habitación, pero no se me ocurrió decir nada. Harriet se echó a descansar. Yo hojeé un montón de revistas viejas que había en una mesa, antes de caer vencido por el sueño. Unas horas más tarde fui a comprar una pizza en un establecimiento desierto donde vi sentado a un hombre de edad que, en compañía de su perro, murmuraba para sus adentros.
Comimos sentados en la cama. Harriet estaba muy cansada. Después de comer volvió a echarse. Le pregunté si quería que hablásemos, pero ella negó con un gesto.
Salí para pasear en el ocaso por el pequeño pueblo lleno de comercios vacíos. En los escaparates habían fijado carteles con los números de teléfono a los que debían llamar quienes quisieran alquilar algo allí. Era como un grito de socorro, un pequeño pueblo sueco a punto de naufragar. La isla de mis abuelos formaba parte de ese inmenso archipiélago sueco abandonado, que nadie necesitaba y que no sólo se componía de las islas que salpicaban nuestras largas costas, sino también de todos esos pueblos diminutos establecidos en los bosques y en el interior. No había en ellos muelles desde los que bajar a tierra, ni iracundos hidrocópteros que levantasen la nieve con sus hélices al acercarse para traer el correo y la publicidad. Pese a todo, caminar por aquellas calles desiertas le infundía a uno la sensación de ir paseando por un islote remoto. La luz azul del televisor se filtraba por las ventanas incidiendo sobre la nieve; a veces también se filtraba el sonido, de cada ventana un fragmento de distintos programas televisivos. Así me imaginaba la soledad, la gente viendo el mismo programa sólo de forma excepcional. Por las noches, varias generaciones, las familias, se enterraban en los diversos mundos que les arrojaban desde diversos satélites.