Continuamos el viaje por el camino. El bosque era espesísimo, la calzada ascendía levemente. ¿Era así aquella vez que yo recorrí el camino con mi padre, en aquel Chevrolet azul que él cuidaba con tanto mimo? Tuve la firme sensación de que íbamos por buen camino. Dejamos atrás un montón de maderos recién apilados. El bosque se veía estragado por la acción de la enorme máquina gobernada por Harald Svanbäck. De repente, todas las distancias parecían infinitas. Miré por el retrovisor, para ver si el bosque volvía a crecer cerrándose a nuestras espaldas. Me sentí como si estuviese viajando al pasado. Recordé mi paseo de la noche anterior, el puente, las sombras de mi pasado. ¿Íbamos, tal vez, camino de un lago estival, adonde mi padre y yo esperábamos llegar?
Pasamos varias curvas muy cerradas. Los montículos de nieve eran muy altos.
Y se acabó el camino.
Ante mí se extendía la laguna oculta bajo un manto blanco. Me detuve y apagué el motor. Habíamos llegado. No había más que decir. No me cupo la menor duda. Aquélla era la laguna. Después de cincuenta y cinco años había vuelto a visitarla.
La blanca superficie parecía un mantel de lujo que nos daba la bienvenida. Sentí, de repente, una honda veneración por Harriet, por el hecho de que me hubiese encontrado en mi isla. Era una enviada, aunque sólo enviada de sí misma. ¿O la habría reclamado yo inconscientemente? ¿Acaso había estado esperándola todos aquellos años?
Lo ignoraba. Pero por fin habíamos llegado a nuestro destino.
9
Le dije que allí estaba la laguna. Ella se quedó largo rato mirando tanta blancura.
– O sea, que bajo la nieve hay agua, ¿verdad?
– Aguas negras. Ahora todo duerme, todos los insectos que viven en el agua. Pero ésta es la laguna que buscábamos.
Salimos. Saqué el andador, que se hundió en la nieve, y fui a buscar la pala que guardaba en el maletero.
– Siéntate dentro. Pondré el motor en marcha y estarás más caliente. Entre tanto, yo limpiaré de nieve un sendero para ti. ¿Adónde quieres ir? ¿A la orilla?
– Quiero llegar al centro del lago.
– No es un lago. Es una laguna.
Puse el motor en marcha, le ayudé a entrar y empecé a retirar nieve. A varios decímetros bajo la nieve más superficial me topé con una capa de hielo que resultaba difícil de quitar. Podía venirme abajo y morir por el esfuerzo.
La idea me aterró. En el último control médico que me había hecho detectaron que el índice de HbAlc estaba un tanto alto. Todos los demás valores metabólicos eran normales. Pero un ataque al corazón puede deberse a causas ocultas. Puede azotarnos de forma inesperada, como si una bomba suicida estallase en alguna de las cámaras del corazón.
A mi edad, no es nada inusual que la gente se mate quitando nieve. Mueren de muerte repentina y casi humillante con una pequeña pala entre los dedos engarrotados.
Me llevó largo rato retirar toda la nieve para abrir un camino hasta el centro de la laguna. Acabé sudoroso, con la espalda y los brazos doloridos, cuando por fin llegué al objetivo. Los gases del tubo de escape quedaban suspendidos en el aire como una nube detrás del coche. El silencio era absoluto. Ni un solo pájaro, ningún movimiento surgía de los mudos árboles.
Deseé poder verme a mí mismo desde cierta distancia. Oculto entre los árboles, escondido, un observador que se contempla a sí mismo.
Cuando volví al coche, pensé que pronto todo habría pasado.
Dejaría a Harriet donde ella me indicase que deseaba despedirse de mí. Lo único que sabía era que vivía en Estocolmo, pero no dónde exactamente. Podría volver a mi isla. Decidí que le enviaría una postal a Jansson durante el camino de regreso. Jamás pensé que algún día le escribiría. Pero ahora lo necesitaba. Compraría una tarjeta postal con una fotografía de los bosques interminables, preferentemente una donde los árboles apareciesen cubiertos de nieve. Dibujaría una cruz en medio de los árboles y escribiría: «Estoy aquí. Volveré pronto. Dales de comer a mis animales».
Harriet ya había salido del coche y tenía su andador. Recorrimos juntos el camino que yo había preparado. Tuve la sensación de que formábamos parte de una procesión camino de un altar.
Me pregunté qué estaría pensando. Harriet miró a su alrededor, buscando algo de vida entre los árboles. Pero todo estaba en silencio salvo el sordo ronroneo del motor del coche.
– El hielo siempre me ha dado miedo -dijo de pronto.
– Y, aun así, ¿te atreviste a llegar hasta mi isla?
– Que me dé miedo no significa que no me atreva a oponerme a lo que me asusta.
– Aquí el fondo no está congelado -repliqué-. Pero casi. El hielo tiene varios metros de grosor. Soportaría el peso de un elefante, llegado el caso.
Ella se echó a reír.
– ¿No sería extraordinario? Un elefante en medio del hielo, sólo para tranquilizarme. Un elefante sagrado para redimir a quienes temen que el hielo sea demasiado delgado.
