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Yo recordaba perfectamente aquella canción que cantaron por primera vez The Platters. Harriet y yo la habíamos bailado. Y, si me esforzaba lo suficiente, podía recordar incluso toda la letra.

Röda Björn y sus singles amarillos, en cambio, me eran desconocidos.

– Parece que en esta zona viven muchos personajes curiosos.

– Están por todas partes, pero nadie los ve, porque son viejos. Vivimos en una época en que la gente mayor debe ser transparente como el vidrio. Simplemente, no debemos notar que existen. También tú te volverás transparente. Mi madre ya lo es.

Ambos callamos. En la distancia se atisbaba la luz de la caravana.

– A veces siento deseos de tumbarme aquí en la nieve y acostarme en el saco de dormir -dijo Louise-. Cuando hay luna llena, su luz azulada me produce la sensación de hallarme en un desierto. También allí hace frío por las noches.

– Yo nunca he estado en el desierto. A menos que las arenas movedizas de Skagen se cuenten como tal.

– Un día lo haré, me acostaré aquí fuera. Me arriesgaré a no despertar nunca más. No sólo tenemos cantantes de rock, sino también intérpretes de jazz. Cuando me vea aquí tendida, ellos tocarán un lento canto de dolor.

Yo la seguía por la nieve. En algún lugar, a lo lejos, un ave nocturna lanzó un chillido. Las estrellas se apagaban para, al parecer, volver a encenderse. Yo intentaba comprender lo que mi hija acababa de contarme.

Resultó una noche singular.

En la caravana, Louise preparaba la comida mientras Harriet y yo nos apretujábamos en la minúscula cama. Cuando le dije que debíamos pensar dónde pasaríamos la noche, Louise aseguró que cabríamos los tres en su cama. Yo tenía intención de protestar, pero no me atreví. Después, Louise sacó una garrafa de un vino muy fuerte con sabor a grosella. Harriet contribuyó con una de las botellas de aguardiente que aún le quedaban. Louise nos sirvió un guiso que, según ella, contenía carne de alce y algunas de las verduras que uno de sus amigos cultivaba en un invernadero que, aseguraba, también le servía de vivienda. Se llamaba Olof, dormía entre los pepinos y era uno de sus contrincantes en el ring cuando llegaba la primavera.

No tardamos en estar ebrios los tres, aunque Harriet más que ninguno. De vez en cuando daba una cabezada.

Louise tenía una forma curiosa de chasquear los dientes cuando apuraba un vaso. Yo intentaba no marearme, pero no lo logré.

En una conversación cada vez más desquiciada y desgarradora empecé a intuir algo de la historia común de Louise y Harriet. Siempre habían mantenido el contacto, discutían a menudo y no estaban de acuerdo en casi nada. Pero también se amaban. De modo que me encontraba con una familia gobernada por mucha ira, pero también unida por unos lazos de intenso amor.

Durante un buen rato, nuestra conversación trató principalmente de perros. No de los que andaban con correa, sino de los perros salvajes que poblaban las llanuras africanas. Mi hija decía que le recordaban a sus amigos del bosque, una jauría de perros africanos que meneaban sus rabos saludando a la jauría de boxeadores de Norrland. Le conté que yo tenía un perro cuya mezcla de razas resultaba difícil de determinar. Cuando Louise supo que el perro corría suelto por la isla de mis abuelos, asintió complacida. También mi viejo gato despertó su interés.

Harriet terminó durmiéndose por el cansancio, el aguardiente y el vino de grosella. Louise la cubrió amorosamente con una manta.

– Siempre ha roncado. Cuando yo era niña, fingía que no era ella, sino mi padre, quien venía roncando como una sombra a darme las buenas noches. ¿Tú roncas?

– Sí.

– ¡Menos mal! ¡Un brindis por mi padre!

– Por mi hija.

Llenó los vasos con mano vacilante, el vino rojo se derramó sobre la mesa y ella lo secó con la palma de la mano.

– Cuando oí el coche que se detenía y salí al jardín, me pregunté con qué clase de viejo se habría juntado Harriet en esta ocasión.

– ¿Es que suele venir con distintos hombres?

– Viejos. No hombres. Siempre encuentra quien la traiga hasta aquí y vuelva a llevarla a casa después. Es capaz de sentarse en una pastelería del barrio de Söder, en el centro de Estocolmo, con su aspecto triste y cansado. Siempre aparece alguien que le pregunta si puede ayudarla, tal vez llevarla a casa. Y una vez en el coche, últimamente hasta con el andador en el maletero, le cuenta que su casa está a unos trescientos kilómetros hacia el norte, justo al sur de Hudiksvall. Por sorprendente que parezca, casi nadie se niega a traerla hasta aquí. Pero pronto se cansa del mismo y suele cambiar. Mi madre es una mujer impaciente. Durante largos periodos de mi niñez y mi adolescencia, despertaba cada domingo con un hombre distinto. A mí me encantaba saltar a su cama y despertar a aquellos hombres hasta que hacían el desagradable descubrimiento de que yo existía. Después ella se pasaba largas temporadas sin mirar siquiera a los hombres.

