– Habría sido más fácil si me hubieras preparado.
– No me atrevía. ¿Y si me dejabas en el arcén e interrumpías el viaje? ¿Cómo iba yo a saber que querías tener hijos?
Harriet tenía razón. ¿Cómo iba a saber cuál sería mi reacción? Tenía todos los motivos imaginables para desconfiar de mí.
– ¿Por qué vive así? ¿De qué vive?
– Ella ha elegido vivir así. Y no sé de qué vive.
– Pero, algo sabrás, ¿no?
– Bueno, escribe cartas.
– Ya, pero de eso no se puede vivir, ¿verdad?
– Al parecer, es posible.
De repente caí en la cuenta de que las paredes de la caravana eran muy delgadas y de que mi hija tal vez estuviese con la oreja pegada, escuchando. Tal vez hubiese heredado mi vicio de escuchar a escondidas.
Bajé la voz y seguí en un susurro.
– ¿Por qué se viste así? ¿Por qué lleva tacones?
– Mi hija…
– ¡Nuestra hija!
– Nuestra hija siempre ha sido una persona muy especial. Ya cuando tenía cinco años, yo estaba convencida de que sabía lo que quería hacer con su vida y de que yo nunca la entendería.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Siempre quiso vivir sin preocuparse excesivamente de lo que pensaban o dejaban de pensar los demás. Por ejemplo, de sus zapatos. Son muy caros. De Ajello, fabricados en Milán. No es normal que la gente se atreva a vivir de ese modo.
Se abrió la puerta y la hija de ambos entró en la caravana.
– Tengo que descansar -dijo Harriet-. Estoy agotada.
– Tú siempre has estado agotada -replicó Louise.
– Pero no siempre he estado moribunda.
Por un instante se las oyó gruñir como dos gatas. Un gruñido no del todo amable, pero tampoco malvado. En cualquier caso, ninguna de las dos parecía sorprendida. Comprendí que, para Louise, no era ningún secreto el que Harriet estuviese muriéndose.
Me levanté para que ella pudiese tumbarse en la estrecha cama. Louise se calzó un par de botas.
– Salgamos un rato. Necesito hacer algo de ejercicio. Además, supongo que los dos estamos algo conmocionados.
Había un sendero que a fuerza de pasar se había abierto en dirección a la granja abandonada. Discurría ante una vieja despensa y nos condujo hasta un espeso bosquecillo de abetos. Louise caminaba deprisa y me costaba seguirla. De repente, se detuvo y se dio la vuelta.
– Creía que mi padre había desaparecido en América. Un padre llamado Henry, que adoraba las abejas y que dedicó su vida a investigar sobre ellas. Durante todos estos años transcurridos, jamás me envió ni siquiera un tarro de miel. Yo creí que habías muerto. Pero resulta que no estás muerto. Y he podido conocerte. Cuando volvamos a la caravana, os haré una fotografía a Harriet y a ti. Tengo montones de fotos de Harriet, sola o conmigo. Pero quiero tener una de mi padre y de mi madre antes de que sea demasiado tarde.
Continuamos sendero arriba.
Pensé que, en el fondo, Harriet le había dicho la verdad. O al menos toda la verdad que podía decir sin mentir. Yo me había marchado a América y, en efecto, de joven me interesé por las abejas. Además era innegable que, ciertamente, no estaba muerto.
Caminábamos sobre la nieve.
Louise tomaría la instantánea que quería de sus padres.
Aún no era demasiado tarde para hacer la fotografía que le faltaba.
2
El sol se ocultaba en el horizonte.
En un cercado vimos un ring de boxeo completamente cubierto de nieve. Se diría que lo habían dejado allí provisionalmente, en medio de tanta blancura. Dos bancos de madera desvencijados, que un día habrían podido servir en alguna iglesia o en un cine, yacían medio sepultados por la nieve.
– Boxeamos en primavera y en verano -dijo ella-. Solemos inaugurar la temporada a mediados de mayo. Entonces nos pesamos en la vieja báscula de una lechería.
– ¿Boxeamos? ¿Quieres decir que tú también boxeas?
– ¿Por qué no había de hacerlo?
– ¿Y contra quiénes boxeas?
– Mis amigos. La gente de por aquí, gente que ha elegido vivir como quiere. Leif, que vive con su anciana madre, la cual regentaba la más célebre destilería clandestina del lugar. Amandus, que es violinista y tiene unos puños fuertes.
– Pero, no se puede ser boxeador y tocar el violín, ¿no?
– Pregúntale a Amandus. Pregúntales a los demás.
Nunca supe quiénes eran los demás. Siguió subiendo el empinado sendero en dirección a un cobertizo que quedaba al otro lado del ring de boxeo. Mientras la observaba por detrás, me dije que su cuerpo me recordaba al de Harriet. Pero ¿qué aspecto habría tenido mi hija cuando era una niña? ¿O de adolescente? Avanzaba clavando los pies en la nieve mientras intentaba retroceder en el tiempo. Louise había nacido en 1967. Su adolescencia coincidió con los años de más éxito en mi carrera profesional. Sentí la cuchillada de un súbito acceso de cólera originado en lo más hondo de mi ser. ¿Por qué no me habría dicho nada Harriet?