Llegamos al centro de la laguna.
– Creo que puedo imaginármela cuando no hay hielo.
– Cuando más hermosa está es cuando llueve -expliqué-. Me pregunto si hay algo capaz de superar la apacible lluvia estival sueca. Otros países tienen edificios imponentes o cimas vertiginosas y terribles acantilados. Nosotros tenemos la lluvia estival.
– Y el silencio.
Callamos durante un rato. Yo intentaba comprender el significado del hecho de que hubiésemos llegado hasta aquí. Se había cumplido una promesa, con muchos años de retraso. Eso era todo. Ahí terminaba nuestro viaje. Ahora sólo quedaba el epílogo, una serie de kilómetros a lo largo de carreteras heladas, en dirección al sur.
– Jamás comprendí el porqué -dijo Harriet-. ¿Por qué querías traerme precisamente aquí?
– Y ahora, ¿lo comprendes?
– Puede que sí. Me figuro que esto es muy hermoso en verano.
Harriet me miró.
– ¿Habías estado aquí antes, desde que me dejaste? ¿Has estado aquí con otra persona?
– Ni siquiera se me pasó por la cabeza.
– ¿Por qué me abandonaste?
La pregunta me azotó con una fuerza imprevista. Vi que volvía a estar indignada, que golpeaba con los nudillos el manillar del andador.
– Me expusiste a un dolor infernal -aseguró-. Me vi obligada a invertir tantas fuerzas en olvidarte… Y jamás lo logré. Y ahora que por fin me veo aquí, sobre tu laguna, me arrepiento de haberte buscado. ¿Qué me había creído? Ya no lo sé. Pronto moriré. ¿Por qué habría de dedicar mi tiempo a hurgar en viejas heridas? ¿Por qué estoy aquí?
Nos mantuvimos en silencio durante un minuto, no más. Silencio, miradas que no se cruzan. Después hizo girar el andador y empezó a desandar lo andado. Yo me rezagué unos segundos, antes de seguir sus pasos. Pronto se acabaría todo. La excursión tocaba a su fin.
En la nieve había algo que yo no vi mientras despejaba el camino para Harriet. Era un objeto negro. Entrecerré los ojos sin lograr distinguir de qué se trataba. ¿Un animal muerto? ¿Una piedra? Harriet no reparó en que yo me había detenido. Salí del camino y me adentré en la nieve para acercarme al objeto.
Tenía que haber comprendido el peligro. Mi intuición y mis conocimientos sobre el hielo y su carácter caprichoso deberían haberme alertado. Caí en la cuenta demasiado tarde de que lo negro era el hielo mismo. Sabía que, por diversas razones, una zona de la banquisa podía quedar extremadamente delgada pese a que el hielo hubiese adquirido un grosor considerable a su alrededor. Apenas si logré detenerme a tiempo y dar un paso atrás. Pero ya era demasiado tarde. El hielo se rajó y yo me hundí. El agua me llegaba hasta la barbilla. Debería haber estado acostumbrado al repentino choque con el agua helada gracias a mis baños invernales. Pero esto era distinto. No estaba preparado, no había perforado el agujero yo mismo. Lancé un grito. Harriet no se dio la vuelta ni me vio en el agujero hasta que grité por segunda vez. El frío había empezado a paralizarme, me quemaba el pecho mientras yo, con movimientos convulsos, inspiraba hasta el interior de los pulmones aquel aire helador y, desesperado, buscaba bajo mis pies un fondo inexistente. Agarré con las manos el borde de hielo, pero tenía los dedos engarrotados.
Grité aterrado ante la proximidad de la muerte. Después, Harriet me contó que había tenido la sensación de oír el grito de un animal.
Pensé que era la persona menos indicada para ayudarme a salir de allí. Puesto que apenas podía sostenerse a sí misma.
Pero me sorprendió. Tanto como se sorprendió a sí misma al verse cruzando el hielo. Avanzó con su andador hasta donde yo me encontraba, moviéndose todo lo rápido que podía. Luego se tumbó en el hielo después de haber volcado el andador, que fue empujando hacia el borde del hielo de modo que yo pudiese agarrarme a una de las ruedas. No sé cómo conseguí subir. Ella debió de tirar con los brazos al tiempo que se arrastraba hacia atrás sobre la nieve. Una vez fuera, eché a andar trastabillando y arrastrándome en dirección al coche. Oía su voz a mi espalda, aunque no sabía qué me decía. Sin embargo, tenía la certeza de que si me detenía y caía desplomado sobre la nieve, ya no tendría fuerzas para levantarme. No había estado en el agua más que unos minutos, pero casi fue suficiente para matarme. No recuerdo el trecho recorrido entre el agujero y el coche. No vi nada, quizá caminaba con los ojos cerrados para evitar ver la distancia que aún me quedaba hasta el vehículo. Cuando pegué la cara al maletero, sólo tenía una idea en la cabeza: quitarme la ropa mojada y envolverme en la manta que había en el asiento trasero. Tampoco recuerdo cómo lo hice. Flotaba a mi alrededor un fuerte olor a gas cuando logré quitarme la última prenda y envolverme en la manta. A partir de ahí, no recuerdo qué pasó.