Salí a orinar. La noche centelleaba. A través de la ventana vi cómo Louise ponía un almohadón bajo la cabeza de su madre. Sentí deseos de llorar. O de salir corriendo de allí, meterme en el coche y marcharme. Pero seguí mirándola por la ventana con la sensación de que ella sabía que yo estaba allí observándola a hurtadillas. De repente, volvió la cabeza hacia la ventana y me sonrió.

No me metí en el coche, sino que entré en la caravana.

Nos sentamos de nuevo en la angosta caravana a beber y a continuar con nuestra torpe conversación. Creo que, en el fondo, ninguno de los dos dijo lo que en verdad quería decir. Louise sacó unos álbumes de fotos de un cajón. Instantáneas descoloridas, en blanco y negro, pero sobre todo malas fotos en color, de las que se hacían en los años sesenta, cuando a casi todo el mundo le salían reflejos del flash en los ojos y los fotografiados miraban al espectador como vampiros. Había fotografías de la mujer a la que yo había abandonado y de la hija que yo habría querido tener más que nada. Una niña pequeña, no una mujer adulta. Había una expresión vigilante en su mirada. Como si en realidad no quisiera que la vieran.

Hojeé el álbum. Louise apenas hablaba, sólo respondía cuando yo preguntaba. ¿Quién había tomado la foto? ¿Dónde estaban? El verano que mi hija cumplió los siete años, ella, Harriet y un hombre llamado Rickard Munter pasaron varias semanas en la isla de Getterö, cerca de Varberg. Rickard Munter era un hombre corpulento y calvo, que siempre llevaba un cigarrillo entre los labios. Sentí un atisbo de celos. Él había estado con mi hija cuando era pequeña, como yo deseaba que fuese aún. Rickard Munter había muerto pocos años más tarde, cuando su relación con Harriet ya había terminado. Un tractor le volcó encima y lo aplastó. Ahora no quedaba de él más que aquella imagen con el cigarrillo en la boca y los reflejos rojos del flash en las pupilas.

Cerré el álbum. No tenía fuerzas para seguir viendo fotos. El contenido de la garrafa de vino iba disminuyendo. Harriet dormía. Le pregunté a Louise para quién escribía cartas. Ella negó con un gesto.

– Ahora no. Mañana, cuando despertemos y nos hayamos recuperado de la resaca. Ahora será mejor dormir. Por primera vez en mi vida podré acostarme entre mis padres.

– No creo que quepamos en esa cama -observé-. Yo dormiré en el suelo.

– Cabremos.

Louise movió con cuidado a Harriet y cerró la mesa después de retirar tazas y vasos. La cama era extensible, pero yo veía que, aun así, estaríamos terriblemente estrechos.

– No pienso quitarme la ropa delante de ti -me dijo-. Sal afuera. Daré unos golpes en la pared cuando me haya metido en la cama.

Hice lo que me pedía.

El firmamento parecía girar sobre mí. Di un traspié y me caí sobre la nieve. Me había enterado de que tenía una hija a la que tal vez yo llegase a gustarle, que tal vez llegase incluso a amarme a mí, a un padre al que jamás hasta ese momento había conocido.

Contemplé mi vida.

Hasta ahí había llegado. Quizá quedasen aún un par de encrucijadas. Pero no muchas. Y no por mucho tiempo.

Louise aporreó la pared. Había apagado todas las lámparas y había encendido una vela que tenía sobre el pequeño frigorífico. Vi los dos rostros, muy pegados el uno al otro. Harriet junto a la pared; junto a ella, mi hija. Para mí quedaba una delgada franja de la cama.

– Apaga la vela -me dijo Louise-. No quiero que ardamos la primera noche que duermo con mis padres.

Me quité la ropa, aunque me dejé los calzoncillos y la camiseta interior, apagué la vela y me arrebujé bajo el edredón. Era imposible evitar rozar a Louise. Noté con horror que pensaba dormir desnuda.

– ¿No podrías ponerte un camisón? -le pregunté-. No puedo dormir contigo desnuda a mi lado. Me imagino que lo comprendes.

Louise trepó por encima de mí y se puso algo que me pareció un vestido. Después se acostó de nuevo.

– Bien, ahora, a dormir -dijo-. Por fin podré oír roncar a mi padre. Estaré despierta hasta que te hayas dormido.

Harriet murmuró algo en sueños. Cuando se dio la vuelta, los demás tuvimos que hacer otro tanto. El cuerpo de Louise era cálido. Deseé que fuese una niña que durmiese segura junto a mí, con su camisón. No una mujer adulta que, de repente, irrumpía en mi vida.

No sé cuándo me dormí. Seguro que pasó un buen rato, hasta que la cama dejó de dar vueltas.

Cuando desperté, estaba solo en la cama.

La caravana estaba vacía. No tuve que levantarme y abrir la puerta para saber que se habían llevado el coche.

3

Me imaginaba perfectamente cómo le dio Louise la vuelta al coche y cómo partieron de allí. De repente se me ocurrió que quizá lo tendrían calculado desde el principio. Harriet fue a buscarme, me permitió encontrarme con mi hija desconocida y, después, se llevaron mi coche y se marcharon. Me habían dejado tirado en el bosque.