Louise señaló unas huellas en la nieve y me dijo que eran de un glotón. Abrió la puerta del cobertizo. En el suelo había un candil que encendió y colgó del techo. Fue como entrar en un anticuado local de entrenamiento de boxeo o de lucha libre. Había en el suelo pesas y barras y del techo colgaba un saco de arena; y sobre un banco se veían algunas cuerdas y guantes de color rojo y negro perfectamente ordenados.
– Si estuviésemos en primavera, te habría propuesto un par de rondas -aseguró Louise-. Me cuesta encontrar un modo mejor de conocer a un padre al que no he visto nunca. En más de un sentido.
– Jamás, en toda mi vida, me he puesto un par de guantes de boxeo.
– Pero me imagino que te habrás visto envuelto en alguna pelea, ¿no?
– Cuando tenía trece o catorce años. Pero aquello fue más o menos como las peleas en el patio del colegio.
Louise se colocó junto al saco de arena y lo empujó con el hombro, de modo que empezó a oscilar lentamente. La luz del candil bañaba su rostro. Aún me parecía estar viendo a Harriet.
– Estoy nerviosa -confesó de pronto-. ¿Tienes más hijos?
Negué sin decir palabra.
– ¿Ninguno más?
– Ninguno en absoluto. ¿Y tú?
– No, ninguno.
El saco de arena seguía balanceándose.
– Yo estoy tan desconcertada como tú -dijo-. A veces, cuando pensaba que, pese a todo, yo también debía tener un padre, me ponía fuera de mí. Creo que por eso aprendí a boxear, para poder vencerlo el día en que surgiese de entre los muertos y, tras abatirlo, poder contar no hasta diez sino eternamente, como castigo por haberme abandonado.
La luz del candil daba también sobre las paredes agrietadas. Le conté cómo vi aparecer a Harriet de repente, en medio de la banquisa, le hablé de la laguna y del rodeo que me había propuesto.
– ¿No mencionó nada de mí?
– Sólo hablaba de la laguna. Después me dijo que quería que conociese a su hija.
– En realidad, debería haberla echado de aquí. Nos ha engañado tanto a ti como a mí. Pero claro, no puedes despachar a alguien que está tan enfermo.
Posó la mano sobre el saco de arena, para detener el balanceo.
– ¿Es cierto que morirá pronto? Tú eres médico. Debes de saber si dice o no la verdad.
– Está muy enferma. Pero no sé cuándo morirá. Eso no lo sabe nadie.
– No quiero que muera en mi casa -declaró Louise antes de soplar para apagar el candil.
Nos quedamos totalmente a oscuras. Nuestros dedos se rozaron. Y me agarró la mano. Era una mujer fuerte.
– Me alegro de que hayas venido -aseguró-. En realidad, creo que siempre supuse que habías desaparecido de forma transitoria.
– Yo nunca pensé que tendría una niña.
– No una niña, sino una mujer adulta ya casi en la madurez.
Cuando salimos del cobertizo, la vi caminar delante de mí como una silueta. Las estrellas del firmamento parecían cercanas, y centelleaban.
– En las noches de Norrland nunca reina la oscuridad absoluta -comentó-. En las ciudades ya no se ven estrellas. Por eso vivo aquí. Cuando vivía en la ciudad, añoraba la oscuridad y el silencio, pero, sobre todo, echaba de menos la luz de las estrellas. No comprendo cómo es posible que nadie, en este país, se haya dado cuenta de que poseemos fantásticos recursos naturales que están a la espera de que los explotemos. ¿Quién vende el silencio, como se venden los bosques o los metales?
Yo comprendía a qué se refería. El silencio, el cielo estrellado, tal vez también la soledad, eran ya apenas accesibles para la mayoría de las personas. Y pensé que mi hija tal vez se parecía a mí, después de todo.
– Tengo la intención de crear una empresa -me dijo-. Con mis compañeros de boxeo como socios. Empezaremos a vender estas noches silenciosas y estrelladas. Un día seremos ricos, estoy convencida.
– ¿Quiénes son tus amigos?
– A escasos kilómetros de aquí hay un pueblo abandonado. Un día, en la década de los setenta, perdió a su último habitante. Las casas estaban desiertas, nadie las quería ni como casas de veraneo. Pero Giaconelli, un italiano, viejo fabricante de zapatos, llegó hasta allí en su viaje hacia el silencio. Ahora está instalado en una de las casas y fabrica dos pares de zapatos al año. A primeros de mayo de cada año, un helicóptero aterriza en la plantación que hay en la parte posterior de su casa. En él viaja un hombre que viene de París para recoger los zapatos, le paga por su trabajo y le deja el pedido de los zapatos que Giaconelli debe fabricar el año siguiente. Un viejo cantante de rock vive en la tienda de ultramarinos de Sparrman, que cerró hace ya muchos años. Se llamaba Röda Björn, grabó dos singles amarillos y competía con Rock-Ragge y Rock-Olga para ver quién se constituía en soberano del reino del rock sueco. Tenía el cabello completamente rojo y grabó una versión divina de Peggy Sue. Pero cuando celebramos la fiesta de San Juan y ponemos la mesa en el ring de boxeo, todos le pedimos que cante The Great Pretender.